29 junio 2012

Escribir para escapar / Demoliendo certidumbres



Escritores delincuentes

José Ovejero

Alfaguara, 2011

ISBN: 978-84-20475-08-0

344 páginas

18,50 €





Manolo Haro

La Biblia no deja de ser un relato de ciencia-ficción hasta que en un momento determinado aparece el mal en forma de serpiente. Hasta ese pasaje no hay conflicto alguno. El veneno se inocula por la palabra y así comienza la expulsión, el 'prêt-à-porter' y la fundación de ciudades, espacio natural –tal como lo entendieron los autores de novela negra– para el mal en todas sus manifestaciones. En la tradición judeocristiana el ángel caído es la pieza clave por la cual los lugareños de latitudes tan distantes como Seattle, Albuquerque o Pontevedra sienten que la vida, esa extraña y adiposa pasta que a veces se congracia con nosotros, se abisma en algunos individuos hasta dar obras de dudosa humanidad. La pregunta a la que intenta responder Escritores delincuentes es una cuestión que podría ser tratada en seminarios sobre psicología, criminología y creación: ¿puede un monstruo sublimarse y crear una obra de arte que lo absuelva de su delito? Hasta cierto punto, claro. Adolph Hitler, al ser rechazado por la Academia de Artes de Viena en su examen de ingreso, se convirtió en algo más que un paisajista mediocre y despechado. De alguna manera, cabe interrogarse acerca de si la obra de arte que se convierte en canónica o que, por su interés, figura en las cronologías como un hito dentro de la historia de la cultura universal, finalmente sirve para absolver al delincuente.

José Ovejero ha acometido un trabajo de gran interés para aquellos amigos 'literatis' que saben degustar este tipo de obras. Las historias más o menos truculentas de sus escritores delincuentes vienen presentadas por una introducción que, sin ser sesudísima (tampoco lo ha perseguido), invitan al lector a una reflexión antes de meterle el colmillo a estas vidas excesivas: ¿por qué nos atrae el mal? La pregunta acerca de la gran fascinación que ejerce el mal en nosotros (porque el malditismo es un puerto más al que llegar en nuestras existencias fotosintéticas) lleva a Ovejero a esgrimir ciertos argumentos que el libro intentará fundamentar: muchos (no todos) de los componentes de esta buena cuerda de presos escritores tienen en común la representación-"ambiguación"-tergiversación del acto violento que pasa a convertirse en materia bio-literaria directa o indirectamente, una forma de fuga que parece que deja planteado un lema seguido por casi todos: “escribir para escapar”. Escapar del pasado, de la sospecha, del delito, de la culpa, del recuerdo. El libro se disfruta más cuando se pasa a los casos puntuales y el autor nos despliega datos que o desconocíamos o teníamos remotamente brumosos en algún lugar de nuestra memoria. Vemos a François Villon desenvolverse en el mundo brutal de la Edad Media, asesino, exiliado y desaparecido sin dejar rastro; a la adolescente de 15 abriles Anne Perry (Juliet Hulme por aquel entonces) que junto a su amiguísima Pauline Parker (16 años) matan a la madre de ésta y pasan un lustro en la cárcel; a William Burroughs gritando “va siendo hora para nuestro número de Guillermo Tell” y luego descerrajarle un tiro a su mujer en plena cara cuando sostenía sobre la cabeza una copa; o a Chester Himes, robando, asaltando, encarcelado por asumir un delito que no le pertenecía por efecto del jarabe de palo policial y aficionándose a la literatura en el talego.

Famosos escritores y otros menos afamados van desfilando con sus causas y azares ante nuestros ojos curiosos. Claro está que hay mucho de lugar común en todo este intento de resolver el enigma, tal como anuncia uno de los epígrafes que coloca Ovejero en su libro. ¿Qué parte ocupa la realidad y la ficción en las obras literarias de estos autores? ¿Hasta qué punto se ha destilado la verdad para ofrecerla como un vino dulce cuando realmente deberíamos de ver la zupia bailando en el fondo de la copa? Eso habrán de concluirlo los estudiosos del asunto. A nosotros, como lectores, si la obra luce, nos habría de importar un bledo. O no, pues estas mismas vidas son ya pura literatura por sus detalles escabrosamente humanos y porque forman parte de su historia. Carlos Montenegro, gallego en Cuba, mató a un marinero y pasó una temporadita entre rejas. Allí, además de leer, tuvo la fortuna de conocer y ser aceptado en su tertulia de presidio por José Z. Tallet, que pertenecería, junto a Alejo Carpentier, al Grupo Minorista. Parece difícil juzgar en puridad a estos hombres y mujeres. Evidentemente, sospecho que muchos abanderados de la Escuela del Resentimiento (tal como llamó Harold Bloom en su Canon occidental a los componentes de aquellos departamentos universitarios que prestigiaban una obra a partir de la raza, la religión o el sexo de su autor-autora) habrán expulsado de sus programas a algunos de estos plumíferos. En cualquier caso, todos ellos muestran dos vertientes extremadas de la condición humana: el bien (grandes artistas) y el mal (grandes delincuentes). Jekylls y Hydes regalando al mundo lo mejor de ellos que no habrían logrado hacerlo (tal vez) sin haber pasado por ciertos momentos vitales. Quede claro que no defendemos aquí el asesinato, el robo y otros delitos como fuente principal para escribir gran literatura, pero algo le debemos a estos malhadados encontronazos con la vida de estos humanos

Cierta vez le propusieron en Francia al escritor de novela negra Chester Himes que confeccionara historias de detectives. Ante la imposibilidad confesa de éste para hacerlo, Marcel Duhamel, director de la serie Noire de Gallimard, se lo dejó bien clarito, construyendo, sin sospecharlo, la poética novelística de nuestro siglo, sin cabida para Gracqs, Manganellis ni otros estilistas narrativos: “Coja una idea. Empiece con acción, con alguien que haga algo; con un hombre que saca una mano y abra una puerta, la luz brilla en sus ojos, un cuerpo yace en el suelo. Se vuelve, mira hacia uno y otro lado del corredor… Siempre el detalle de la acción. Retrate. Haga como en el cine. Las escenas siempre son visuales. Nada de flujo de conciencia. Nos importa un bledo lo que piensen quienesquiera que sean. Sólo nos importa lo que hagan. Que siempre estén haciendo cosas. De una escena a otra. No se preocupe si carece de sentido. Eso es para el final. Escríbame doscientas veinte páginas a máquina”. Es más que probable que el bueno de Chester habría escrito novelas de cartón piedra si no hubiera pasado Une saison en enfer. Bien por Ovejero.


La ética de la crueldad

José Ovejero

Anagrama, 2012

ISBN: 978-84-339-6341-3

197 páginas

16,90 €

Premio Anagrama de Ensayo 2012



Sara Mesa

¿Un libro sobre la crueldad en la literatura? ¿Sobre una crueldad ética, es decir, revulsiva? ¿Un ensayo que habla de algunos de los libros que me apasionan, de grandes como Canetti, Elfried Jelinek o Cormac McCarhy? Estaba claro que tenía que leerlo. Se trata de La ética de la crueldad, el último premio Anagrama de Ensayo, un ensayo de José Ovejero tan estimulante como inquietante (o quizá, precisamente, estimulante por inquietante).

El libro se divide en dos partes: en la primera se realiza un panorama general sobre la crueldad y su aparición en las artes -no solamente en la literatura-, así como sobre las diferentes posibilidades de su recreación estética; en la segunda se analizan siete libros “crueles”, a saber, El astillero de Onetti, Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, Auto de fe de Canetti, Historia del ojo de Georges Bataille, Deseo y La pianista de Jelinek, y, como representación española, Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos. Las dos partes están equilibradas y forman un todo coherente; las ideas se anudan entre ellas y se ejemplifican con claridad.

