29 febrero 2012

Paraíso podrido

Cleptopía: fabricantes de burbujas y vampiros financieros en la era de la estafa

Matt Taibbi

Lengua de Trapo, 2011

ISBN: 978-84-8381-114-6

400 páginas

20,80 €

Prólogo y traducción de Pablo Bustinduy


Carolina León

La gran Narrativa neoliberal estadounidense es como el chino vendedor de cachivaches en la película Gremlins; el que aparece cuando el desastre, provocado por la incauta familia, prácticamente ha sido controlado y les dice: “Implica demasiada responsabilidad. No están preparados”. Esa gran Narrativa paternaliza. Todo el mundo puede llegar lejos, pero ¡atención! Puedes tener un Mogwai en casa, es decir, acceder al crédito para alcanzar el sueño americano. Otra cosa es que luego éste se convierta en un millar de gremlins o derivados financieros. Porque administraste mal tus sueños, por supuesto. Entonces llega el chino y te quita la casa.

Un poco de humor para empezar. Si algo nos enseña el libro de Matt Taibbi, Cleptopía, es que las verdades incómodas y el relato del crimen entran mejor con ingenio, algo de humor y mucha mala leche. Hemos hablado de crimen: algo de argumento trepidante de espionaje y conspiración tiene este ensayo que, al menos por su primera mitad, engancha como un 'best seller' de novela negra.

Taibbi es un gran periodista, el libro lo muestra sin necesidad de demostrarlo. Los siete capítulos de Cleptopía se basan en otras tantas investigaciones, en el seguimiento continuo, a lo largo de varios años, de una serie de hechos, y en la cristalización de ciertos reportajes a raíz de la crisis financiera iniciada en 2008, publicados en la revista Rolling Stone. De forma que coge el material compilado, amplía y consulta más fuentes, y nos ofrece una estupenda panorámica de la cocción de la última crisis económica que asola el mundo. Pero no sólo de esa: en favor del libro puede decirse que, situando esta crisis (o estafa) en un contexto, revisa las diversas burbujas que se han inflado y estallado en las últimas décadas desde Wall Street, y se obtiene una visión general sobre la estafa global: la burbuja de las empresas tecnológicas, la reforma sanitaria de Obama o la especulación de precios con materias primas forman parte de esa isla, esa Cleptopía, que controla invisible y desregulada el guetto de la sociedad norteamericana.

Taibbi compara el funcionamiento de los Estados Unidos (podría extenderse a todo el Occidente, o más allá), no con la tibia fábula detrás de la película de Spielberg, sino con un 'guetto': los verdaderos capos, los que de verdad tienen dinero a montones, viven de desangrar la economía y la salud de todos los demás en su pueblo, barrio o ciudad; nunca son vistos, ni reconocidos, entre los ciudadanos que se pudren, bien metiéndose crack, bien endeudándose.

Entre el montón de libros recientes que han aparecido acerca de la crisis y los movimientos sociales suscitados, este ensayo destaca por ser un trabajo serio, documentado y didáctico. Como un larguísimo reportaje del mejor periodismo, lleno tanto de elegancia y afán divulgador como de sarcasmos e insultos (su uso, no abusivo, salpimenta un cocido de realidades desagradables), puede ser una de las mejores guías para el lector/estafado de a pie, para entender qué nos ha pasado: cómo nos han robado, y cómo nos siguen robando.

Ahora bien, comparte el pecado que conllevaba la factura de The Inside Job: si para el estadounidense medio, el éxito es el resultado de un esfuerzo personal, ambos trabajos inciden en personalizar el delito en un puñado de nombres propios, ya sea Alan Greenspan o Goldman Sachs. Esto no es malo en sí, está claro que alguien ha de señalar a los criminales con el dedo: pero ¿sería demasiado pedir, para un realizador o escritor norteamericano, que señalase, además, el pecado estructural del sistema en el que operan esos nombres propios?

En la Narrativa nortemericana (Taibbi 'dixit'), las grandes empresas de seguros, banca y finanzas son el ejemplo del sueño americano y la prueba palpable de que el que más se esfuerza más gana. Suponemos que, por contra, lograr introducir siquiera una mínima parte de esta otra “narrativa”, la que está dentro del libro, ha de ser difícil y lento de aceptar: esto es, que esa cúpula de “genios” no han sido otra cosa que sofisticados estafadores, con una pequeña ayuda del gobierno y el sistema democrático, empobreciendo a las clases medias y al país entero burbuja tras burbuja.

Está claro que muchos en el movimiento Occupy han leído a Taibbi. Ahora bien, regresando al ejemplo del principio: el “ustedes no estaban preparados” es sustituido aquí por un “nos han estafado a todos”; de irresponsables procuradores a víctimas inocentes de la crisis, ambas “narrativas” borbotean paternalismo. “No fuimos nosotros, es que nos engañaron”: no, tampoco es aceptable. O puede que lo sea a pie de calle en los Estados Unidos, donde, superhéroe tras superhéroe, villano tras supervillano, el pueblo suele ser a menudo una masa inocente sin forma y, como mucho, capaz de alguna que otra lapidación ocasional.

El lector de aquí puede que no se ría en los mismos lugares en los que Taibbi ha plantado la broma, y puede que se cabree en lugares donde el periodista no estaba contando nada escandaloso. Pero sí, Cleptopía se deja leer más que bien, e ilustra algunas de las muchas lagunas que se obtienen si pretendes entender la crisis en la prensa habitual. No se puede obviar la labor de ensayos como éste, llegue a donde llegue, despertando algunas conciencias. Y no lo llames crisis, llámalo estafa.

28 febrero 2012

'… humani nihil a me alienum puto'


Crímenes

Ferdinand Von Schirach

Salamandra, 2011

ISBN: 978-84-9838-389-8

192 páginas

15,50 €

Traducción de Juan de Sola



José M. López

Crímenes supone la primera incursión en el mundo editorial de Ferdinard Von Schirach, un abogado penalista alemán que ha decidido, basándose en su propia experiencia, plasmar en un estupendo libro de relatos una serie de casos delictivos. Da fe de la buena acogida de esta obra por parte del público el hecho de que algunos visionarios productores de cine ya estén preparando la versión para la pantalla grande.

El sello de identidad y punto fuerte de este libro reside, a mi parecer, en el retrato de los diferentes psicópatas, ladrones o asesinos que aparecen en cada cuento, y que realiza el autor desde un punto de vista realista y cercano. Con un estilo sencillo, telegráfico a veces, pero sin caer en la asepsia, Shirach nos ofrece una visión muy humanizada del crimen, provocando así que el lector llegue a “sufrir” cierta empatía con la persona que comete el, 'a priori', execrable delito. De la lectura de cada relato se desprende, en definitiva, que todos y cada uno de nosotros podríamos llegar a ser, en unas determinadas circunstancias, un criminal.

Debido, seguramente, a su dilatada experiencia en la marginalidad de este mundo, las descripciones de personajes y escenas son lacónicas y verosímiles, como las fotografías tomadas por el agente de policía recién llegado al lugar del crimen, y que desvelan el horror de una mancha de sangre coagulada sobre la alfombra. Esta sobriedad intencionada a la hora de enumerar hechos espantosos o dibujar ciertos ambientes se combina hábilmente con cierto lirismo apenas atisbado, consecuencia quizás del afecto o comprensión que el autor tiene hacia estas criaturas que por diversos motivos han incurrido en acciones horrendas. Porque, para el escritor, el crimen puede aparecer en circunstancias de lo más heterogéneas, y vestido de ropajes muy diferentes: por necesidad o desesperación, como un fatum irremediable que nos persigue, como legítima defensa, como fruto de la esquizofrenia o incluso como una acto de amor o fidelidad.

Otro aspecto realmente atractivo del libro es su enorme capacidad pedagógica. Me refiero a que el autor describe de manera muy asequible los, en ocasiones oscuros, procedimientos y entresijos que el mundo de la jurisprudencia conlleva, y que los ciudadanos de a pie estamos, en la mayoría de las ocasiones, a miles de millas de comprender. El autor plasma en estos relatos la variada casuística o juegos legales que deben manejar los diferentes agentes de la ley para proteger, siempre de la manera más efectiva posible, sus propios intereses, los de la sociedad o los de su cliente. Jueces instructores, abogados, fiscales o agentes de policía deben conocer a la perfección la letra escrita, para, interpretándola y valiéndose de sus vacíos, poder, por ejemplo, asignar una escucha a un testigo, mantenerlo en prisión preventiva o anular una pena por no ajustarse a legalidad, en el sentido más burocrático y absurdo del término.

Un buen libro, en definitiva, que recomiendo a todo aquel que desee acercarse a una serie de historias magníficamente contadas, que vuelven a hacer buenas aquellas palabras de Terencio en las que afirmaba que nada de lo humano no es ajeno, ni siquiera el crimen más espantoso. Aquel que no vaya buscando esto, no importa, que espere la película.

27 febrero 2012

Testimonio desde la máquina infernal

El mal árabe. Entre las dictaduras y los integrismos. La democracia prohibida

Moncef Marzouki

Asimêtrica, 2011

ISBN: 978-84-9386-452-1

242 páginas

19 €

No consta traductor


Ilya U. Topper

Hay libros que llegan tarde. Decir esto del ensayo de Moncef Marzouki, El mal árabe, es un poco injusto, porque el autor se afanó: el texto data de 2004. Cosa que uno está tentado de comprobar una y otra vez durante la lectura, porque no hay libro más actual que éste. Y sin embargo nos llega tarde, porque de haberlo leído hace año y medio, no nos habría pillado de sorpresa la Revolución Árabe. Y menos nos habría sorprendido -nos sorprendió y nos dejó patidifusos y bracigesticulantes- que empezara precisamente en Túnez, el país donde todo estaba atado y bien atado, el país menos verosímil para una revolución que cabía imaginar.

No tanto, habríamos sabido, si hubiéramos leído antes frases como ésta: “No disponemos de ningún "sufrímetro" que nos indique el grado de sufrimiento de una persona o de un pueblo. Si existiera un instrumento así, nos mostraría, a partir de 1990, un brusco incremento muy por encima del umbral de alerta que no ha disminuido desde entonces”. Frase seguida de referencias no sólo a la brutal persecución, la tortura, la extorsión sistemática del ciudadano por parte de la policía, la inmensa corrupción (“el país está explotado por una asociación mafiosa”), la pobreza de quienes el Estado condenaba al ostracismo, hasta que sus hijos se muriesen, literalmente, de hambre, sino también al hartazgo:

- No podemos más, estamos hartos.
- Ya basta de lloriqueos, hay que acabar con todo eso.
- Sí, a partir de ahora ya no tenemos miedo.

