De
retórica. La comunicación persuasiva
Xavier Laborda Gil
Editorial UOC, 2012
ISBN: 978-84-9788-555-3
117 páginas
12,50 €
José M. López
La palabra ha sido utilizada desde
siempre como un poderosísimo instrumento, no sólo para describir el mundo que
nos rodea, sino también para transformarlo, manipularlo, crearlo, en
definitiva. Del mismo modo, la
comunicación siempre ha estado al servicio del fenómeno persuasivo, y si este
es llevado a cabo por alguien que regenta cierto poder social, pues entonces aparecen
sus empleos más violentos o inmorales. Xavier Laborda Gil es plenamente consciente de la descomunal fuerza que
alberga la palabra persuasiva, y sitúa su origen en la retórica. Nos propone un viaje, un viaje en el tiempo
donde el protagonista es el arte de convencer. Viaje cargado, además del
esperado rigor científico, de una sencillez y claridad que permiten que
cualquier lector pueda acercarse al texto. El autor es un apasionado de
disciplinas como la Historia, el Derecho o la Lingüística, y este sentimiento
permite que cada concepto sea explicado con un entusiasmo que aligera el peso
teórico, y le aporta un cariz divulgativo que se agradece. Cada explicación
teórica viene acompañada de entretenidas anécdotas relacionadas con la vida
cotidiana en la antigua Grecia, con ejemplos literarios, cinematográficos o
pertenecientes al mundo de la publicidad. Esto hace que el libro entretenga y enseñe
a la vez.
Otra de las constantes del libro es la
intención del autor de desmontar los argumentos de todos aquellos que se
empeñan en definir la retórica como una estrategia poco ética.
Así, el autor nos recuerda que esta técnica ha ido siempre de la mano de
la democracia. El inicio de la retórica se encuentra en la Sicilia griega del
siglo V. a.C. Una vez que los tiranos fueron derrocados, y tras establecerse la
libertad, los ciudadanos emprendieron una serie de litigios para recuperar los
terrenos expoliados. El dominio de la palabra fue fundamental en este momento.
La retórica, por tanto, ha estado siempre al servicio del ciudadano, como
instrumento para garantizar sus libertades y sus derechos.
En relación a este tema, otro de los
tópicos que el autor intenta desmontar es aquel que concluye que la
comunicación persuasiva tiene como finalidad tan solo el propio beneficio del
emisor. Sería al contrario, afirma, ya que la argumentación se da, sobre todo,
en el diálogo, y aquí ambos interlocutores se enriquecen de la superposición de
puntos de vista distintos, sin permitir que ninguno de los dos prevalezca de
manera unitaria e impositiva. Hay que dejar claro, es obvio, que la retórica no
va buscando la verdad, sino la eficacia y pertinencia comunicativas, pero esto
no quiere decir tenga que estar ligada irremediablemente a la idea del engaño.
Sólo cuando estas estrategias se llevan a cabo de manera artera y
malintencionada, se pasa del argumento a la falacia, y de la persuasión a la
manipulación, técnica esta última muy habitual en el lenguaje político o
publicitario. Nos situamos en estos casos, y tal como esbozamos arriba, en
comunicaciones que se originan desde determinados estamentos de poder. Estos -las empresas, los políticos- se apoyan en la ignorancia o inconsciencia del
receptor, y mediante recursos de manipulación intentan engañarle. ¿La
finalidad? Normalmente crematística, pero también ideológica. Esta última
intención es realmente peligrosa, ya que de esta forma la retórica se
transforma en un fino bisturí que sirve para dar forma y cohesionar ideologías
en diferentes campos: jurídico, político, periodístico o educativo. Esta es la fuerza y la amenaza de la palabra
persuasiva: su capacidad para transformar la visión que el ciudadano tiene del
mundo, llegando incluso a imponer un modelo “ideal” para el buen devenir de la
sociedad -o para el buen devenir de una parte de ella, de la parte, en
definitiva, que impone el discurso-. Entonces, ¿dónde queda la verdad de la que
hablábamos antes? No le queda más remedio al autor que mostrarse totalmente
escéptico ante la evidencia de que la única verdad evidente es aquella que se
impone como resultado de la representación simbólica que nos llega desde las
estructuras de poder. Cuando la comunicación retórica, por tanto, se realiza
desde arriba, con una finalidad eminentemente ideológica, como medio de engaño
y manipulación, y, además, aprovechándose de la inconsciencia de los receptores
acerca del mismo acto retórico, en estos momentos, afirma Laborda Gil, es
cuando se ejerce lo que él denomina “la violencia del poder” (112).
Otro de los aciertos que encuentro en
el libro es su capacidad para demostrar, de una manera más o menos velada, la
validez de una serie de conceptos acuñados en los últimos años por disciplinas
afines al Análisis del Discurso o a la Pragmática Lingüística. Nos referimos,
por ejemplo, a esta relación que se establece entre persuasión y violencia. De
manera muy sucinta, el autor nos pone de relieve que, al insertarnos en el
proceso argumentativo, corremos constantemente el riesgo de dañar la imagen del
otro. En consecuencia, la argumentación y las diferentes teorías acerca de la
(des)cortesía verbal van íntimamente ligadas. La validez, por tanto, de
conceptos como (des)cortesía verbal, actividades de imagen, autoimagen,
afiliación o autonomía puede contrastarse desde los orígenes mismos de la retórica
allá por el s. V. a.C.
Termino diciendo que, más allá de su
innegable valor científico, esta obra desprende amor hacia la palabra, y un
renovado asombro hacia su innegable poder. Poder para transformar, ya sea de
manera artera, ya sea partiendo de presupuesto éticos, la sociedad que nos
rodea. Hablamos, en definitiva, de la palabra como arma, y, según afirma el
autor, de la retórica como piedra donde esta arma debe ser afilada (96).
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