El mayor valor del libro, además de la sencillez y elegancia de la exposición, radica a mi modo de ver en la diferencia que Ovejero establece entre la representación de una crueldad complaciente con el poder frente a una crueldad crítica, que derriba las certidumbres del lector. En el primer caso se trata de una crueldad moralizante, legitimadora, en la que pueden inscribirse desde productos de consumo ('thrillers' con alto contenido de violencia o sexo, por ejemplo), a relatos épicos, pasando también por los supuestos libros comprometidos, que tranquilizan la conciencia del lector ubicando el mal siempre como patrimonio de “los otros”. Por el contrario, la crueldad ética es aquella que funciona como un instrumento para ahondar en las sombras, la que toma forma de espejo y apela directamente al lector, o, en definición del propio Ovejero “aquella que en lugar de adaptarse a las expectativas del lector las desengaña”. Esta distinción se explica con numerosos ejemplos tomados del cine y la literatura, también de su propia novela Un mal año para Miki. Quizá uno de los mejores momentos del libro es la comparación entre los cuentos populares La niña que pisoteó el pan de Andersen y Hansel y Gretel de los Grimm, ejemplos respectivos de una crueldad puramente pedagógica, que busca la consolidación de la ideología dominante, y de una crueldad mucho más desasosegante, en la que las certezas se tambalean. Por tanto, la diferencia entre ambos tipos de representaciones puede rastrearse en el origen de las construcciones narrativas de todos los tiempos.

El libro se convierte de este modo en una especie de guía de lectura para nuevos libros “crueles”. Basándonos en sus claves podremos comprender por qué nos inquietan tanto los libros de Coetzee (pienso ahora en Esperando a los bárbaros o en La edad de hierro) o de Rafael Pinedo (la trilogía formada por Plop, Frío y Subte), y es porque en ellos la recreación de la crueldad tiene un efecto directo sobre nuestra propia percepción del mundo, nos implica, no nos deja un resquicio para el consuelo. Hay, en efecto, representaciones de la crueldad mucho más sangrientas, más implacables, pero que sin embargo inquietan menos: sucede así cuando intervienen ingredientes tan universales como el morbo o la tranquilidad (“eso siempre le pasa a otros”, “lo hacen otros”): el producto puede degustarse desde el otro lado de la barrera -contemplación sin salpicaduras-, sin que ni siquiera llegue a rozar nuestras conciencias.

La crueldad ética es molesta, no nos resulta fácil de asumir. Muchos lectores se quejan de que los personajes de este tipo de libros no generan simpatía, o de que muchas cuestiones planteadas quedan sin explicar (en especial las referidas a la responsabilidad o la culpa). Ahí radica justamente la cuestión; Ovejero lo señala: “la indiferencia es también una forma de emoción”. Por eso el silencio juega, más que nunca, un papel determinante en la construcción de este tipo de obras. La violación de Temple Drake se hace a puerta cerrada, el lector no la ve, pero se hace más dolorosa que cualquier relato realista de una violación en un 'best-seller' de aeropuerto. “Las representaciones crueles no hacen por sí mismas que un libro sea cruel”, afirma el autor. En efecto, la diferencia está entre provocar una reacción incómoda en el lector o simplemente en satisfacer sus deseos de espectáculo.

La crueldad, no confundamos, no exige necesariamente la aparición de la violencia física. Lo cruel es una categoría relacionada en cierto grado con la violencia, pero sobre todo con el exceso: lo excesivo, lo exagerado, se convierte en una metodología para la desmitificación. Esto aparece muy bien explicado en los análisis de los libros “crueles”, sobre todo en el caso de El astillero, donde la crueldad se manifiesta no en escenas de torturas o sufrimientos físicos, sino en la absoluta desidia de unos personajes abocados al fracaso, desesperanzados y sórdidos. En general, los comentarios a la selección de libros son de una gran amenidad y rigor; yo destacaría especialmente el de Meridiano de sangre, obra anti épica que pone ante nuestros ojos, sin compasión alguna, el reverso de la iconografía heroica americana a través de un nutrido catálogo de aberraciones.

También es de agradecer la inclusión de una mujer en el análisis de las obras, en este caso Elfried Jelinek, pero no por cuestión de cuotas, sino porque las escritoras “crueles” son quizá peores entendidas que los hombres debido a la extensión popular de no sé qué ideas referidas a las características de una supuesta literatura femenina. Jelinek ha sido catalogada como una escritora enferma, repulsiva, rara (uno de los miembros del comité del Nobel dimitió tras la concesión de su premio); en su análisis Ovejero nos muestra que su obra es de una coherencia innegable y que si sus personajes nos revuelven el estómago es precisamente porque nos resultan demasiado cercanos. Me permito añadir otras escritoras que han sido criticadas o no entendidas del todo por sus “excesivas” representaciones de la crueldad: me refiero a Agota Kristof y, sobre todo, a Herta Müller. No aparecen en este libro, pero leerlas después de este ensayo será, seguro, más enriquecedor. Esta es, sin duda, la mayor virtud de La ética de la crueldad: que ofrece pautas, ideas y conceptos para desarrollar futuras claves de lectura. Eso sí, solo serán válidas para los lectores que no temen mirar al otro lado del espejo: puro desasosiego ante libros incómodos pero imprescindibles.

28 junio 2012

'Take Me Home, Country Roads'

Trilobites

Breece D'J Pancake

Alpha Decay, 2012. Colección "Héroes modernos"

ISBN: 978-84-92837-37-3

232 páginas

21 €

Traducción de Albert Fuentes

Presentación de John Casey




Fran G. Matute

Titulo esta reseña como una vieja y almibarada tonada 'country' del denostado John Denver por dos motivos. El primero, porque evoca un viaje por los alrededores de West Virginia que es donde transcurren la mayoría de los relatos incluidos en esta colección titulada Trilobites (1983) -que no es otra cosa que el 'corpus' literario oficial de ese autor de culto que atiende al extraño nombre de Breece D'J Pancake-. Y el segundo motivo se debe a una anécdota sobre la autenticidad en el arte que me ha venido a la mente y que está inspirada, precisamente, por John Denver.

Corría el año 1975 y se otorgaban los premios anuales de la Country Music Association (CMA). En el escenario, un imponente Charlie Rich (para el que os escribe, uno de los más grandes músicos de todos los tiempos y si no me creen lean el Feel Like Going Home de Peter Guralnick) abría el sobre que contenía el ganador al mejor artista del año. Dentro, el nombre del ya citado John Denver. La reacción: Charlie Rich le prende fuego a la tarjeta. ¿Cuál fue el origen de la controversia? ¿Había algún mal rollo personal entre Rich y Denver? ¿Le puso los cuernos con su mujer? No que se sepa. La polémica trae causa de una cuestión muy simple. John Denver no se podía considerar un artista 'country' de verdad. No era digno de formar parte de la CMA. Simplemente, no era auténtico, pero la industria lo premiaba porque había vendido miles de discos. Y eso para un oriundo de Arkansas que había desarrollado toda su carrera en Memphis y Nashville, como era Charlie Rich, era intolerable.