Pero también al último refugio de una nación humillada:

- Dios mío, ahora se suicidan en los pueblos.
- Sí, y cada vez más. Con este ya van veinte en lo que llevamos de año.

Frases cogidas al vuelo en una conversación que Moncef Marzouki, entonces aún presidente de la Liga Tunecina de Derechos Humanos, acosado por los esbirros del régimen, tras varios pases por la cárcel, escucha en una reunión en su pueblo natal del sur. Corren los últimos noventa. En 2000, Marzouki se exilia. Con la certeza de que falta poco: “Túnez es este desierto, esperando las primeras gotas de libertad”.

Lo tendríamos que haber leído entonces, para saber, con la primera protesta y los gritos contra Ben Ali, que la tormenta había llegado y acabaría, como acabó, en aguacero y primavera. Culpar a Asimétrica Editorial por ofrecernos el libro tan tarde es igual de injusto: hay que aplaudir (y felicitar). Pero entonemos un 'Nostra culpa' por ignorar lo que se mueve en las librerías francesas, por no buscar, por no dar a las editoriales españolas ánimo y motivo de ofrecernos con urgencia este tipo de libros en cuanto salgan del cascarón. Deberíamos.

No hay libro más actual que éste, repito. No sólo porque Moncef Marzouki es desde diciembre el presidente de Túnez. También porque en este ensayo nos da las claves no sólo de por qué Túnez estalló -claves perfectamente aplicables al resto de los regímenes árabes y, en parte, a otras dictaduras del mundo- sino asimismo de su futuro. El que debe llegar: la democracia.

Moncef Marzouki es un hombre de profundas convicciones democráticas: cada palabra de este ensayo las rezuma. Sabe perfectamente que el futuro inmediato de su país será islamista, aunque él sea un laico convencido y no deja de martillear una y otra vez que uno de los fundamentos esenciales de cualquier democracia es la igualdad absoluta entre mujer y hombre. Sin matices. Diga el islam lo que diga. Pero asume que es el precio que hay que pagar por una democracia edificada sobre los escombros de una dictadura que aplastaba precisamente a los islamistas, los utilizaba como coartada para sus crímenes... y así los convirtió en héroes.

Universal también las propias experiencias de Marzouki en la cárcel, tan humana y casi cómica la relación que establece con sus sicarios, en el fondo otros chavales de pueblo que una máquina infernal ha puesto en el lugar del verdugo. Éste es uno de los muchos méritos del libro: sólo describe Túnez pero de tal manera que Túnez se convierte, simplemente, en un buen ejemplo de la Humanidad: su capacidad de oprimir, de reprimir, de controlar, y su capacidad de resistir, de seguir luchando.

Uno tiene la tentación de citar frase tras frase de este texto: si tuviera la abominable costumbre de subrayar los libros, me habría gastado tres o cuatro lápices. Su lúcido análisis de los movimientos islamistas es un útil bloc de notas para cualquier periodista lanzado con paracaídas sobre un país de la actual Primavera, su apasionada denuncia de los intelectuales europeos que han defendido las dictaduras árabes con el pretexto (tan absurdo ¡tan falso!) de que los pueblos árabes no están preparados para la democracia o que ésta “no forma parte de su cultura” (es difícil meter más racismo en una sola frase) debería ser lectura obligatoria de los aludidos cuando se hallen en el infierno, y su rotunda refutación de Samuel Huntington y su "choque de civilizaciones" en ocho páginas debería distribuirse junto con cualquier obra que haga referencia al autor norteamericano.

Ocurre raramente que el autor de un ensayo tenga luego la obligación pública e ineludible de vivir acorde con cada palabra que dijo. Bajo la atenta mirada del lector, que podrá así comprobar la sinceridad del pensador. Marzouki la tiene: es presidente de Túnez. Y ahora sólo caben dos posibilidades: o bien Túnez se convierte en una democracia verdadera, islamista sí de momento, pero sin atentar contra las libertades individuales, sin tocarles un pelo a las mujeres, sin recaer en la corrupción y la cercenación de otro derechos, o bien Marzouki dimite porque la otra Túnez, aquella contra la que lleva dos décadas arrojando afiladas palabras, es más fuerte que él.

La tercera salida, la de que se cumpla la última y definitiva enseñanza de El mal árabe -que el poder corrompe a quien lo toque- preferimos no imaginarla. Sería una tragedia, y no sólo literaria.

24 febrero 2012

Fantasmas de carne y hueso



Los ingrávidos

Valeria Luiselli

Sexto piso, 2011

ISBN: 978-84-96867-89-5

143 páginas

15,90 €




Rafael Suárez Plácido

Uno se va interesando más porque va descubriendo cosas que le gustan de Valeria Luiselli. Ya había leído Papeles falsos, su primer libro. Mucho más difícil es explicar por qué lo hice. Entonces no sabía prácticamente nada de ella. Sólo había un catálogo editorial brillante, aunque sin estridencias, y un género literario, el ensayo, en el que deseaba profundizar. También una cierta curiosidad por conocer algo de esta joven autora que había elegido este género y había sido publicada por esta Sexto Piso para su primer libro. Ahora, en cambio, es más fácil: leo Los ingrávidos porque ya había leído Papeles falsos.

Papeles falsos es un conjunto de ensayos dictados por la voz lírica de una joven autora mexicana. Son ensayos que se leen como si fueran cuentos, cuentos que nos aportan una visión muy personal sobre los espacios y las lecturas. Una mujer que viaja de México a Venecia a visitar la tumba de Brodsky, quizás tras los pasos de sus poemas y de Marca de agua, o quizás porque le gusten los cementerios. Pero no, el hecho es que va expresamente a San Michele, en Venecia, tras la tumba de Joseph Brodsky. La imagen de la joven sentada junto a la lápida del poeta no se puede quedar así sin más y se repite en Los ingrávidos. Sólo que ahí son dos las jóvenes que comen junto a la tumba neoyorkina del poeta mexicano Gilberto Owen. En el caso anterior ella está entre las tumbas de Brodsky y Ezra Pound cuando aparece una señora mayor con la que mantiene una breve conversación.

A Valeria Luiselli, como a Peter Handke o como a mí mismo, le interesan mucho los lugares en los que ocurren hechos significativos para algunos de sus escritores favoritos: los lugares o sus representaciones simbólicas. Así va tras los mapas, los planos y sus formas o sus correspondencias, los espacios, las habitaciones que moraron los autores de esos papeles, falsos o no, que hemos dado en llamar Literatura, o las tumbas en las que descansan esos autores. Quizá porque piense que algo quedará de alguien entre esas paredes o en esas calles que anduvo, o en esas habitaciones que moró. Puede que lo que permanezca sea incluso el escritor mismo. De algo parecido trata también Los ingrávidos.

La habitan dos narradores que comparten un discurso fragmentado: por una parte, una mujer mexicana que está tratando de escribir una novela mientras vive con su marido, también escritor, y sus dos hijos, y por otra el poeta Gilberto Owen. El nexo entre ambos es que siendo mexicanos habitan más o menos los mismos espacios en Nueva York, con una diferencia temporal de unos ochenta años, y pertenecen, también de distinta manera, al campo de la Literatura. Son ingrávidos porque son fantasmas el uno para el otro. Habitan en sus mundos particulares con sus cuerpos de carne y hueso, pero han saltado las fronteras temporales.

El texto fragmentado ayuda a esa sensación de ingravidez, de pérdida de peso. Tan sólo en los momentos en que ambos personajes están más vivos, los fragmentos se alargan y toman más sustancia.

El narrador femenino está escribiendo una novela donde cuenta su vida antes de casarse. La escribe a ratos. Escribe que todo el mundo desea hacer una novela de largo aliento, pero que no puede porque tiene otra vida, otras obligaciones: sus niños básicamente. Escribe y parece que añora otra época en la que tampoco fue demasiado feliz. Trata de encontrar algo parecido a la felicidad en esa otra vida. Entonces trabajaba en una editorial, traduciendo al inglés, buscando al nuevo Bolaño que su jefe pretendía encontrar. Y a veces se le aparecía Gilberto Owen. No hablaban, pero se miraban unos instantes. Ella estaba segura de que se trataba de él. Es curioso: esta novela que escribe esta narradora también podría llamarse Papeles falsos, en referencia a una serie de traducciones al inglés de poemas de Owen. Ya digo: es la falsedad lo que da esa sensación de infelicidad en la novela, en la que parece que lo único verdadero es lo que todos sabemos que es falso.

Én los años veinte, el narrador masculino es diplomático en Nueva York y está recién separado de su mujer. Se relaciona epistolarmente con los otros poetas del grupo mexicano de Los Contemporáneos y, personalmente, con García Lorca y Nella Larsen y, a veces, se le aparece un Ezra Pound omnipresente, como en Papeles falsos, que está vivo pero reside en Venecia, y se le aparece también esa primera narradora. Fantasmas del presente y del futuro. El sitio de los encuentros entre fantasmas es el metro. Lo cierto es habitan los mismos lugares.

En Venecia se puede pasear caminando; en México DF, en bicicleta, nos decía Luiselli en sus Papeles falsos; en Nueva York los paseos ideales son en metro. El paseo es lugar de reflexión en el siglo XX.

Los ingrávidos es un homenaje a la Literatura que habita una vida: Literatura viva, Literatura más allá de la muerte. Pero no sólo Literatura. Son personajes vivos con problemas, con sus familias que si en otro momento pareció que iban a ser suficientes, ya quedó claro que no va a ser así, con necesidad de sus amigos, que están ahí casi siempre, pero no están. Y cuando no están, están los libros, ese ultimísimo recurso que siempre queda ahí, a nuestro alcance.

¿Pero bastan los libros? ¿Es suficiente la Literatura? ¿Debemos aspirar a algo más que a ser fantasmas ingrávidos que permanecen a través de lo que han escrito, que se relacionan a través de lo que leen?