¿Por qué traemos a colación esta anécdota? Pues porque la lectura de Trilobites nos ha ido remitiendo, inexorablemente, a este tipo de autenticidad que surge de la cerrazón y la falta de miras, de la inopia y la autarquía que puebla muchas regiones de la América profunda. De hecho, el propio Breece D'J Pancake fue el primero en ondear la bandera del "paletismo", rehuyendo de cualquier intelectualidad que pueda desprenderse de sus escritos. ¿Es por ello un texto más auténtico? ¿Más válido? Digamos que la cotidianidad, la mirada limpia y natural, la prosa fluida y directa hacen mucho por dar valor a un relato. ¿Nos lo creemos más? ¿Son mejores las historias construidas sobre hechos reales que las nacidas de la pura ficción? No creemos que sea así. Pero cuando nos topamos con una obra literaria tan sencilla y tan potente como la de Breece D'J Pancake, uno no puede dejar de preguntarse para qué narices sirve la creación literaria.

Lo cierto es que desconocemos si los relatos que conforman este Trilobites están basados en sucesos más o menos reales -aunque mucho nos tememos que así son-, pero lo que sí podemos afirmar es que están escritos a través de una mirada pura, sin excesos de ironía, sin verse afectada por factores externos. Es esa labor de observador, de escudriñador del día a día, de defensor de la inmutabilidad, de reconocedor de los valores y las miserias que asolan una población abocada a la rutina la que, a nuestro juicio, debe premiarse literariamente. Los sujetos que dibuja Pancake en estos relatos podrían ser todos componentes del mismo clan familiar. Tienen vidas similares. Realizan acciones paralelas. Su credo es la caza menor, la camioneta estacionada desde hace meses dentro de la cual montan nidos las serpientes, esas que cuando mueren espachurradas en las carreteras secundarias cambian de color con el sol...

Los personajes de Pancake son apenas conscientes de que viven en una tierra que en su pasado tuvo su historia. Buscan trilobites por las laderas, pero no se dan cuenta que ellos mismos tienen casi la misma entidad que dichos fósiles prehistóricos. De hecho, pronto serán ellos mismos los que queden enterrados en esas laderas en las que el tiempo parece haberse detenido. Y sus habitantes son incapaces de salir de esa espiral de inactividad. Es más, muchos de los relatos de Pancake están construidos sobre un evento ligeramente distinto al día a día si bien nunca se entra en los detalles de dicha alteración de lo cotidiano. Pero el verdadero valor de la visión que Breece D'J Pancake ofrece de su particular "ruralismo ilustrado", insistimos, es la autenticidad. Un autor que defendió sus orígenes provincianos a capa y espada, que renegó del cosmopolitismo y que dejó su visión del mundo en unos cuantos textos de altísima calidad narrativa. Sin contemplaciones, sin sentimentalismos, sin florituras, sin pasiones, sin sarcasmos. Cuando alguien se despoja de todo lo superfluo que tiene el ser humano y lo expone de forma tan brillante en un papel, hay que quitarse el sombrero y aplaudir su osadía como la de un auténtico filósofo que tras conocer la realidad que nos rodea decidió quitarse la vida en 1979 sin haber visto consolidado su éxito literario. A eso lo llamo yo saber entender la vida.

27 junio 2012

Kamikazes enamorados


La felicidad conyugal

Lev Tolstói

Acantilado, 2012

ISBN: 978-84-15277-50-7

176 páginas

11

Traducción de Selma Ancira




José M. López

En alguna que otra ocasión he comentado por aquí ciertos libros de enrevesadas tramas que me han resultado solemnemente aburridos, debido a la forma pobre y simplona en que estas se contaban. Hoy os ofrezco lo contrario, una historia sencilla y conocida por todos, nada nuevo bajo el sol, pero contada con una sensibilidad e inteligencia abrumadoras, que provocan que las páginas del libro vuelen con rapidez hasta el final del mismo. Claro, diréis, vas a comentar un libro de Tolstói, nada menos. Pues sí, amigo, efectivamente, así es difícil fallar.

El mastodóntico autor ruso escribió La felicidad conyugal en 1858, y la publicó en el 59, posiblemente algunos años antes que sus dos obras magnas: Guerra y Paz y Ana Karénina. Como ya he dicho, la trama es sencilla: se nos relata la historia de amor de María Alexandrovna, una joven de dieciséis años que se enamora de su tutor, doce años mayor. La novela es una radiografía de la evolución del sentimiento amoroso en estos dos personajes, desde los tímidos escarceos de los inicios, pasando por la pasión de los primeros años de casados,  y llegando incluso a la temida estabilidad del amor tranquilo, sereno, que puede abocar en el tedio más anodino. De aquí a la amargura y a la infidelidad tan solo media un paso. Este repentino pozo, este bache en la armónica vida marital de la pareja sale a la luz, en parte, debido a su traslado del campo a la ciudad. El matrimonio se ve obligado a dejar su vida rural y comienza a pasar largos periodos en San Petersburgo. Este cambio supone un despertar de la joven María a la frívola vida social, repleta de banquetes, fiestas, falsos aduladores y galantes al acecho de una cita furtiva. El marido, ya en el otoño de su vida -un trasunto del propio Tolstoi-, mira apenado cómo su inocente esposa se deja engatusar por estos frágiles placeres y, 'beatus ille', ansía recuperar su antigua vida de paz en la aldea. Sin embargo, como eterno tutor de la joven a la que ama, no quiere obligarla a dejar la ciudad, y prefiere que sea ella la que, por voluntad propia, se quite la venda y descubra el fariseísmo e hipocresía que habitan en su actual modo de vida. Pero dicho examen hacia la madurez emocional no va a ser una prueba fácil, y pasará factura tanto a María como a su marido. Los elegantes acordes de las fiestas más suntuosas no podrán acallar las ráfagas de celos, las batallas estratégicas de los enamorados que sufren, y que miden sus pasos con cuidado para no salir heridos, o, al menos, no tanto como su adversario. La  vida embustera de la ciudad permite que la inocente esposa pase con facilidad extrema del amor al odio, que el rostro del ser amado se convierta en un horrendo y repugnante retrato, y que, por extraño que parezca,  llegue a sentir una absoluta indiferencia hacia la persona a la que antes se sentía tan unida. Tanto es así, que el marido termina transformándose en un total desconocido, alguien completamente ajeno a ella. La novela termina siendo un canto al “amor verdadero”, entendido este como aquel que se desarrolla dentro del matrimonio, y donde más que el frenesí y el arrebato pasional, los pilares que lo sustentan son la honestidad y la profunda comprensión de la pareja. El amor verdadero, por tanto, no tiene más remedio que culminar en la procreación, y la visión de tu pareja no ya como tu amante, sino como el padre de tus hijos. En definitiva, el deseo de trascendencia, de evitar la extinción del “yo”  a través de su proyección en los otros, en la prole.

Independientemente de que se esté de acuerdo o no con esta interpretación del amor muy ligada a la particular visión del cristianismo de Tolstói, esta pequeña novela se degusta con enorme placer, dado que, por encima de la tesis final que trasciende, las reflexiones del autor sobre las relaciones humanas, la amistad, el amor o el paso del tiempo son siempre inteligentes, y expuestas con una prosa elegante y sencilla, que penetra, reflexiva, en lo más profundo del alma humana. Sin haber leído el original en ruso, parece que el Premio Nacional de traducción otorgado a Selma Encira es bastante merecido.

Tolstói es un verdadero maestro en mostrar su lúcida visión del mundo a través de los ojos femeninos, y aquí se vale de la mirada y de la voz de María Alexandrovna para mostrar las complejas relaciones entre dos especies tan distintas como son el hombre y la mujer. Mientras leía la novela no dejaba de merodear por mi cabeza una canción de Quique González que también versa sobre ese pálpito insano que surge entre los amantes, predestinados a no comprenderse,  y la vez condenados a amarse por voluntad propia en un impulso irrefrenable, suicida casi. Citando al maestro Quique, como “kamikazes enamorados.”

26 junio 2012

Un disparo hacia el blanco

El Pájaro Speed y su banda de corazones maleantes

Rafael Chaparro Madiedo

Tropo, 2012. Colección "Voces"

ISBN: 978-84-96911-52-9

229 páginas

18 €




Sara Mesa

Conocí la historia de Rafael Chaparro cuando leí Opio en las nubes, su primera novela, que le había valido el Premio Nacional de Literatura en Colombia en 1992. Chaparro había muerto a los 32 años de lupus, y esa fue su única obra publicada en vida, una novela de culto para toda una generación de allá -con el ingrediente añadido del escritor desaparecido prematuramente-, escrita con un estilo rabioso, excesivo, potente, que exploraba el submundo de la droga, la vida en las calles y el 'underground'. Lo que no supe hasta hace poco es que Chaparro había dejado otra novela inédita, esta que hoy nos ocupa, según se cuenta en dos versiones distintas y en dos cajones distintos, y que ahora la editorial Tropo -valedora del autor aquí en España- ha tenido el acierto de publicar por primera vez.

Con esto de las novelas póstumas hay que tener mucho cuidado. Muchas veces se publican materiales que estaban muy lejos de ser definitivos; el marketing se encarga de venderlos como la culminación de la trayectoria del autor, cuando no suelen ser más que esbozos todavía titubeantes, o simples borradores. Pero no es este el caso. Muy al revés, lo primero que me ha sorprendido de El Pájaro Speed y su banda de corazones maleantes es su madurez, la sensación de estar ante una novela completamente cerrada y estructurada. Además, se advierte un avance respecto a Opio en las nubes, un mayor control en el manejo de los recursos y una profundización -y no solo continuidad- en los temas que trata. Porque si en mi opinión el mérito de Opio en las nubes residía más en lo que apuntaba que en lo que ofrecía, en El Pájaro Speed encontramos esas expectativas cumplidas, y uno no puede más que preguntarse qué más hubiera venido después de este escritor, de haber sido posible.

En el título de esta novela vuelve a estar presente la droga, pero hay más acepciones en el término 'speed' que enriquecen la semántica de partida: 'speed' como velocidad, y también como subgénero musical basado en la rapidez rítmica de las canciones. Esta sensación de euforia y excitación, casi alucinatoria, recorre la novela al completo, en un constante ejercicio de estilo, acumulativo y retorcido, en ocasiones más cercano a la lírica que a la novelística.

Al igual que en su novela anterior, el elemento narrativo está muy adelgazado y ganan peso los monólogos reflexivos, las divagaciones nostálgicas, soñadoras o desesperadas de personajes al borde del abismo: la turbadora Adriana Margarita, el pobre Pájaro Speed y su padre Skin, la estrafalaria Crazy Mamma con su casa llena de perros, el Lince, y tantos otros. Son personajes abocados a la derrota y a la locura que subsisten en escenarios diversos, pero bien acotados en el ambiente urbano del lumpen: las calles, los parques, los antros nocturnos, la cárcel, los psiquiátricos.

Es el de Chaparro un mundo peculiar que se ofrece en un estilo peculiar, y que aunque en ocasiones puede hacerse reiterativo -eso sí, más recortado que el de Opio en las nubes-, resulta siempre muy personal. Los lectores de Chaparro reconocen cada línea de su lenguaje coloquial, con la abundancia de enumeraciones, diminutivos, anglicismos, onomatopeyas, ausencia de puntuación, repetición obsesiva de palabras, alternancia de frases cortas y largas. También la plasticidad de la prosa -olores, colores, ritmos musicales-, y los juegos con el lenguaje, por ejemplo cuando relata la biografía del Pájaro Speed en una sucesión de capítulos cuyas palabras siguen el orden alfabético, o en las disposiciones especiales de la tipografía en ciertas páginas.

Hay música y drogas, violencia y desolación; hay amor y ternura, realismo y fantasía, pero sobre todo hay riesgo. Sin duda, Rafael Chaparro arriesgó como escritor. Sus novelas no serán del gusto de todos -desde luego no de aquellos que demandan historia o construcción canónica de personajes-, pero está claro que responden a unas inquietudes sinceras, a esas demandas internas de una visión propia del mundo y a sus particulares obsesiones. En El Pájaro Speed y su banda de corazones maleantes se ahonda en la tristeza, posiblemente porque durante su escritura ya conocía Chaparro la gravedad de su enfermedad, y quizá, no lo sé, la posibilidad de su fin. La rabia con que se escribió aparece reflejada en los propios finales -violentos y sórdidos- de unos personajes que malviven proscritos desde el principio, y la desesperanza es constante, como constantes son las oraciones que se vierten a un Dios que no nos escucha ni nos consuela ante el desarraigo: “… Padre Nuestro extiende tus manos y danos un poco de café un poco de whisky Padre exhala tu aliento sobre nuestras manos congeladas Padre Nuestro tú no sabes cómo nos hace falta que alguien venga y nos ponga música mientras nos dormimos Padre Nuestro que estás en los árboles Padre Nuestro que estás en los silencios prepara con tus manos tus días menos duros días menos solos días menos yo no sé Padre Nuestro inyéctanos de vez en cuando una inyección de morfina en las venas para no sentir ese dolor de no ser ni de aquí ni de allá ni de la lluvia ni del sol”.

En la contracubierta del libro se destaca con acierto una frase, demoledora: “La vida es un disparo que no da nunca en el blanco”. Puede ser. La vida. Pero la literatura es otra cosa. Sospechosamente parecida, entremezclada, pero definitivamente otra cosa. No sé si en este caso se ha hecho diana. El libro, digo. Porque está claro que al menos aquí hubo disparo y, por tanto, se respira literatura. Pero también vida, y eso, quizá, distorsiona la trayectoria de la bala, aunque la enriquece, también, de otro modo.

25 junio 2012

El prodigioso arte de hacer oír, sentir y ver

Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos

F. Scott Fitzgerald

Zut ediciones, 2011

ISBN: 978-84-615-4993-1

314 páginas

18 €

Edición y traducción de Yolanda Morató



Manolo Haro

Los hombres mueren; los mitos sobreviven hasta que un cambio de ciclo los convierte en una sombra desvaída de la carne que habitaron. Los hombres escriben sus biografías; los mitos las dejan esbozadas en el aire. Francis Scott Fitzgerald fue un mito que dejó un rastro indeleble –con su estilo de vida y su obra– en todos aquellos que lo admiraron en la década a la que él mismo colocó un neón con el letrero de la “Era del Jazz”; todos aquellos  que husmearon en el aire la suavidad de la noche que él supo materializar en palabras hicieron que sobreviviera Fitzgerald hasta que ellos mismos se convirtieron en polvo. A continuación, la faz de la Tierra cambiaría para siempre tras la década de los veinte. Un ciclo se cambió por otro –cuyas ramificaciones de este último llegan hoy mismo hasta la Plaza Sintagma–. El crítico Edmund Wilson –amigo intimísimo del propio autor hasta el punto de que éste llamaba en sus cartas “conejito” a aquél– acomodó sobre su memoria el doble mito de Atis-Adonis para referirse al novelista: joven cuando le sobreviene la muerte, al que lloran ritualmente las mujeres y que luego resucita –sus libros fueron reeditados y leídos con más rigor que cuando estaba vivo– para sumergirse sin quererlo en el mar de lo legendario.