23 febrero 2012

Uso y abuso de una guerra estúpida

La defensa de Madrid

Manuel Chaves Nogales

Espuela de Plata, 2011. Colección “España en armas”

ISBN: 978-84-15177-31-9

213 páginas

20 €

Prólogo de Antonio Muñoz Molina


Crónicas de la guerra civil

Manuel Chaves Nogales

Espuela de Plata, 2011. Colección “España en armas”

ISBN: 978-84-15177-30-2

237 páginas

20 €

Prólogo de Santos Juliá


Coradino Vega

Ninguna institución debería impedir la búsqueda y difusión de la verdad de los hechos. Para los regímenes totalitarios, la reconstrucción del pasado era percibida como un acto peligroso cuando no subversivo. Pero hoy la memoria, en lugar de por la supresión de la información, puede que esté amenazada por su sobreabundancia. A veces resulta difícil hablar de lo que se habla mucho. Otras, hay que repetir lo que se supone debería estar claro y no lo está o no lo quiere estar o parece no estarlo: que el levantamiento del 18 de julio de 1936 fue un golpe de Estado contra una República democrática cuya responsabilidad “última” recae, por pura lógica, en el grupo de militares que lo llevaron a cabo; que, una vez fracasado el pronunciamiento en las principales ciudades de España, se inició una guerra que Franco nunca hubiera ganado sin la interesada ayuda de Hitler y Mussolini; que, al desatarse la confusión y ante la pasiva no-intervención de Francia e Inglaterra, la República se vio despojada de su ejército y de su capacidad para mantener el orden público y, de un lado, se vio obligada a armar a los sindicatos y partidos proletarios y, de otro, a aceptar la no menos interesada contribución de la Unión Soviética; que muchos de los grupos del lado republicano, por más que hablaran de “libertad” y de “antifascismo”, no lucharon por la pervivencia de la democracia, sino por la Revolución que cada uno estimaba oportuna; que, en la retaguardia de ambos bandos, lo mismo se asesinó por llevar el carné de la UGT, que por rencillas personales, que por llevar un escapulario; que mientras lo que quedaba de República se esforzó en controlar y reprimir esos crímenes, los militares sublevados —autodenominados “nacionales”— orquestaron un plan de represión y exterminio que persistió después de finalizada la guerra; que, en definitiva, mientras la República llevó políticamente razón, tanto en la práctica como moralmente ambos bandos fueron un desastre. Si en muchas ocasiones resulta imposible ponerse de acuerdo en una comunidad de vecinos, imagínense hacerlo con este tema en un país aquejado de vehemencia bipolar como éste. Pero gracias a la labor de historiadores como algunos de los más grandes hispanistas británicos, o a la más reciente de españoles como Ángel Viñas, hoy podemos saber que los hechos fueron esos. Lo difícil es reconocerlo sin prejuicios o fardos ideológicos o, todavía peor, verlo no en retrospectiva, sino en el mismo momento, que fue lo que hizo Manuel Chaves Nogales.

Autor del conocido volumen de relatos sobre la guerra civil A sangre y fuego, de libros de no-ficción como Juan Belmonte, matador de toros, y de una valiosísima obra periodística, Chaves Nogales escribía con una concisa naturalidad muy poco española, tan alejada de la retórica como fedataria de lo vivo: como si el acto de observación de la realidad, su aguda interpretación y su trasvase al papel fueran en él una descarga de electricidad, algo simultáneo. Leyendo La defensa de Madrid, no deja de sorprender la parcial coincidencia estilística, temática, de carácter y hasta de destino, con ese otro clarividente testigo del inicio de la guerra en la capital que fue Arturo Barea. Escrito en 1938 y publicado por entregas, casi a modo de folletín, primero en México y después en Inglaterra —la primorosa reconstrucción llevada a cabo por Mª Isabel Cintas tiene tanto mérito filológico como detectivesco—, La defensa de Madrid es la narración de lo que pasó en esa ciudad desde que el gobierno huyó a Valencia, en noviembre del 36, hasta que la ofensiva franquista fue contenida y el frente estabilizado en la línea que perduró hasta el final de la guerra. La postura de Chaves Nogales es inequívoca: él está firmemente del lado de la República; no en vano aceptó ser director del diario Ahora tras ser incautado por su consejo obrero. Pero eso no le restó ni un ápice de independencia. A los pocos meses dejó el periódico y marchó al exilio. Porque Chaves Nogales no se casó con nadie, y si desde el principio tuvo claro que la inclinación de Franco por la Falange lo convertía en la extrapolación del fascismo en España, tampoco dejó de denunciar los desmadres republicanos ni su deriva hacia el totalitarismo comunista. Excepcional cronista a la vez que analista político lucidísimo, Chaves Nogales lo mira todo, conserva la serenidad y la sensatez en medio del derrumbe, incluso se adelanta a Orwell, Vasili Grossman, Koestler o Camus cuando detecta qué se halla tras la promesa del paraíso proletario en la Tierra. En La defensa de Madrid toma partido no por los políticos irresponsables, cobardes e instigadores de la violencia (el retrato que hace de Largo Caballero no tiene desperdicio); ni por los intelectuales “comprometidos” desde su cómodo sillón; ni por los líderes que empiezan las guerras en las que siempre mueren otros; sino por los seres humanos de carne y hueso que han sido arrastrados por las abstracciones de las doctrinas, por esos a los que Charles Simic llamó “personajes de poca monta que no toman decisiones”, por aquellos inocentes que tienen que pagar un precio muy alto sólo por estar en el sitio equivocado: “obreros y empleados humildes sin ninguna presunción heroica”. Sólo una figura sobresale por encima de ellos, el general Miaja (un “hombre sencillo, oscuro, sin ambición, sin ninguna prosopopeya, sin la más mínima vanidad personal”), quien al mando de la Junta de Defensa tuvo que combatir casi con la misma firmeza al enemigo, como a los exaltados de su bando e incluso las imbéciles órdenes que le llegaban del “gobierno fugitivo”. Chaves Nogales titula el último capítulo de este serial “La guerra estúpida”, aquella en la que “la matanza de seres inocentes continuaba un día y otro”, y de la que acaba responsabilizando a los “dirigentes infames que brindaron la tierra de España a la barbarie y abrieron las puertas de su país a la doble invasión extranjera”.

Porque ésa parece ser la tristeza con la que Chaves Nogales emprende el exilio, “con miedo y con asco”, a finales de 1936: la sospecha de que la muerte de cientos de millares de personas y la destrucción y la miseria del país, no fue provocada por la confrontación entre libertad y tiranía, justicia y opresión, sino por el choque irremediable de dos totalitarismos igualmente criminales. Cambiando el tono desenfadado, zumbón y cinematográfico de La defensa de Madrid por una voz más grave, segura, como de editorialista en lugar de reportero pero idénticamente indignada, ésa es más o menos la tesis que defenderá también a lo largo de estas Crónicas de la guerra civil en las que Mª Isabel Cintas ha recopilado una treintena de artículos de opinión, publicados en diversos medios ingleses, argentinos, franceses y norteamericanos, entre agosto de 1936 y septiembre de 1939. Su teoría sufre sin embargo un paulatino desarrollo. En un principio, Chaves Nogales se niega a aceptar la simplista afirmación de que la guerra se trataba de una lucha entre fascismo y comunismo, pero tampoco una primitiva contienda interior propia de un país atrasado (como se había escrito en Londres), ni una revolución original que alumbrara nuevos caminos para la humanidad: lo que pasaba sencillamente era que media España luchaba contra la fuerza armada de la nación que había traicionado al poder legítimamente constituido. Pero pronto comprende que el rostro de la contienda se transformó rápidamente y que, en efecto, con el aumento del protagonismo de la Falange y del Partido Comunista, la guerra española pasó a ser un cara a cara de los dos totalitarismos europeos: el que propugnaba la Revolución y el que propugnaba el Imperio. Por eso la intención que subyace en este conjunto de artículos es la de llamar la atención de las potencias democráticas, la apuesta por una mediación, el deseo civilizado de acabar cuanto antes con la guerra, advirtiendo al mismo tiempo del riesgo de una conflagración europea. De ahí que incluso se precipite al anunciar su final en mayo del 37, cuando Franco encarcela a varios dirigentes de la Falange —verdadero punto de colisión con Italia y Alemania— y Negrín asume la presidencia del gobierno republicano en detrimento de los comunistas, y empiece a hablar de “doble invasión extranjera”. Cae entonces Chaves Nogales en un esencialismo resbaladizo, con ecos noventayochistas, mediante el que pretende demostrar que tanto el fascismo como el comunismo son fuerzas extrañas “al verdadero carácter español”. Su voz se convierte en un grito que implora a los países democráticos que tomen conciencia de la “crueldad bárbara y primitiva que Franco practica ante el mundo entero”. Y oída desde hoy, desde un presente que —como en el poema de Gil de Biedma— sabe que la historia acabó mal, uno no puede dejar de admirar el coraje, la pasión e incluso la contumacia con la que Chaves Nogales utilizó su calidad humana e intelectual contra la guerra por medio de un minucioso y preclaro análisis de sus complejidades y contradicciones, aun equivocándose en la mayoría de sus pronósticos.