Pero Scott Fitzgerald, como bien se sabe, estuvo vivo, realmente vivo. Tan vivo que el frenesí de sus días le dieron para viajar, dilapidar dineros, beber, observar los matices malvas de la existencia y luego escribirlos. Podemos suponer cómo fue a partir de sus ficciones; soñamos que lo conocimos personalmente a través de sus ensayos. Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos es un libro gozoso por eso mismo. Confesiones, opiniones, reflexiones de un mundo que se fue, pero que él colocó al lado de la varita de sándalo para que también entrara en la cosmogonía del interbellum junto a su figura. La editorial Zut, bajo la edición y cuidada traducción de Yolanda Morató, viene así a cubrir un hueco de casi 30 años sin saber nada de estos escritos en nuestro idioma, que a su vez han coincidido en las mesas de novedades con una recopilación de cartas, artículos –algunos presentes en el libro de Zut–, apuntes y otras raras hierbas a cargo de Edmund Wilson y recuperada tal como la presentó el crítico norteamericano en 1945 bajo el nombre de El Crack-up por Capitán Swing.

¿Se puede dar la medida de un hombre a partir de los 18 textos antologados aquí? Lo desconozco, pero uno tiene la impresión de asistir a la apertura de una caja de metal y que, junto a las fotografías decoloras y comidas por la polilla, hay un rollo de película que se ha salvado. Una vez colocado en el proyector, ofrece vivas imágenes en movimiento de un hombre que recuerda y reflexiona en pasado, en acto y en potencia. Scott Fitzgerald escribió en 1920 –cuando aún no era él mismo o no se había descubierto como tal para el mundo– que la historia de su vida suponía una lucha entre una imperiosa necesidad de escribir y una combinación de circunstancias que se aliaban para impedírselo. A los 25 años, según un periodista local, tenía ya la idea programática de suicidarse a los 30 por miedo a la mediana edad. El caso es que por aquellos días ya se mostraba capaz de producir adagios que cabalgaban a lomos de la 'boutade' y del ingenio de alguien que no creía en la vejez y que conocía el secreto de las profundidades: “Nunca se coloque fundas de oro en los dientes”. Parecía como si la treintena fuera el final de una etapa gloriosa: “Poco después de los treinta, tanto el marido como la mujer saben en lo más profundo que el juego ha terminado. Sin unos cuantos cócteles las relaciones sociales se convierten en un suplicio”. El caso es que entre alguna que otra gracieta se escapa la lucidez de un talento que está creciendo y de un hombre que capta el lirismo de la existencia.

El Fitzgerald que será padre de Scottie, que sabe que el mundo de sus hijos “no será un mundo tan alegre como el mundo en que yo nací”, coloca cinco principios esenciales para su vástago: la ciudadanía del mundo, un conocimiento del cuerpo en el que vivirá, el odio hacia lo impostado, la sospecha ante la autoridad y un corazón solitario. Él fue un hombre que cumplió con todos ellos radicalmente. Los cinco resumen su postura hacia la vida. A pesar de sus amigos y de su mujer Zelda, fue un hombre al que la soledad y la quiebra (El Crack-up) paulatina lo llevó al desengaño, al cansancio y a la muerte prematura, alcoholizado y con el corazón enfermo. Antes de todo ello dio a la imprenta lo que para mí son los mejores textos del libro: “Las chicas creen en las chicas”, “Mi ciudad perdida” y “Ecos de la Era del Jazz”, donde su madurez e incisiva ironía se hace más evidente.

En el primero de ellos habla de la generación de las 'flappers' (mujeres surgidas en los años veinte en EE.UU. que usaban minifaldas, lucían un innovador corte de pelo y solían beber, conducir y fumar), haciendo un análisis certerísimo –quiere “analizar los cambios del corazón”– de cómo se está dando una revolución ideológica en las féminas norteamericanas del momento que ya no creen ni en príncipes ni en héroes. Afirma Fitzgerald que "los hombres, al quedar reducidos por el gran matriarcado nacional a animales para hacer el amor, ya no necesitan que se les consideren sus funciones retributivas, sacerdotales o dominantes, bajo las que pedían cuentas o emitían juicios, porque entonces no hacen sino «comportarse como estúpidos»". En “Ecos de la Era del Jazz” abundará sobre el asunto, colocando a las 'flappers' como la generación que corrompió a sus mayores, a cuyos hábitos se entregaron éstas por la presencia del "juvenilismo" arrollador que dictaba otros modos de dirigirse en público y en privado. El lector disfrutará aquí del manejo veloz y agudo del estilete, que en unos pocos apuntes disecciona el final de la década. 1926: “la preocupación universal por el sexo se había convertido en un fastidio”; 1927: “ […] y la Era del Jazz continuaba; todavía nos quedaba tiempo para tomarnos otra; 1928 y 29: “los nuevos ricos tenían el valor humano de un pequinés, un molusco, un cretino, una cabra […]. Alguien metió la pata y la orgía más cara de la historia tocó a su fin”. No me negarán que no les suena de algo esta crónica dentro del acelerador de partículas. Pienso que uno de los grandes valores del libro –además de su indudable interés biográfico y literario– reside en presentarse inconscientemente como el azogue donde se refleja nuestra más trágica actualidad.

Por último, he de decir que el título que da nombre al libro y que corresponde a uno de los artículos citados arriba supone una crónica del Nueva York de los 20 sumida en la extrañeza de un recuerdo de juventud, en el cual la ciudad rememorada representa la felicidad que se esfumará con la década. He aquí donde nos topamos con uno de los momentos más bellos del volumen: por el rutilante camino de la vida todos perdemos algo. El problema surge cuando lo que realmente hemos amado está escondido y codificado en los edificios de un espacio que nuestro corazón mitifica; entre otras cosas, porque la ciudad revisitada ya nunca será la misma. “Y finalmente, –dice Scott Fitzgerald– de ese período recuerdo haber ido en taxi entre edificios muy altos bajo un cielo malva y sonrosado; me dio una llantina porque tenía todo lo que quería y sabía que jamás volvería a ser tan feliz”. No dejen de leerlo.

22 junio 2012

Fracturada realidad



Nadar en agua helada

Recaredo Veredas

Bartleby Editores, 2012

ISBN: 978-84-92799-49-7

55 páginas

10 €




Coradino Vega

Puede que, en arte, no haya nada tan perezoso y empobrecedor como limitar el entendimiento al realismo. Disfrutar de un cuadro de De Kooning, o de una pieza de Messiaen, requiere un grado de comprensión que quizás tenga más que ver con una atención flexible que con un complicado esfuerzo de la inteligencia. Hay obras que nos piden que apartemos por un momento la interpretación racional, que nos salgamos de nuestros cómodos prejuicios estéticos, que nos adentremos en ellas con fervor y espíritu aventurero. “¿Significar? ¿Nosotros significamos?”, se preguntaba un personaje de Samuel Beckett. Si sólo se escribiera sobre lo que ya se ha comprendido, el campo de la comprensión jamás se extendería. Que muchas manifestaciones posvanguardistas hayan levantado los dos pies de la tierra y convertido la experimentación en puro fraude, no sirve de coartada para aquellos que se atrincheran en el sentido cerrado que ofrece las significaciones convencionales con pretensiones de univocidad. Y la poesía, como la pintura o la música, nos ayuda especialmente a adentrarnos en esas regiones desconocidas ofreciéndonos otra forma de conocimiento, un cuestionamiento de la inconsistencia de lo real, un viaje al corazón de lo incógnito que no todo el mundo está dispuesto a emprender, por más que esté ahí, al alcance de todos.

Nadar en agua helada, primer poemario del escritor y crítico Recaredo Veredas (Madrid, 1970), se mueve en ese extrañamiento, en ese terreno limítrofe. Pero lejos de ensimismarse en un hermetismo imponderable o en cualquier otro modo de exhibición, se abre haciendo comparecer los elementos del mundo en medio de una conciencia fracturada, a la intemperie (“EN una casa sin techo, sometida por la lluvia, divido la luz, el pan y el silencio”), que no tiene más remedio que expresarse de una manera fragmentaria, desfocalizada, porque resulta imposible separar la forma de este formidable conjunto de poemas en prosa de lo que quiere decir. Aun obteniendo un librito de una elegante, sutil, honda, enigmática y lírica modernidad, da la sensación de que Recaredo Veredas no ha tratado de seguir ninguna tendencia o moda, ni de llamar la atención sobre sí. Su estilo combina la pulcritud y la precisión con una audacia metafórica que aunque recuerde en algo al surrealismo plagado de simbología del Lorca de Poeta en Nueva York, y más parcialmente a Claudio Rodríguez cuando contrapone el campo a la fría ciudad, parece beber en su dominio de la elipsis, el punto de vista y el lenguaje de una tradición muy poco española: el T.S. Eliot de La tierra baldía, Wallace Stevens, Tranströmer o incluso Paul Celan. No hay hilo narrativo conductor, sino una recurrencia de fogonazos que percuten sobre unos mismos símbolos (la ciudad, los muros, el sueño, el frío) y unos mismos temas (la pérdida, la memoria, la incomunicable soledad o el descenso a los abismos de la conciencia). Y la sensación que tiene uno al leer estos breves poemas es la de un talento enorme pertinentemente controlado por la maestría técnica: obsérvense si no las discretas a la vez que arriesgadas mudas de narrador (ese "yo" que aparece y desaparece sigilosamente, los padres, el subconsciente que impregna todo de una atmósfera onírica) y narratario (la amada, el padre, el propio "yo"), que se suceden incluso dentro de una misma pieza. Así, desde la primera, ya podemos vislumbrar el hipnótico despliegue que nos espera:

"MIENTRAS los ojos descansan, escondidos bajo curvas de hueso, los sueños abren las compuertas y pasean libres por los corredores vacíos. Los primeros chillan, golpean las paredes con zapatos sucios, escribiendo en el despertar los indicios del miedo. Los últimos dejan marcas débiles, risas y amenazas que apenas vencen la condición de los muros. Si no regresaran, si permanecieran inmóviles mientras la mañana abre tus párpados, sabrías cuándo comenzó la fuga, bajo qué muro se esconde tu hijo, por qué, una mañana de noviembre, escapó entre la maleza."

Con ella entramos en una “realidad” en la que los sueños impugnan la filosofía cartesiana del sujeto, contradicen la Realidad, hacen que la existencia, como en el verso de Keats, “pese en los párpados”; en un mundo indigente, de espacios confinados (muros), yermos (cruces de carreteras) o deshumanizados (fábricas), en el que ya no hay ley ni significado ni Dios, en el que nadamos semialucinados, entre cascotes de hielo, en busca de lo que fue o podría ser: de un anhelo que redima la culpabilidad de haber nacido y sido arrojados a un presente sometido a inevitable deterioro y justifique de algún modo la resistencia. Porque no estamos ante una poesía que se refocile en la enajenante oscuridad o la pesadumbre (en el simple “pertenecemos al sufrimiento” del Bardamu de Céline, por ejemplo). Si la poesía de Recaredo Veredas da testimonio de la náusea convirtiéndola en frío, no es para quedarse ahí, sino para desde la fragilidad, la maltrecha conciencia o incluso la exaltada desesperación, tratar de trascenderla: “Pronto las mujeres arroparán mi cuerpo, recitaré poemas al atardecer y creeré en la palabra de los hombres”. Estamos por tanto ante un poemario sombrío, de una cortante melancolía, pero no nihilista, de ambiente que se torna fantasmagórico, distópico e incluso apocalíptico en el que, “aunque el vacío domine el horizonte”, quedan no obstante mapas, incluso una débil llama de reconciliación o esperanza:

"VISITA a los muertos más antiguos y queridos. Háblales con sosiego, sin desvelar los hechos. Tramita una despedida breve, aunque cordial, que permita la esperanza del regreso."

Hay algo hermoso en esa perseverancia abnegada, en ese resistir a pesar de todo, en ese canto a la supervivencia tras visitar los confines de la desolación. Tan hermoso como el lenguaje con el que se dice, ese lirismo libre y a la vez contenido que fractura la realidad, sondea el misterio y reflexiona desde los territorios más incómodos del "ser". El resultado es una obra de una calidad poética admirable, una propuesta tan sólida y original como iconoclasta al tiempo que clásica, un conjunto de imágenes abstractas que, si se leen con la misma atención con la que se contempla un cuadro de Lucio Muñoz o se escucha una pieza de Webern, dejan una similar emoción estética, la huella de su recóndita belleza.

21 junio 2012

La muerte y la corrección literaria

El hijo

Michel Rostain

La Esfera de los Libros, 2012

ISBN: 978-84-9970-019-9

147 páginas

17 €

Traducción de Lluís María Todó

Premio Goncourt a una primera novela 2011

Juan Carlos Sierra


Escribir sobre la muerte de un hijo debe ser una tarea muy difícil. Este es precisamente el reto -quizá incluso la terapia- que afronta el director de ópera francés metido a escritor novel Michel Rostain en El hijo, que ha sido galardonada con el Premio Goncourt de 2011 a una primera novela.

También es difícil acercarse a una obra de esta naturaleza, aunque infinitamente menos que escribirla. Hay en juego -intuyo- todo un complejo cosmos caótico de sentimientos en un ejercicio de escritura como este que merece todos los respetos y toda la compasión de quien se sumerge en su lectura y la observa de manera crítica. Por ello, intentaré en las líneas que escribiré a continuación apartarme cuanto me sea posible de la anécdota y de sus implicaciones emocionales y centrarme en lo estrictamente literario, a pesar de que ambas líneas se entrecruzan y se implementan necesariamente, como sucede con cualquier relato, sea este de la naturaleza que sea.

La obra está planteada no desde la primera persona de quien sufre la pérdida, es decir, del padre y autor del libro, sino desde la voz del hijo difunto que como espectador observa qué ha sido de la vida de sus progenitores desde el día de su muerte. Este recurso proporciona al relato un distanciamiento muy conveniente que lo aleja de los peligros de caer en lo melodramático, en la autocompasión, en el patetismo; incluso, en algunos momentos de la novela se cuela un necesario y oxigenante tono irónico que contribuye a relajar el nudo en la garganta de ciertos pasajes realmente duros. Apuntemos este hecho como uno de los aciertos de este recién llegado a la literatura que es Michel Rostain.

En cuanto al decurso de lo narrado, se trata fundamentalmente de una novela lineal que echa mano, cuando es necesario, de ciertos ‘flash-backs’ para situar y explicar lo que toca narrar de acuerdo con el plan de escritura cronológica ordenada que antes se ha mencionado. En una novela que trata de explicar los vaivenes emocionales de un suceso como el que se narra, la elección de este esquema cronológico tan básico quizá contribuya a que el lector centre más su atención en lo narrado y no se entretenga en la posible maestría del autor para poner en juego sus destrezas técnicas. No obstante, tampoco se descarta que otro tipo de encaje de los sucesos que pueblan la novela podría haber proporcionado a la obra una intensidad añadida, una efectividad literario-emocional más acentuada que la que contiene la anécdota por sí misma.

Los personajes, por otra parte, se definen y se dibujan, como ondas en un estanque, según la cercanía o lejanía con respecto al difunto. En este sentido, se puede afirmar que tanto el hijo muerto como el padre doliente, auténticos protagonistas de la novela, salen más o menos bien parados en cuanto a la descripción de los relieves y los pliegues de su personalidad, mientras que el resto, incluida la madre, queda más desdibujado, probablemente por su papel claramente secundario -como de muletas en las que se apoya el autor para sostener su propia experiencia transformada en materia narrativa-.