¿Tiene sentido seguir dándole vueltas al asunto setenta y cinco años después? Por supuesto que sí. Aunque parezca lo contrario, se trata de un tema de estudio que no está agotado. Pero quizás haya que hacer un ejercicio de discriminación ante tanta literatura guerracivilista. Junto a libros de historia rigurosos y exhaustivamente documentados, y testimonios que aportan tanta claridad como éstos, han surgido en los últimos años ciertos pseudo-historiadores con la facilidad de convertir sus amarillistas tratados neofranquistas en 'best-sellers' nacionales. Del mismo modo, tanto la narrativa de ficción como el cine español han explotado el tema hasta la saciedad, quedándose muchas veces a caballo entre el panfleto chato y la novela rosa. No es por tanto extraño que algunos escritores nacidos a partir de la década de los setenta consideren que el tema de la guerra civil no guarda ninguna relación con sus necesidades imaginativas. Es legítimo. Allá cada cual con lo que piense y con la forma de decirlo. Sería algo incluso saludable si determinadas manifestaciones no revelasen una mezcla de ignorancia, irresponsable desprecio e imprudente frivolidad a la hora de manejar términos cuya carga semántica está construida de Historia. Tampoco puede que haya ayudado precisamente el ronroneo político-mediático sobre la Memoria Histórica. Lo que el recuerdo pone en juego es demasiado importante para dejarlo a merced del entusiasmo o la cólera, y sacralizar la memoria es otro modo de hacerla estéril. Los familiares de las víctimas de la guerra civil y la dictadura tienen el derecho de encontrar y honrar a cada uno de sus muertos. Pero también habría que plantearse cuál es el objetivo real de esa mirada al pasado. Si se trata de interpretar, como dice Todorov, la historia en un sentido “literal” y contribuir a que el odio antiguo rija el presente, también existe el derecho al olvido. Si por el contrario el uso de la memoria se interpreta en un sentido “ejemplar”, es decir, conocer para que no se repita, no sólo resulta pertinente sino que se torna imprescindible. Además está el matiz de si esa mirada atrás no sirve de cortina de humo para desviar la atención y evitar plantar cara al secuestro de la individualidad y la soberanía colectiva que se está produciendo actualmente. Cada crisis ha sucedido ya antes, pero siempre tenemos la sensación de que no se va a repetir, de que aquí no va a pasar, de que a mí no podría ocurrirme nunca. Por mucho que se hable de él, hoy es como si el siglo XX, con sus logros y fracasos, no hubiera existido. El renacimiento de ideologías extremas y los baños de sangre que suelen acarrear no tienen por qué ser irremediables.

22 febrero 2012

Un mito vivo

Los nombres

Don DeLillo

Seix Barral, 2011. Colección "Biblioteca Formentor"

ISBN: 978-84-322-0950-5

448 páginas

19 €

Traducción de Gian Castelli



José Martínez Ros

Existe una cierta tendencia casi natural por la que cuando admiras a un gran artista igualas en interés todo lo que realiza, y te cuesta admitir que incluso un grande puede producir un buen puñado de obras menores, fracasadas o, simplemente, mediocres. No obstante, ante la evidencia, hasta el fan más pertinaz tiene que rendirse. Un ejemplo elocuente sería Woody Allen: dudo que ningún director del mundo haya realizado en los últimos treinta o cuarenta años tantas películas excelentes; no obstante, sería de necios no reconocer que Vicky Cristina Barcelona o Midnight in Paris no resisten ni de lejos la comparación con Manhattan, Otra mujer o Desmontando a Harry.

Los nombres no puede situarse al mismo nivel que las obras cumbres de su autor. Don DeLillo es, indiscutiblemente, uno de los más grandes del panorama literario mundial y tiene unas cuantas novelas de calidad estratosférica. La más popular y accesible, sin duda, es Ruido de fondo, una comedia familiar negrísima y una sátira implacable de la sociedad de consumo. Pero también habría que destacar la monumental Submundo, que recorre la historia norteamericana desde los años cincuenta a la caída del Muro y el fin de la Guerra Fría, mezclando personajes reales -Frank Sinatra, el cómico Lenny Bruce o el sibilino director del FBI Hoover- y otros ficticios, como una artista conceptual empeñada en convertir los bombarderos atómicos B-52 en obras de arte, un directivo de una firma de reciclaje de basuras con un oscuro pasado o un psicópata que asesina a familias en las carreteras de Texas. Libra, una novela política y social mayúscula que convierte la paranoia en técnica literaria y al asesino de Kennedy, Lee Harvey Oswald, en un fenomenal personaje literario. Mao II, mi favorita, un electrizante estudio acerca de la fricción entre el individuo -representado por un escritor- y los colectivos que tratan de anularlo, de convertirlo en un integrante anónimo de una masa sometida a un ideal superior, “programado” como los terroristas y los fanáticos religiosos que llenan sus páginas. O la más reciente, Punto Omega, que ofrece una certera y terrible imagen de la oscura época que vive su país, un imperio enfrentado a su declive interior y a una guerra interminable, a partir de tres únicos personajes que apenas hacen otra cosa que charlar al borde del desierto. Todas ellas son magníficas y han ejercido una tremenda influencia sobre la narrativa norteamericana más reciente, de Foster Wallace a Bret Easton Ellis, George Saunders, Jonathan Franzen y Jennifer Egan.

(Por cierto, me voy a adelantar a una reseña futura, pero qué demonios importa: El mundo es un canalla de Jennifer Egan es una de las mejores novelas que se han publicado en los últimos tiempos, y todos ustedes harían bien en ir corriendo a la librería más próxima a por ella. Si no lo hacen, no esperen que les vuelva a dirigir la palabra.)

Los nombres, recuperada por Seix Barral, es una obra de principios de los ochenta, previa a todas las novelas citadas, en la que el característico estilo de DeLillo -cerebral, envolvente, gélido- aún se está configurando. Ambientada en la década anterior, nos presenta una curiosa mezcla de 'thriller' y novela de ideas protagonizada por James Axton, un analista de riesgo de una multinacional asentado en Grecia y dedicado a estudiar los conflictos de una época convulsa -terrorismo, crisis del petróleo, revolución islámica-, por lo que la acción se traslada por distintos puntos del Mediterráneo y Oriente Medio. No obstante, los elementos de “suspense” que sirven de hilo conductor -una secta que realiza unos extraños asesinos rituales, unos cuantos personajes que no son lo que parecen- se hallan diluidos entre un montón de pasajes descriptivos acerca de los escenarios griegos y orientales, un sinfín de observaciones sociológicas y una serie de conversaciones interminables en la que todos los participantes son extraordinariamente inteligentes y brillantes, incluso el hijo de nueve años del narrador. DeLillo comete el error de tratar de mostrarse elevado, “visionario”, sin interrupción, lo que le lleva a mezclar apuntes geniales (“Norteamérica es el mito vivo de este mundo. No existe sentido alguno de culpa cuando matas a un norteamericano o cuando echas la culpa a Estados Unidos de quién sabe qué calamidad local.”) con una ingente cantidad de cháchara seudofilosófica.

Los nombres es una novela en la que un arqueólogo, sin venir a cuento, comenta “para un escritor, la locura es la destilación última de sí mismo, una versión final”, por lo que resulta casi imposible recomendarla. En resumen, lean a DeLillo. Lean Submundo, Ruido de fondo, Mao II, Libra. Merece muchísimo la pena. Pero no empiecen por aquí. El que avisa…

21 febrero 2012

… Y lo increíble se hizo realidad


Yo serví al rey de Inglaterra

Bohumil Hrabal

Galaxia Gutenberg, 2011

ISBN: 978-84-8109-951-5

217 páginas

17,50 €

Traducción de Monika Zgustova



Sara Mesa

Una de las maravillosas historias que aparecen en esta novela es la de un hombre que lee con extrema concentración un libro en la mesa de un restaurante, sin inmutarse por la ruidosa y brutal pelea de gitanos que se desarrolla alrededor: “Las mesas estaban llenas de sangre, pero el director de la escuela de música continuaba leyendo su libro con una sonrisa en los labios, los rayos de la tormenta gitana no caían a su alrededor sino sobre él, tenía la cabeza y el libro ensangrentados, clavaron dos veces un cuchillo en su mesa, pero el señor director continuaba leyendo como si nada…”. Algo así le sucede a uno cuando lee Yo serví al rey de Inglaterra, una de las novelas más conocidas del escritor checo Bohumil Hrabal (1914-1997): es tal la magia de la acción, tan encantador el lenguaje -en el sentido de su capacidad de hechizo-, que no se puede dejar de leer de un tirón, hasta el final. Muy pocos escritores consiguen esto: que la vida alrededor -una loca pelea al fin y al cabo- se quede en silencio, mientras la palabra escrita crece hasta convertirse en un mundo sólido y verosímil.

Los que conozcan la literatura de Hrabal (o las películas de Jiří Menzel basadas en sus novelas) me dirán que “verosímil” no es una palabra que parezca demasiado apropiada para su obra. Es cierto que sus personajes son siempre estrafalarios, excesivos, caricaturescos; que las situaciones narradas resultan hilarantes y absurdas, cuando no directamente disparatadas; que su influencia más reconocida es el universo de Gargantúa y Pantagruel. Y sin embargo, Hrabal construye un mundo con reglas propias, con una atmósfera y un tono propios, un mundo coherente donde, como repite a menudo el protagonista de Yo serví al rey de Inglaterra, lo increíble se hace realidad.

El modo de conseguirlo, el gran logro, como siempre sucede con los grandes escritores -y Hrabal lo es- radica en el lenguaje. No el lenguaje desde una concepción puramente formalista, sino como una concepción vital (lo cual incluye, entre otros muchos factores, experiencia personal e ideología). Es conocido el interés del escritor por los personajes cotidianos, por los pequeños detalles de la vida común (leo en Wikipedia que él mismo dijo: “Allí donde fallo yo como hombre, fallan también mis personajes literarios. Por otro lado, ellos sienten orgullo por las mismas cosas que yo, es decir, por los pormenores cotidianos de la vida”); también su alejamiento de las imposiciones (o no) de la fama, su elección por la vida sencilla, su preferencia por la cervecería de siempre, sus trabajos en los ferrocarriles en un entorno obrero. Esta postura, que no es impostada sino una auténtica forma de entender el mundo, impregna también su narrativa con un lenguaje que es extremadamente rico en su ingenuidad, y extremadamente vivo en su autenticidad. La prosa de Hrabal palpita, vibra, tiene el poder y la sugestión de lo espontáneo, por eso posee ese magnetismo al que hice alusión al principio.

Toda la novela se narra como un largo monólogo dividido en cinco capítulos, siempre desde la voz del protagonista, que se guía por el gusto de contar (los capítulos comienzan con un “Escuchad bien lo que voy a contaros” y finalizan con “Pues por hoy termino”). La elección de la primera persona consigue dar relieve al personaje, al que llegamos a conocer perfectamente por su modo de expresarse, porque, entre otras cosas, sí, somos lenguaje. La narración sin apenas puntos, abigarrada, densa, resulta sin embargo fácil de leer porque recrea a la perfección la oralidad del discurso. Esta edición, además, ofrece una nueva traducción de mano de la biógrafa de Hrabal Monika Zgustova, basada en la primera versión de un texto espontáneo, escrito en tres semanas y plagado de errores, pero con una frescura y una expresividad envidiables. Según explica la misma traductora, publicarlo así fue la voluntad que le comunicó personalmente Hrabal antes de morir.