Hasta aquí se puede concluir que nos enfrentamos a una novela correcta, sin riesgos y que se sostiene fundamentalmente en la materia narrada más que en el cómo está trabajado el aparataje técnico que la estructura. Y entonces surge una duda: ¿era necesario novelar el dolor de la muerte de un hijo, un episodio autobiográfico tan tremendo? Y es más: ¿tantos méritos literarios contiene una novela como El hijo para ser merecedora de uno de los premios más importantes de la literatura europea? Para esta segunda pregunta, según lo que se ha expuesto anteriormente, creo que la respuesta es no; para la primera, tengo mis reservas.

20 junio 2012

Simpatía por el Diablo


Huella jonda del héroe

Montero Glez

Imagine Ediciones, 2012

ISBN: 978-84-96715-50-9

172 páginas

15 €

Premio Llanes de Viajes 2012




Fran G. Matute

Quiso el viento de levante traernos a la Andalucía a un navajero literario de los madriles. Un chulapo de lengua vivaz y poquísima vergüenza que atendía entonces al nombre de Roberto y que dio con sus huesos en Tarifa, donde se rumoreaba que vivía en un cuchitril dedicándose a escribir y a la vida contemplativa, si es que acaso no estemos hablando de lo mismo. Quiso la leyenda y el tiempo que Montero Glez -como así se dio a conocer al gran público la criatura- sentase bases en la provincia de Cádiz y desde allí se dedicara a construir su imaginario, su folclore cósmico, nacido del polen rubio, la tortillita de camarones y los vientos de cambio.

Resulta que cuando un forastero pretende adentrarse en tu identidad temes que no la comprenda o, peor aún, que la malinterprete. Andalucía quedó para los extranjeros como un circo de toros, flamenco y ferias atiborradas de faralaes y muchos visitaron estas tierras buscando precisamente eso. Tiene uno miedo entonces que el forastero, repetimos, vuelva a casa a contar lo que ha visto ya que, en la mayoría de las ocasiones, no es más que un cascarón no eclosionado. Muy pocos dedican el tiempo suficiente para poder interiorizar en puridad lo que una tierra tan fértil es capaz de proveer. 

Leyendas, mitologías y héroes. En lo poético, esto es lo que buscaba un joven Montero. Ser merecedor de historias para que su literatura actuara de catalizador. Pero hasta en lo prosaico se cumplen sus expectativas, pues los estereotipos están para revelarse ciertos y la Andalucía se le presenta a Montero como un lugar en el que poder vivir dignamente sin tener que trabajar demasiado. Estas palabras, que hicieron sangrar los oídos de los necios, todavía retumban en aquellos enemigos de la cultura que no perdonan que Montero Glez se haya empadronado en su querido Sur. Un agravio para muchos. Un insulto para los orgullosos y trabajadores andaluces. 

Pero Montero Glez ha rendido siempre pleitesía en su literatura a estas tierras y Huella jonda del héroe es, en nuestra opinión, el homenaje definitivo. Un cántico a esa Andalucía exultante de cultura. Una Andalucía de caminos y ventas, de maestros del folclore y de mujeres hermosas, de gastronomías mágicas y razas vetustas como el tiempo, de 'hippies' flamencos y dioses mitológicos. Montero posa su mirada de extramuros en este material, pero su corazón y sus tripas -con lo que escribe- están bien cerca de esa visión del mundo que la tierra otorga, entre sus heridas de sangre y barro, de miel y mar.

Como escritor maldito que es, Montero se alía con el Diablo para poner al servicio de la historia de la Andalucía su particular viaje por el Sur. Esa indómita geografía que no termina en Tarifa sino que se extiende en su esencia hasta Marruecos una vez atravesada esa cuchilla oxidada que es el estrecho. Y de Cádiz pasamos a San Fernando y de allí a la aldea de Sancti Petri, para luego bordear Tánger con destino Jerez de la Frontera. Y reanudar la marcha hacia el barrio de Triana en Sevilla sin olvidarse de Morón de la Frontera y Umbrete, desde donde los 'yankees' y los gitanos culminaron su alquimia musical. 

Montero persigue a Hércules por el Guadalquivir y a su paso va topándose con los orígenes del flamenco, un quejío arraigado a la sangre y a la tierra como lo es su propia literatura. Por las páginas de Huella jonda del héroe se dejan ver, cómo no, José Monge Cruz (al que ya dedicó monográfico en el majestuoso Pistola y cuchillo) y Manolo Caracol, Rancapino y Pericón de Cádiz, pero también Federico García Lorca y Manuel de Falla, Paul Bowles y Fernando VillalónCeesepe y García-Alix, Kiko Veneno y Raimundo Amador... No pretende Montero, para contar este su viaje, emular al maestro Quiñones, del que bebe profusamente, sino que toma prestado un tono narrativo ligeramente distinto al de su ficción y que lo empareja con su admirado Fernando Vallejo. 

Uno que tampoco es andaluz por carta de nacimiento se sigue sintiendo obligado a observar con ojos inocentes cuanto acontece por estas tierras. Y se sorprende al comprobar que el viaje de Montero transcurra por caminos paralelos al de este humilde cronista. Será por afinidad que he bebido las páginas de este ensayo personalísimo que no viene tanto a contar una lección de historia como a dejar plasmada una pasión y una justificación, que pasa por afirmar que Montero comprende a la perfección Andalucía. Y que Montero es por afinidad más andaluz que la gran mayoría de los que en estas tierras vivimos, siendo Huella jonda del héroe su tarjeta irrevocable de empadronamiento.

19 junio 2012

Autopsia privada


Ofelia y otras lunas

Javier Vela

Hiperión, 2012

ISBN: 978-84-9002-000-5

62 páginas

9 €

XIX Premio Ciudad de Córdoba "Ricardo Molina"



José Martínez Ros

Crecemos como esporas atomizadas por la costumbre, / pero no hay crecimiento sino retrocesión, / materia inerte y células simbólicas. /
Pero no hay crecimiento sino demacración, /luz sucia, leche amarga, mierda en los orinales.

Ofelia y otras lunas no es tanto el mejor libro hasta la fecha de Javier Vela, sino su mejor poema, lo que equivale a decir que es uno de los más hermosos de la reciente poesía en español: un largo poema, articulado en diversos fragmentos, pero cerrado en su dispersión como conjunto único y coherente. Todos sus recursos líricos, cada uno de esos versos, están empleados en la descripción de un sujeto el cual es complicado no identificar totalmente con su propio autor, que despliega en su escritura lo que podríamos llamar los demonios de su alma -ante todo un sentimiento de pérdida: pérdida amorosa, familiar, identitaria- y realiza una extraordinaria purga de su  memoria: una crítica y una mirada hacia los abismos que oculta la memoria si la contemplamos bajo la luz, a veces implacable, de la conciencia, poniendo de manifiesto la importancia del olvido en la reconstrucción psicológica y moral del individuo.

"Un niño me contempla desde el fondo / oscuro y frío del tiempo. / Sonríe, se persigna y estalla en mil palomas."

También es el poema de una ciudad, Madrid, en la que se mezclan las visiones decadentes, “sucias”, la urbe, con referencias clásicas -tal vez para aumentar su halo intemporal-, una combinación que nos recuerda al primer Eliot, el de Prufrock y algunos pasajes de The Waste Land, al Pound más fatalista y al Lorca de Poeta en Nueva York.