Leyendo Yo serví al rey de Inglaterra conocemos la vida de un personaje fascinante -a pesar de su imbecilidad, o precisamente por ella-, de esos que quedan como paradigma en nuestra cabeza. Se trata de Ditie, un pequeño sinvergüenza con ansias de crecer que comienza trabajando como camarero en hoteles y que terminará convirtiéndose en millonario justo con la llegada del régimen comunista. Al principio es inevitable pensar en un Lazarillo al modo checo: la narración adquiere tintes de novela picaresca, combinando brutalidad con humor negro. La importancia del dinero y el ascenso social son una constante no solo en el protagonista, sino en prácticamente todos los personajes (el viajante que forra el suelo de billetes cada noche y se postra para adorar su fortuna; los políticos que derrochan a espuertas en divertidas bacanales; su compañero Zdenek, que es feliz repartiendo dinero puerta por puerta). El mismo Ditie disfruta arrojando monedas para ver cómo la gente se agacha a recogerlas con disimulo: “ante aquel espectáculo me harté de reír porque vi claramente qué es lo que mueve a la humanidad, qué desespera a la gente y de lo que es capaz del género humano para conseguir unas monedas”. También, tras una visita a un burdel, Ditie, recién enamorado, descubre que “con dinero se puede comprar no sólo una chica hermosa, sino también la poesía”. La visión del trabajo es meramente pecuniaria (“En el hotel Plácido hice un descubrimiento: comprendí que el que inventó eso de que el trabajo dignifica no podía ser otro que un rico, uno de los que nadan en la abundancia y organizan bacanales en nuestro hotel”), pero también -y esto es importante- otorga una sabiduría especial. El mismo Ditie aprende de un maître que presume de conocer mundo porque una vez sirvió al rey de Inglaterra; tomándolo como modelo Ditie sentirá que adquiere un estatus nuevo tras escanciar la copa al mismísimo emperador de Etiopía.

El problema -o la virtud- de Ditie es, sin duda, su estupidez. Acomplejado por su estatura, se ve forzado a comportarse de forma altiva y ambiciosa: “puesto que era bajito, tenía el pescuezo corto y el cuello de celuloide de la camisa que nos obligaban a llevar en el trabajo me dolía, para evitar aquel martirio iba siempre con la cabeza erguida, (…) y así iba por el mundo, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos semicerrados y mirando con cara de desprecio, como si me burlara, como si nada fuera digno de mi atención…”. Personaje sin escrúpulos, que solo sabe engendrar a un niño retrasado, siempre se arrima al bando adecuado e incluso conseguirá enriquecerse con la guerra. Lo que lo salva ante nuestros ojos es, precisamente, ese estado de inconsciencia constante y su torpe egoísmo casi infantil que lo convierte, a ratos, en un personaje entrañable. No deja de ser curioso de todos modos cómo Hrabal nos muestra que, sin inteligencia pero con astucia, se puede llegar a ser millonario.

Con una atmósfera de película de Kusturica o incluso de 'gags' de los Monty Python, la novela ofrece una visión distorsionada y humorística de la ocupación alemana de Praga. Son inolvidables las pruebas médicas a las que los alemanes someten a nuestro personaje para comprobar si su esperma es digno de engendrar a un ario modelo de la nueva era. El retrato de la ideología nazi, caricaturesco, nos recuerda también al que hizo Lubitsch en To be or not to be. Igualmente divertida resulta la descripción del campo de concentración comunista para millonarios, donde nunca terminan de contar cuántos presos hay, se pegan grandes banquetes con los milicianos y se vigilan ellos mismos si sus carceleros están durmiendo la borrachera. Hrabal es irreverente en el tratamiento del sexo y de la religión, disfruta contando historias con regusto de cuento popular (como la de los cocineros de Abisina que rellenaron un camello con dos antílopes rellenos de faisanes rellenos de pescado rellenos de huevos duros) y, sin embargo, no elude la descripción de una Europa devastada por la crueldad de la guerra (es terrible la escena de los alemanes mutilados que se bañan en el río). El tono es siempre burlesco, distanciado, con un resabio de desengaño que se va adensando con las páginas hasta desembocar en un final simbólico de una gran belleza, donde de pronto todas las cosas adquieren un significado diferente al que esperábamos.

A Hrabal se le ha considerado como el mejor escritor checo contemporáneo, pero me da la impresión de que aquí aún no es lo suficientemente conocido ni leído. Por eso hay que dar la enhorabuena a la editorial, que con esta nueva traducción de la novela anuncia la recuperación de su obra en español. Esperamos más títulos con impaciencia: literatura singular para lectores que buscan libros diferentes.

20 febrero 2012

La verdadera ficción 'pulp'

Los amigos de Eddie Coyle

George V. Higgins

Libros del Asteroide, 2011

ISBN: 978-84-92663-44-6

216 páginas

16,95 €

Traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté

Prólogo de Dennis Lehane


Fran G. Matute

Una historia caleidoscópica, que juega con los puntos de vista de los personajes. En la que conviven soplones, polis corruptos, traficantes de armas, camellos, ex-presidiarios. La mafia y los Panteras Negras. Por la radio lo mismo suena el 'rock' de The Rolling Stones, o el 'country' de Glen Campbell o el 'soul' de The Supremes. Se trata de un texto que lleva la interracialidad por bandera. También hay un personaje llamado Jackie Brown. Una azafata. Un robo. Un chantaje... Joder. Si hay hasta una conversación sobre la mayonesa. Que Quentin Tarantino copiaba (él prefiere la palabra "homenaje") ya lo sabíamos. Pero las conexiones de su cine con Los amigos de Eddie Coyle (1970) son preocupantes. Aunque lo más triste de esta historia es que, de alguna forma, me haya visto obligado a iniciar la reseña de esta novela de George V. Higgins, escrita hace más de cuarenta años, hablando de Tarantino. En cualquier caso, considero que la conexión con el director de Pulp fiction (1994) es relevante pues pone de manifiesto, una vez más, que todo está inventado y que el tan cacareado 'neo noir' de los 90 tenía ya mucha solera. Y es que Los amigos de Eddie Coyle es la novela más moderna que he leído en muchísimo tiempo. Qué coño. Es la mejor novela negra que he leído. Nunca. En esto coincido con el gran Elmore Leonard. Por cierto, que la película Jackie Brown estaba basada en un libro suyo, así que por ahí puede venir parte de las coincidencias...

Lo que más me ha fascinado de Los amigos de Eddie Coyle es que prácticamente está construida sobre diálogos. Son ellos el corazón de la novela. Unos diálogos de vértigo. Aceitosos, enjabonados, resbaladizos. No son diálogos fáciles de transcribir pues pretenden captar una jerga y una forma de expresarse que no se corresponde con la académica. Y en pantalla siempre me han parecido que quedan un poco forzados. Tanto "jodido". Tanto "negrata". Tanta retórica ("¿Me estás queriendo decir...?"). Pero Higgins los maneja con maestría y la traducción hace un excelente trabajo por traspasar esa conversación tan americana a un castellano fluido. De ahí que David Mamet tenga que salir siempre a colación en las reseñas literarias, pues hay mucho de su estilo en esta obra. A todo esto, siempre se ha dicho que los famosos diálogos de Tarantino son herencia directa del teatro de David Mamet, sobre todo su celebérrimo Glengarry Glen Ross (1984). Pero es que aquí estamos hablando de muchos años antes.

También tenemos que hablar de la estructura de la novela. Tiene uno que ir componiendo la narración extrayendo información de una conversación, de una situación aparentemente ajena, de diversos personaje sin clara conexión. Hasta el punto de que el único punto de unión parece ser un tal Eddie "Dedos" Coyle, del que todo el mundo habla pero que apenas se deja ver por las páginas del libro. Así que el título de la novela es muy acertado, porque son todos esos supuestos "amigos" de Coyle (ya explica perfectamente Dennis Lehane en el prólogo -una sugerencia: no lo leáis hasta que no terminéis la lectura de la novela- que Eddie no tiene amigos) los verdaderos protagonistas, aunque ellos mismos no lo sepan.

Quizás por culpa de la adaptación cinematográfica de esta novela (que dirigió Peter Yates en 1973 y en España llevó por título El confidente), quise asociar, en un principio, esta obra con una corriente de 'best sellers' criminales, efectivos, pero de segunda fila, como Pelham Uno, Dos, Tres (1973) de John Godey (que era el pseudónimo de Morton Freedgood). Muchas de estas novelas de consumo terminaron convirtiéndose en excelentes películas de culto (la citada obra de Godey fue adaptada por Joseph Sargent en 1974), como por ejemplo The looters (1968) de John Reese, cuya adaptación al cine vino de la mano de Don Siegel bajo el título de La gran estafa (1973), película profusamente "homenajeada" por Tarantino en su Pulp fiction, todo sea dicho de paso. Pero la verdad es que, con independencia de la línea estética que puedan sugerir las citadas películas, que remiten a un 'thriller' urbano de fuerte calado 'pulp', la novela de George V. Higgins termina teniendo mucha más entidad literaria de la que se le supone en un principio.

Los amigos de Eddie Coyle lidia, por otro lado, con uno de los temas menos manidos dentro de toda la parafernalia del 'thriller': el de los soplones. Y lo hace desde la perspectiva más alejada del heroísmo. El soplón no es el más listo de la clase ni el que tiene engañados a todo el mundo. Es un paria. Una rata del sistema. Un sistema corrupto que en la novela de Higgins parece perpetuarse, validando la opresión del pobre diablo -y hasta aquí podemos leer sin comprometer la trama-, en una especie de eterno retorno nietzscheano. Dicha aliteración temática también se ve reflejada en la estructura de la novela. La repetición del 'modus operandi' aplicado a los atracos. Los paralelismos vitales entre Coyle y Brown. La poética de los intercambios. Las escuchas ilegales.

A pesar de la sordidez del relato, Higgins no evita introducir a lo largo del texto un tono humorístico muy sofisticado y moderno, elemento éste que aporta, más que una vía de escape, verismo a la historia. No puedo dejar de mencionar el desternillante pasaje en el que un traficante de armas de medio pelo se presenta a un intercambio con la compra del supermercado recién hecha, más temeroso de lo que le pueda decir su señora si vuelve a casa sin la compra que de los aprendices de gángster con los que trata.

Y luego está el Boston alternativo que describe Higgins, lejos de la magnificencia de la llamada ciudad más europea de Estados Unidos. Un Boston frío y otoñal, de descampados, polígonos y autocaravanas. Los amigos de Eddie Coyle no deja de ser una novela urbana, pero sus personajes quedan muy lejos de la zona de influencia de las Ivy Leagues.

En relación con lo anterior, nos ha resultado muy interesante rescatar el capítulo que Quim Casas escribió para la revista Nosferatu, dentro del volumen dedicado a El 'thriller' USA en los 70. En sus reflexiones sobre El confidente, Casas lo describía como un 'film' "extraño y atonal, simétrico como la geografía impoluta de Boston donde transcurre la acción". Una historia de "melancolía, encuentros clandestinos, sentido del humor y un Boston periférico, residual, gélido". Un 'thriller' "interior", de "métrica lenta y costumbrista". Aún refiriéndose a la adaptación cinematográfica, dichas descripciones se nos antojan plenamente aplicables a la novela de Higgins, pues la película de Yates no es solo tremendamente fiel al texto sino que capta a la perfección el tono y la ambientación de la obra en la que se basa.

Sentado lo anterior, no deja de fascinarnos el hecho de que Los amigos de Eddie Coyle sea la obra de debut de un escritor, probablemente uno de los bautizos más contundentes que ha dado el género. Aunque resulta patente que detrás de esta novela hay muchos años de oficio en la sombra y mucha primera novela fallida, como el propio autor ha confesado en alguna que otra entrevista. Quiere uno, por tanto, seguir leyendo a Higgins. Quiere uno leer The digger's game (1973) y Coogan's trade (1974) -esta última me imagino que dentro de poco no será tan difícil de conseguir, ya que está pendiente de adaptación cinematográfica por parte de Andrew Dominik-. Sirva esta éxitosa recuperación de Libros del Asteroide para poner en el mapa a uno de los escritores más impactantes y modernos que ha dado el género. Sirva para reconocer que George V. Higgins es el verdadero pionero de la ficción 'pulp' contemporánea.

17 febrero 2012

Decir la nada

70 haikus y senryûs de mujer

Suzuki Masajo, Kamegaya Chie y Nishiguchi Sachiko

Hiperión, 2011

ISBN: 978-84-7517-973-5

93 páginas

10 €

Traducción de Vicente Haya y Yurie Fujisawa

Caligrafías y 'haiga' de Keiko Kawabe


Rafael Suárez Plácido

“Decir la nada.” Para muchos, una aspiración. Otros quizás añadirían: “de la forma más hermosa posible” y, ya puestos: “Decir la nada más significativa.” Decir la nada. La aspiración de una parte de la cultura 'zen' tantos siglos. Con estas tres palabras describe Vicente Haya el significado del haiku. Y sí, es una forma acertada de hacerlo. Aunque haya nadas y nadas. Y la nada de este libro es mucho menos nada, que la de muchísimos otros libros de poemas o de relatos.

70 haikus y senryûs de mujer, editado por Hiperión en 2011, es todo un descubrimiento. Se trata de una antología de poemas escritos por tres mujeres japonesas del siglo XX. No es nada fácil encontrar información sobre ellas, quizá sí de Suzuki Masajo, que vivió casi todo el siglo, y terminó convirtiéndose en algo más que una poeta: un símbolo para la mujer japonesa sometida (ella también lo estuvo hasta que decidió romper sus ataduras) a las normas más duras. No entendemos por qué se ha suprimido este prólogo que estaba inicialmente previsto. Se nos antoja imprescindible, aunque los poemas se defiendan solos.

La mujer japonesa siempre ha estado muy próxima a las artes y más aun a la poesía. Y cuando escribo “siempre” es siempre. Dos de los nombres clásicos, probablemente los más importantes de toda la literatura japonesa, son los de Sei Shonagon y Murasaki Shikibu. Mucho más recientemente tenemos, también hace unos años editada en Hiperión, a Yosano Akiko, precedente inmediato de las tres poetas que aparecen en esta antología, la ya mencionada Suzuki Masajo, Kamegaya Chie y Nishiguchi Sachiko. Las tres vivieron a lo largo del pasado siglo XX y la última aún vive. Las tres vidas son, cada una a su manera, interesantes para entender amplios espectros de mujeres japonesas y ninguna de ellas ha tenido una vida fácil.

Si bien todo el mundo conoce someramente lo que es el 'haiku', es probable que no esté tan claro qué es el 'senryû'. Se trata de una pieza con la misma estructura métrica que el 'haiku', pero sin referencia ninguna a las estaciones del año, cuyo tema es algún rasgo físico o psicológico de la naturaleza humana y también pueden referirse a objetos artificiales. La diferencia con el 'haiku' es temática y quizás sea lo que en occidente se ha venido considerando como 'haiku' tradicionalmente.

Suzuki Masajo es la más cercana a Yosano Akiko de las tres. Se puede decir que ambas tienen algo de representantes del feminismo más creativo en su país. Nació en 1906 y murió en 2003: ha recorrido casi todo el siglo pasado. Tuvo una infancia y juventud difíciles en las que tuvo que casarse con su cuñado para cuidar a los hijos de su hermana mayor muerta, como exigía la tradición de su país, lo que le llevó a la infelicidad conyugal, tema de sus poemas. Pero pronto se liberó de las ataduras y regentó un bar. Desde luego, nunca fue admitida en los cenáculos poéticos de Tokio, donde vivió toda la vida. En sus poemas refleja su feminidad:

"Una mujer sola. / Se despierta y mira / la caja de luciérnagas."

"Noche de invierno. / Cosas que se reflejan / en el espejo: yo."

También algún tema tabú, no sólo en Japón:

"Las hierbas secas… / Hasta su color me daña los ojos. / He sido infiel."

"Salvo algún hombre, / nunca he robado nada. / Levanto la persiana de bambú."

"Bola de arroz hervido. / Hasta al hombre que amo / le estoy mintiendo."

Hay algo que me ha sorprendido muchísimo, y es que en tan poco espacio se muestre tan claramente la visión femenina en casi cualquier tema. También en el sexo:

"Se hunde el cuchillo / en el melocotón blanco / como en un cuerpo."

De Kamegaya Chie lo principal que podemos decir es que vivió casi toda su vida en Canadá. Es parte de esa otra realidad nipona: la emigración a occidente. Alguno de sus poemas es tremendo por su dureza y, seguramente, rompe nuestros esquemas del 'haiku':

"Tan vieja estoy… / Ni me inmuté al saber / que tengo cáncer."

Y, sin embargo, no deja de ser una realidad que la poesía moderna tiene que mostrar. Es lo que hay. Y también poemas más dulces. Este me recuerda uno de los anteriores de Suzuki Masajo:

"En el espejo, / al cambiarme la ropa, / se podía ver la nieve."

La tercera poeta Nishiguchi Sachiko está aún viva y es una señora que ha pasado toda su vida en el campo. Ni siquiera tiene conciencia de que su poesía merezca ser llamada así ni, desde luego, ser leída. Pero juzguen:

"Silencio en la montaña. / Sólo el ruido que yo hago / recogiendo helechos."

"La masajista / ni calla ni pregunta. / Musgo en las tejas."

"Un peregrino / en otoño hace cola / en la lavandería."

"Susuki en flor. / La esposa, con veinte años, / y desaparecida."

Los poemas están traducidos por Vicente Haya y Yurie Fujisawa, y añaden la caligrafía y haiga de la maestra Kawabe Keiko. Lástima esa decisión de no incluir el prólogo en este libro que, no obstante, recomiendo encarecidamente a cualquier interesado en la poesía del siglo XX.

16 febrero 2012

El electrón es burdo


Los electrocutados

J. P. Zooey

Alpha Decay, 2011. Colección “Héroes Modernos”

ISBN: 978-84-92837-28-1

172 páginas

15 €




José María Moraga

Al enfrentarme a la nueva novela de J. P. Zooey (pseudónimo de un autor argentino de 1973, que llamó mucho la atención dos años atrás con su debut Sol artificial) me invade una doble sensación de ilusión y miedo. Ilusión por descubrir a un nuevo talento, a un renovador de la lengua o al menos de la narrativa, a una voz sensible capaz de describir el mundo actual tratándolo de tú a tú (pues conoce sus coordenadas), a diferencia de los “tardomodernos”, dinosaurios ‘et alii’, eternamente acusados de no enterarse o estar fuera de onda. Miedo, empero, a que se trate del último ‘hype’ literario, del último drama o dulce de cacao con avellanas, de un “buñuelo de aire”, como diría Manolo Haro. En el caso de Los electrocutados (2011), mucho me temo que al terminar su lectura dichos temores se han visto confirmados.

La segunda novela de J. P. Zooey exhibe todas las trazas de la obra literaria posmoderna, que ya resultaría tedioso volver a listar aquí (curiosos ver, por ejemplo, a Ihab Hassan), y en ese sentido es un producto todo lo químicamente puro que una obra de estas características puede ser. Los detractores de este fenómeno tendrán con eso cumplida su mala crítica, pero yo voy más allá: voy a intentar explicar por qué no me ha gustado, siendo como soy, un apasionado de la literatura posmoderna, fragmentaria, lúdica, intertextual e iconoclasta. Lo primero que quiero decir es que Los electrocutados me ha parecido un esfuerzo fallido, en ningún caso una tomadura de pelo, una broma o una obra fatua.

Admiro la sensibilidad del narrador, y desde el minuto 1 me sentí atrapado por el juego narratológico de ida y vuelta entre las voces de Dizze Mucho (protagonista de la novela), su albacea J. P. Zooey (quien proporciona un nivel textual más) y la hermana de Dizzie: Oidas, la gran ausente. Y por la ruptura de expectativas continua que tanto aprecio en Vila-Matas o Antonio Orejudo (por poner dos ejemplos punteros). Pero lo que en esos y otros escritores me pareció un válido ardid para montar el andamiaje de una historia que se enriquecía con dichos juegos y trampas autorales, en el caso de Los electrocutados me he quedado con la sensación de que se ha enmarañado porque sí una historia bonita que podría haber resultado mucho más efectiva si se hubiese contado de otra manera. ¿De cuál? No me corresponde a mí decirlo, solo dejar constancia de que el armazón posmoderno confunde y no aporta mucho a lo que por otra parte me parece un valiente intento de explicar el mundo.