“Queda un olor a lámpara quemada, / un baile de azafatas. /
Vi retornar el día como esos libertinos que tu fulgor encubre y amamanta, / y vuelven al pasado como un chucho a sus vómitos.“
  
El poeta es, como quería Baudelaire, “un héroe para sí mismo”, anhelante de una plenitud vital que parece encontrar en el pasado, pero, como sucede en el caso de cualquiera de nosotros, sólo halla en pequeños destellos, en momentos -es inevitable- efímeros, pero también es capaz de adoptar otras máscaras: la de payaso, 'dandy', esteta o la de su propio verdugo. Se dirige a una figura femenina necesariamente fantasmal -puesto que no representa a una sola persona y puede ser la luna, la muerte o incluso la madre de una distante infancia-, la que ha dado el nombre de Ofelia, pero a la que hubiera podido llamar, con igual certeza, “otredad”, lo desconocido, el futuro. Vamos a remarcarlo, por si no os enterasteis: Ofelia y otras lunas es uno de los poemas más bellos de la reciente literatura española.

“Y ahora, ¿a dónde iremos?/ Como un temblor de sombra tus labios me consuelan, / en tanto que tu lengua, tierna como un exilio de panteras, / aguza mis sentidos, pero luego te alejas por la acera contraria / llevándote contigo la verdad de la tarde, / la verdad nebulosa de la calle sin ti.”

18 junio 2012

El héroe en dos tiempos

Alejandro Luque

La historia ya la conocen: Roberto Saviano, un joven y despabilado estudiante de filosofía napolitano, escribió una obra sobre la camorra de su pueblo cuyo parecido con la realidad era algo más que pura coincidencia. La primera vez que vino a España a presentarla -¡otra maldita novela sobre mafiosos!- apenas le hicieron caso en los medios; en la segunda, no dio abasto para tantas peticiones, compareció con escolta y hasta la jefa de prensa de Mondadori tuvo que llevar chaleco antibalas.

Lo que sucedió entre un momento y otro, fue que los abogados de los camorristas –pues se sabe que estos solo leen por persona interpuesta– habían echado un vistazo al libro, y no les había gustado demasiado ver su mundo tan fielmente reflejado. Una cosa era que el Gobierno conociera algunos de sus métodos e hiciera la vista gorda, e incluso se asociara puntualmente con ellos, y otra que cualquier ciudadano tuviera acceso a tan comprometidas claves. Aficionados como son a la crítica literaria extrema, decidieron decretar la condena a muerte del autor. Para que luego digan que en Estado Crítico nos pasamos de rigurosos.

El Saviano que escribió Gomorra era un muchacho libre, inteligente y audaz que se tomó media vida para concebir su obra. Lo que vimos un grupo de periodistas en 2008, cuando visitó Sevilla para la presentación del filme homónimo en el Festival de Cine Europeo, fue un hombre acosado cuya principal ocupación era salvar la vida. No había miedo en sus facciones, pero sí un nerviosismo irreprimible. Se sobaba el rostro constantemente y luchaba por fijar la mirada en un solo punto. Saviano ya estaba condenado a cambiar de residencia continuamente, y a convivir con siete funcionarios de los 'carabinieri'. No es el escenario ideal para un escritor, ni siquiera para un escritor que se declare fetichista de los uniformes.

Esta vida trashumante y con la muerte en los talones se traducirá forzosamente, en primer lugar, en una notable reducción de las ambiciones del autor, que en adelante pasaría a escribir casi únicamente textos breves, renunciando a proyectos que requieren otra calma y otros tiempos, como era el caso de la meditada y minuciosa Gomorra. Las invitaciones que le llovieron de periódicos de todo el mundo –en España, de El País– colaboraron en esa decantación por los formatos reducidos. Por otro lado, Saviano se había convertido, seguramente a su pesar, en un símbolo de la libertad de expresión amenazada, en una inesperada voz de la conciencia colectiva. Si alguna vez pensó en dedicarse a la fantaciencia o la novela romántica, ya podía empezar a descartarlo.

I.

La belleza y el infierno

Debols!llo, 2011

ISBN: 978-84-83068-72-4

240 páginas

7,95 €

Traducción de Juan Vivanco



La primera obra post-Gomorra que Saviano entregó a la imprenta fue Lo contrario de la muerte (2009), un ramillete de mini-ensayos de compromiso cívico y espíritu de denuncia, que vino a recordar que el autor seguía al pie del cañón. Lo que veríamos a continuación son dos Savianos sensiblemente diferentes. El primero, el de La belleza y el infierno, recopilación de artículos publicados entre 2004 y 2009, es un hombre que se siente solo, forzado a vivir lejos de su familia y sus amigos, incapacitado para llevar una vida afectiva normal. A la hora de reflexionar sobre su condición, opta por trazar, mediante la fórmula de la galería de personajes, una genealogía a la que adscribirse, una familia en la que sentirse confortado: la de los condenados por defender la verdad (Miriam Makeba, Politkovskaya, Peppino Impastato, Donnie Brasco, Rushdie) y la de quienes son capaces de superar dificultades invencibles, ya se trate del pianista Petrucciani o del joven Messi.

Saviano confiesa deber a estos textos, escritos en diez casas distintas, “la posibilidad de existir”. Sobre todo, en los tiempos en los que, al calor del éxito, comenzaron a brotar por todas partes las flores de la calumnia y la insidia, o por decirlo de un modo menos poético, el ventilador de la mierda se puso a girar para infamar al autor y dejar sin crédito a su obra. Todavía resuenan unas nauseabundas declaraciones del futbolista Cannavaro, que arremetió contra el napolitano por dar mala imagen de su tierra.

Decía el ciclotímico Carlos Castilla del Pino en su reciente libro de aforismos que algo va mal en una sociedad que necesita tener héroes. La Italia que dio a Roberto Saviano, lo vemos muy bien en su desesperada búsqueda de complicidades, en la sensación de acoso que trasuda este libro de título camusiano, es un elocuente síntoma de la enfermedad moral que pudría al país desde Milán a Agrigento y desde Trieste a Lecce.

II.


Vente conmigo

Anagrama, 2012. Colección "Crónicas"

ISBN: 978-84-339-2595-4

216 páginas

17 €

Traducción de Francisco Ramos Mena




Tiempo después de ver a aquel Saviano angustiado en Sevilla, volví a encontrármelo en Italia, esta vez en el escaparate de una librería. Nada que ver con lo que yo recordaba: la imagen lo mostraba tranquilo, seguro de sí mismo, pisando con firmeza un escenario y mirando de frente al público. Era una promoción de Vieni via con me, la serie de programas televisivos en los que el autor desarrollaba temas de denuncia, posteriormente recogidos en papel. Vente conmigo, como se tradujo en castellano, conecta con La belleza y el infierno en cuanto a los guiños a héroes como Giacomo Panizza, Piergiorgio Welby o Piero Calamandrei, pero también hay piezas de periodismo de altos vuelos dedicadas a analizar, por ejemplo, la gestión de los residuos tóxicos en manos del crimen organizado, o las causas de la destrucción de la región de L’Aquila tras el terremoto de 2009, más allá de la fuerza sísmica.

Aquel Saviano hostigado y aislado encontró en la televisión, de la mano del presentador Fabio Fazio, un modo de romper la soledad y de sentir que había gente, mucha gente al otro lado. Descubrió el antídoto contra la timidez, y dio un nuevo sentido a su lucha. Los índices de audiencia del programa superaron a los del fútbol y a los 'reality', pero sobre todo desmintieron la idea de que la masa no quiere saber, no quiere ver la realidad tal y como es. Tal vez sea un buen camino para empezar a prescindir de los héroes, o al menos para permitirles que se relajen de vez en cuando y puedan, no sé, darse el lujo escribir fantaciencia o novela romántica.