Vuelvo a dar una de cal y otra de arena. La historia que Los electrocutados cuenta podría resumirse en la búsqueda de dos hermanos durante toda su vida de “la frase del Sistema Solar”, pues Dizze y Oidas están convencidos de que cada planeta y el Sol tienen una palabra que decir, y que juntas las diez conforman una frase que vendría a definir el sentido de la vida. Algo así como la música de las esferas, pero en versión 2.0. El protagonista Dizze busca las huellas o trazas de este significado (algo 100% posmoderno, no lo olvidemos) en signos que le van remitiendo a otros signos, de modo que el significado último siempre queda diferido. Estos signos son los gatos, los transbordadores espaciales, una pieza de Bach… Al final, sin reventaros la intriga os diré que la frase del Sistema Solar es conocida por Dizze (y por los lectores), pero claro está, una apuesta con unas expectativas así corre el gran riesgo de degenerar en un “Parto de los montes”.

Si hay dos pilares que salvan Los electrocutados del ridículo o de la acusación de patraña son, a mi entender, su acerada sensibilidad (nunca cae en lo cursi, aun transitando su frontera) y su juicioso uso del humor, algo que siempre es de agradecer. De lo primero dan testimonio las cartas de Dizze a su hermana Oidas, diálogo unidireccional, repletas de un amor emocionante. La contrapartida del humor la encontramos en forma de unas demenciales clases universitarias de Dizze (profesor de “Historia de las Ideas Menores”), cuyos textos se interpolan en la novela y que constituyen lo mejor del libro, por lo imaginativas, refrescantes y bizarras. Como botón de muestra, sépase que una de ellas trata sobre un tal Kilgore Trout, estudioso de la vida ‘alien’ y defensor de la teoría de que toda la vida en la Tierra es de origen extraterrestre y se implantó en 1950 (Kurt Vonnegut, Jr. estaría orgulloso).

Pese a estos momentos brillantes de ironía, sátira y ‘gore’, Los electrocutados descansa sobre una serie de 'leitmotivs' que francamente me han parecido un poco oportunistas o traídos por los pelos. Así, hay constantes referencias a la Red, Internet, Twitter, la electricidad como metáfora extendida o alegoría de las conexiones que establecemos y que según el narrador son el signo de los tiempos… aparte de los símbolos ya mencionados: el transbordador espacial (la huida del hombre hacia el cosmos), los pájaros (como ancestros nuestros que demostrarían lo absurdo del lenguaje: otra idea clave de la Posmodernidad) y los gatos (máximos exponentes de los interrogantes de la Humanidad, dada la forma curvada de su cola).

De este modo, un libro que tiene un comienzo si no delicioso sí absolutamente prometedor e intrigante, se pierde en meandros y vericuetos que pueden parecer a priori profundas reflexiones pero que a menudo se quedan en aislados destellos de talento. Porque talento hay, no seré yo el que le niegue a J. P. Zooey el mérito de haber creado su propio universo, bastante consistente, pero es una pena que la historia y los temas de base (el amor de los dos hermanos, la búsqueda del sentido de la vida, la naturaleza de la creación literaria o el lenguaje mismo) tengan que disfrazarse “de no sé qué ropajes” para llamar la atención en estos días.

15 febrero 2012

A dónde van

Fantasmas de piedra. Cuando una aldea era el mundo

Mauro Corona

Altaïr, 2011. Colección "Clásicos Heterodoxos"

ISBN: 978-84-9375-558-4

296 páginas

22 €

Traducción de María Alida Ares Ares



Alejandro Luque

En los últimos años, España e Italia han coincidido en demostrar un renovado interés por la memoria. Escritores, cineastas, artistas del más diverso pelaje han participado de este movimiento, a veces fuertemente politizado, pero casi siempre impregnado de un angustioso sentimiento de pérdida. “Se canta lo que se pierde”, escribió don Antonio Machado. Pero no todo lo que se pierde es cantado, porque para eso hay que encontrar primero un cantor. En una canción preciosa, Silvio Rodríguez se preguntaba adónde iban las cosas cotidianas que el olvido barre; pero, nombrándolas una a una, el público sentía con un escalofrío la certeza de que estaban siendo rescatadas.

He recordado ambas cosas, el verso machadiano y la letra de Silvio, tras la lectura de este hermosísimo libro de Mauro Corona, vecino de los Dolomitas del Friul, en el norte alpino de Italia, escalador, escultor en madera y, desde que fuera descubierto nada menos que por Claudio Magris, escritor con 16 títulos en su haber. Tras darse a conocer en su país con libros como Aspro e dolce, L’ombra del bastone o Storia di neve, este hombre de montaña ha desembarcado en España con un testimonio de los que dejan huella en cualquier lector sensible.

El origen de esta historia se remonta al 9 de octubre de 1963, cuando el embalse de Vajont fue desbordado por una ola gigantesca y el valle completamente barrido, con un saldo de dos mil pérdidas humanas y el resto de la población desalojada a la fuerza. Erto, la villa natal de Mauro Corona, fue así durante décadas un pueblo fantasma. A él regresa el autor en estas páginas, recorre las calles en las que transcurrió su infancia, empuja la madera podrida de las casas, reconoce objetos que pertenecieron a parientes y vecinos, y poco a poco consigue que todo vuelva a revivir ante nuestros ojos.

Estructurado en cuatro partes correspondientes a las estaciones del año, Fantasmas de piedra es al mismo tiempo una autobiografía íntima, una elegía al mundo perdido de ayer (“Ha habido más cambios en los últimos treinta años que en los doscientos precedentes”, dice), un canto a la naturaleza y, desde el punto de vista estilístico, un relato magistral, con momentos que habrían merecido la aprobación de Rulfo, descripciones capaces de traernos a la nariz el olor de la resina y la tierra húmeda, y a los labios el sabor de la polenta y el áspero vino de las montañas.

Tal vez no sea casual el hecho de que Italia haya dado un caso como Corona, paralelo al que surgió en España, a la sombra del maestro Delibes, con nombres como Julio Llamazares o Alejandro López Andrada, todos ellos autores capaces de poner en pie un universo que ya no es, que nunca volverá a ser. La nostalgia, como se puede imaginar, está presente a todo lo largo y ancho del libro, y también son frecuentes los fragmentos que mueven al humor. Pero Corona es lo suficientemente inteligente como para no rellenar casi 300 páginas con escenarios arcádicos, coros de pájaros y ancianitas bondadosas. Hay que subrayarlo: Fantasmas de piedra no es Heidi. Por el contrario, se trata de un libro duro, que levanta acta, por ejemplo, de cómo los niños robaban los pollitos de los nidos y les quebraban el cráneo con una simple pinza de los dedos, cómo una chica violada volvía a casa amordazada por el miedo y la vergüenza, o como se dirimían en sucesos de sangre algunas controversias personales, al margen de las leyes codificadas.

Prolijo, moroso, muy bien hilvanado, pero sobre todo honesto, el testimonio de Corona nos recuerda que no hay que tener miedo al escozor de la memoria, porque a veces ésa es la señal de que las antiguas heridas se desinfectan. Y, dando una vuelta de tuerca al adagio machadiano, que sólo lo que se canta puede ser salvado.


[Publicado en La Tormenta en un Vaso]

14 febrero 2012

No siempre se acierta


El vino de la soledad

Irène Némirovsky

Salamandra, 2011

ISBN: 978-84-9838-403-1

221 páginas

15 €

Traducción de José Antonio Soriano Marco



Juan Carlos Sierra

Tras la monumental Suite francesa y su merecidísimo éxito de crítica y público, la editorial Salamandra ha ido recuperando poco a poco la obra narrativa de Irène Némirovsky, dando con cuentagotas -casi a razón de uno al año- otros títulos de la autora ucraniana afincada en Francia a partir de 1919. Desde la inauguración de lo que podría llamarse "Colección Némirovsky", el que suscribe estos párrafos ha ido buceando en su obra al ritmo de la publicación en español de sus novelas fascinado, principalmente, por su maestría a la hora de perfilar caracteres, de bucear en el alma humana, de crear personajes hondos, complejos y redondos.

Sin embargo, en El vino de la soledad las expectativas quedan un poco por debajo de lo esperado. Es más, de lo que conocemos hasta el momento de Irène Némirovsky podría afirmar que en este libro la escritora ucraniana rebaja sus exigencias literarias al nivel de la simple corrección. Evidentemente, esta valoración solo se puede realizar con la perspectiva que ofrece el tiempo transcurrido y el conocimiento de otras novelas de mayor valía -y no me refiero solo a la sublime e inacabada Suite francesa-.

Si el valor más destacado de la escritura de Némirovsky desde mi punto de vista es la construcción de personajes de una pieza -pero como un mosaico donde cada una de las teselas explica el conjunto y le aporta sus propios matices-, los dibujados en El vino de la soledad adolecen de cierto esquematismo, de una suerte de previsibilidad que puede explicarse quizá por el mismo origen de la novela.

Como ha señalado gran parte de la crítica que se ha ocupado antes de esta novela, se trata de una de las obras más autobiográficas de Irène Némirovsky. De hecho, la protagonista, Elena Karol, puede considerarse su álter ego. Al margen del argumento de la obra, sobre el que no vamos a detenernos, porque no es necesario para nuestra argumentación y porque no queremos desvelar nada a los potenciales lectores de la novela, existe un principio en literatura que posiblemente pasa por alto Némirovsky en la creación de esta obra y que ya enunció Gustavo Adolfo Bécquer muy avanzado el siglo XIX: “Cuando siento no escribo”. Esta frase del poeta sevillano se refiere no solo a la distancia temporal -evidente en el caso de los sucesos que narra El vino de la soledad y el momento de transmitirlos como obra literaria-, sino más bien a la distancia emocional que ha de existir entre el instante de la vida vivida y su posterior plasmación en artefacto literario.

Cuando esa distancia no existe, aunque haya pasado mucho tiempo, el efecto literario puede resultar frustrante. Cuando uno sigue íntima y emocionalmente ligado a los sucesos que piensa trasladar al papel, por paradójico que parezca, el intento suele resultar fallido, porque los sentimientos son malos consejeros en la escritura, porque las confesiones hay que dejarlas para los amigos o para el cura, si se es creyente, y porque la claridad necesaria para construir una trama y especialmente unos personajes puede verse nublada y lastrada por los deseos de venganza, por los impulsos de ajuste de cuentas que, como es el caso que aquí nos ocupa, sobrevuelan El vino de la soledad.

Si no se ha leído nada de Irène Némirovsky, esta obra puede ser, no obstante, un buen comienzo porque al fin y al cabo -ya lo hemos apuntado antes- se trata de una obra correcta; si ya se ha disfrutado de Suite francesa o El baile, se puede prescindir de El vino de la soledad, que hay muchos libros esperando y muy poco tiempo.

13 febrero 2012

De tanteos poéticos y ángeles inocentes


Ángeles sin sospecha

Ramón Miguel Montesinos

Ediciones Crusoe, 2011

ISBN: 978-84-938080-4-4

67 páginas

12 €

Prólogo de Luis Alberto de Cuenca



Rafael Roblas Caride

En ocasiones me pregunto por qué la poesía es tan imprevisible y caprichosa; por qué esa misteriosa focalización lírica sorprende a este autor a una edad temprana y a este otro se le presenta lentamente distraída, como un regalo inesperado fruto de una vocación tardía; qué fantasma familiar impide a Fernando Villalón escribir su primer poemario hasta cumplida la cuarentena o qué inspiradísima musa susurra sus versos al oído del casi adolescente Neruda de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. En estas me encontraba cuando, casi de sorpresa, viene a posarse en mis manos, como un aleteo de mariposas azules, este primer libro de Ramón Miguel Montesinos, publicado por Ediciones Crusoe en un impoluto volumen de inmaculada blancura que complementa perfectamente la voz poética que respira en su interior.

Pero centrémonos. El hecho de que Ramón sea el hijo de Rafael Montesinos puede que importe poco al lector de esta reseña, por más que, como acertadamente indica en el prólogo Luis Alberto de Cuenca, no deba desdeñarse este dato que explica algunas de las influencias que actúan sobre estos Ángeles sin sospechas. Sin embargo, obviando los condicionantes sentimentales, biográficos o genéticos que hayan colaborado en la percepción poética de su autor, lo realmente reseñable es que la actividad contemplativa del poeta expectante ha dado paso al cabo de los años a una inquietud que encauza aquella vocación vital de siempre hacia el nacimiento del presente libro, un poemario fresco e ingenuo que da a conocer al público parte de esa creación atesorada por Ramón Montesinos a lo largo de muchos años de lecturas y silencio.

Labor catártica y de tanteo. Trabajo constante en el que la mirada lírica sobre el mundo cede paso a la palabra escrita para sobrevolar sobre el verso. Sea como sea, material poético primerizo, sí, pero firme y convincente, que aspira a algo más que a convertirse en un capricho pasajero. Y efectivamente, estos Ángeles sin sospecha pueden definirse como esos restos del naufragio del poeta -hasta ahora inédito y desconocido- que bracea por salir a flote y buscar el reconocimiento del lector. De este modo llegan por el aire del universo montesino estos ángeles que revolotean misteriosos y juguetones, procedentes de un universo pasado donde la luz y la oscuridad pugnan en una confrontación de contrarios. De esta lucha, precisamente, nace la plegaria inicial del libro, dirigida al Dios “de los ayeres y los astros”, al “Dios en la letanía de los amaneceres” invocado en los primeros versos.

Esta oración, que comparte en rara amalgama el mismo aire familiar del mejor Alberti y del romanticismo decimonónico, inaugura una galería de composiciones que se estructuran en torno a tres pequeños capítulos o apartados, y que a su vez se identifican por un estilo sencillo y directo, (“No te vayas aún, / quédate unos versos más conmigo.”, implora Montesinos en “Los difuntos enamorados”); que no desdeñan en ocasiones la pirueta metafórica o visual, procedente de la percepción onírica que tiene el poeta de su existencia (“En el camino también habitan / espectros jóvenes con miradas pueriles, / lloran junto a las orillas / de mares con sienes de ópalo...”) y que tampoco desprecian el guiño cotidiano, que en el madrileño se mezcla con una ingenuidad y una ternura conmovedoras, como ocurre en “Accidente”:

"He manchado con tomate
unos versos de Verlaine
y al hacerlo me he sentido culpable
de algo tan ingenuo.
¿Qué diría Verlaine?
¿Se habrá dado cuenta
y en su mirar de hinchadas pupilas
me insulte groseramente sutil;
¡oh, petit monstruo!,
o tal vez sus vulneradas musas
de arrogantes bustos altaneros
habrán sonreído pícaramente?

He manchado con tomate
unos versos de Verlaine."

Poema de estructura cerrada y circular, concluida con un epifonema que reitera, a modo de estribillo, los versos iniciales. Este recurso se repetirá en la penúltima composición, la que comienza con el verso “Murmuran las piedras al amanecer...” y, junto con el paralelismo y la anáfora, constituirá una de las tendencias estilísticas más acusadas de la muestra poética del Montesinos de Ángeles sin sospecha.

Pero abandonemos el análisis individual y concluyamos sobre la globalidad de este libro construido sobre el verso libre de arte menor. Temáticamente, Ángeles sin sospecha es un breve recorrido elegiaco a través de un universo que, paralelamente a la vida, delimitan el amanecer y la noche. No por casualidad, las abundantes referencias temporales giran en torno a la luz, sobre todo las del primer capítulo. Luz del sol en el horizonte, que compite en brillo con la tristeza; luz de lunas horadadas y de soles negros; luz al final de un amplio túnel de espejos y espumas; luz en el cielo de un alba nueva y diferente. Y como en toda elegía, el pasado -la infancia- se agiganta en el recuerdo, tras las “máscaras adormecidas / que entre sus azules penumbras” van desapareciendo lentamente, desvanecidas por el olvido. Aunque el poeta se resiste, quizás porque Montesinos sabe -o intuye- que “ese tiempo que no existe” se halla en la niñez remota, patria lejana y centinela de la belleza del mundo, al par que núcleo misterioso de la creación poética. Así parece reconocerlo el autor en el poema final, esperanzado y, al mismo tiempo, melancólico canto que concluye en deseo desesperado:

"[...]Y yo aún espero al niño poeta,
sé que tiene unos versos nuevos,
la canción de un instante,
un horizonte armonioso,
la esperanza de un náufrago
que va con rosales de silencio
hacia la melancolía del crepúsculo."

Y, como paisaje de fondo la desolación de la vida adulta, el alcohol, la desesperanza, la confusión, la locura, el opio, la muerte... desfilan en versos armoniosos y cuidados que se sustentan rítmicamente sobre la repetición de estructuras sintácticas y fónicas que actúan como estribillos. Libro de contrastes, de búsqueda lírica y existencial.

Así, con estos Ángeles sin sospechas, expectantes seres celestes sostenidos en su levitar de alas tanteos, Ramón Miguel Montesinos irrumpe en el mundillo lírico oficialmente. Y, a pesar de que su llegada se nos antoja demasiado tardía, de aquí en adelante nos queda la impaciencia por comprobar si esta galería de ángeles se queda detenida en un vuelo efímero o, más bien, su obra madurará cualitativa y cuantitativamente en nuevas entregas posteriores. Por lo pronto, la breve avanzadilla promete y dibuja en el horizonte una cierta esperanza puesta sobre la recién nacida promesa. A partir de ahora, sólo el futuro y el propio escritor podrán responder sobre la continuación de la misma, confirmando así si mereció la pena esperar tanto tiempo para asistir al bautizo del nuevo poeta. Que el futuro decida.

12 febrero 2012

Premios Estado Crítico 2011

Reunido el jurado de los Premios Estado Crítico 2011, decide por amplia mayoría conceder el correspondiente a la Mejor Novela del año a Antonio Orejudo por Un momento de descanso (Tusquets). Según el acta del jurado, el galardón se concede por "su valiente tratamiento de temas cuasi sagrados como la corrección política y la memoria histórica, alejado de papanatismos, sectarismos y siempre utilizando el humor como arma. Y por su palmaria demostración de que el juego posmoderno puede aspirar al máximo rigor intelectual sin sacrificar la voluntad de entretenimiento de la literatura, y sin alienar a los lectores no iniciados en la jerigonza de la teoría crítica."


Por su parte, el Premio al Mejor Poemario del año ha recaído en Luis Alberto de Cuenca y su obra En la cama con la muerte (Isla de Siltolá), destacando "la elegancia, la intensidad y la universalidad de cada uno de sus poemas, cargados todos de hondura y sustancia viva y alados de brevedad y sencillez; porque su vibrante emoción personal nos zambulle el corazón, sin previo aviso, en la vida y en el misterio; por el gallardo desenfado con que trata a Thánatos, sin incurrir en la desesperación, pero sin faltarle al respeto; y, sobre todo, por rescatarnos de la vulgaridad y de la muerte con ese Eros fresco y penetrante que aletea en su obra."


Asimismo, el Premio al Mejor Ensayo ha ido a parar a las manos de Antonio Rivero Taravillo y su Luis Cernuda. Años de exilio (1938-1963) (Tusquets), al "sumergirnos en su ensayo en todos los perfiles literarios de un escritor, Luis Cernuda, que representa lo mejor de la poesía española del siglo XX, y además mostrarnos a una persona compleja y contradictoria, dejando de lado la tan manoseada leyenda de su carácter hosco y difícil o el discurso innecesario de su condición sexual. Por otro lado, al igual que sucediera en la primera parte de esta biografía, el libro de Rivero Taravillo repite su condición de excepcional guía de lectura. Aunque la obra de Cernuda se pueda leer y disfrutar sin atender al horizonte vital del escritor, esta biografía aporta el recorrido existencial de donde surgen sus poemas de exilio y se convierte en un complemento perfecto y necesario de Historial de un libro."


Por último, el Premio a la Mejor Traducción del año ha sido otorgado a Mercedes Cebrián, por su trabajo en Sábado por la noche y domingo por la mañana (Impedimenta) de Alan Sillitoe. El jurado ha valorado "su capacidad para insuflar contemporaneidad a un texto editado hace más de 50 años, plagado de coloquialismos y fuertemente arraigado a un contexto histórico y socioeconómico muy determinado. Cebrián logra sobrevolar los riesgos planteando una traducción que, respetando en todo momento la significación del contexto y la personalidad de la voz narrativa, resulta muy actual y apegada al lector contemporáneo."


El premio, sin dotación económica, consiste en una fotografía de Antonio Acedo, Premio Andalucía de Periodismo.