24 enero 2012

Oficio


Un extraño en París

W. Somerset Maugham

Ediciones B, 2011. Colección "Ficción Zeta"

ISBN: 978-84-9872-535-3

336 páginas

8 €

Traducción de Fernando Gutiérrez



Daniel Ruiz García

No hay pomada posible: la culpa de una portada tan almibarada (da la sensación, al tomar el libro, de que vayas a ensuciarte los dedos de azúcar) la tiene toda Ediciones B y sus diseñadores, alguno de los cuales debió tener un mal día. Sí merecen una palmada en la espalda por decidirse a publicar un nuevo título de Somerset Maugham en formato bolsillo. Se trata de uno de sus grandes 'bestsellers', lo cual no es decir mucho, ya que Maugham fue uno de los autores que más vendió en su tiempo; en los años 30 del pasado siglo no hubo nadie que pudiera hacerle sombra.

Quizá en esta condición de 'best-selling author' residiera buena parte de la razón del odio que le profesaron durante su tiempo muchos de sus contemporáneos y la crítica más seria, que lo tildaba de excesivamente diáfano en el estilo, poco capacitado para la metáfora y con una querencia por un orientalismo acartonado y de 'souvenir'.

En cierto modo, el propio Maugham asumió estas críticas como un hecho cierto, hasta llegar a afirmar que se consideraba un autor de segunda fila. Su experiencia con los Literary Ambulance Drivers, el extravagante comando de conductores de ambulancia voluntarios de la Cruz Roja Británica que sirvió en Francia durante la Gran Guerra, y que juntó a talentos de las letras del tamaño de Hemingway o Dos Passos, debió pesarle siempre como una maldición, como una señal de que en aquel comando, igual que en cualquier liga, siempre hubo algunas flamantes estrellas y una serie de segundones, entre los que se encontraba él. Porque, pese a su éxito de ventas, pese a su rutilante vida como adaptador de guiones en Hollywood, pese a su proyección como dramaturgo, la crítica nunca lo trató bien. Representaba una forma de literatura sencilla, sin abalorios estilísticos ni rebuscamiento, con el foco siempre puesto en el drama, en la interacción de los personajes, todo un delito en una época de altos vuelos literarios representada por figuras hoy intocables como Faulkner, Joyce o Woolf. Como mucho, y gracias a monumentos incuestionables como Servidumbre humana o El filo de la navaja, sus dos novelas más célebres, quedó relegado a la condición de suplente y calientabanquillos de Hemingway, con quien guarda cierta similitud estilística.

El tiempo pasa y, para no hacerle un feo al tópico, pone las cosas en su sitio. Y si bien es cierto que los cuentos de Hemingway resisten con robustez el paso del tiempo, hay otras novelas del americano que no han envejecido tan bien. Un lector del siglo XXI encuentra en Maugham muchas cosas que lo distancian de la sombra de su referente. Para empezar, su ironía y fino sentido del humor. También, pese a los excesos de exotismo de algunas de sus novelas viajeras, su buen gusto, su refinamiento como observador. Su habilidad en la construcción de diálogos, que pocas veces resultan forzados, y que sirven con habilidad a los objetivos de la trama. Su ritmo, gracias a la pericia técnica que se evidencia en manejo de recursos novelísticos como los “puentes” de transición entre capítulos determinantes y gracias a su capacidad para ensartar con el engrase idóneo las disquisiciones teóricas con la acción. Su buen pulso para el dibujo de personajes, hasta cuando tienen cierto cariz burlesco (pienso, por ejemplo, en Ashenden, su agente secreto, que inspiró nada menos que a James Bond). Podría estar enumerando durante muchas horas sin cansarme todas las bondades de la literatura de Maugham, pero creo que todas se reducen en realidad a un gran atributo: su competencia para el arte de novelar, entendiendo por ello su habilidad y conocimiento de todas las técnicas propias de la novela.

Un extraño en París pertenece a esa categoría de obras que el propio Maugham, en su delicioso ensayo Diez grandes novelas y sus autores, considera en la estela de Moby Dick. Nos referimos a la variante de novela en la que el que aparentemente figura como protagonista principal de la trama acaba ejerciendo de observador o contador de una historia que pasa por su lado, y que realmente es la que concentra todo el interés de la lectura. “En esta variante -explica Maugham- el autor cuenta la historia, pero ni es el protagonista ni es su historia lo que cuenta. Es un personaje más, y mantiene una relación más o menos estrecha con las personas que intervienen en ella”. Para Maugham, de hecho, se trata de la “manera más conveniente y eficaz de escribir una novela”, un convencimiento que él mismo llevó a la práctica en numerosas ocasiones, siendo su consecución más célebre El filo de la navaja. Aquí, el “extraño en París”, Charley Mason, hace las veces de protagonista, pero el gran interés de la novela viene determinado por la historia personal de la “Princesa Olga”.

En cierto modo, Un extraño en París también se hermana con la obra cumbre de Maugham, Servidumbre humana, en el perfidismo del personaje femenino principal. A Maugham se le da muy bien el retrato psicológico femenino (estoy acordándome, por ejemplo, de Julia, el mejor retrato que conozco de una actriz en decadencia después de la Norma Desmond de Wilder), y en esta ocasión vuelve a ofrecer un dibujo maestro por su hondura, contradicción y sutileza.

El final de la novela acaba planteando una especie de morajela que recuerda bastante, por su resolución, al célebre relato “Los muertos” con el que James Joyce cierra Dublineses, y que resulta de una enorme potencia, situando Un extraño en París entre las obras definitivamente más estimables de la carrera del escritor inglés.

Hace no mucho, un editor bastante prestigioso me comentó que él distinguía entre la literatura que le gustaba y la que consideraba buena. Y que él mismo había editado a Somerset Maugham porque le gustaba, aunque objetivamente no lo consideraba un escritor “bueno”. En asuntos de literatura, nunca he sabido dónde está la objetividad. Si a uno le gusta, pienso, no hay nada que pueda hacerle ver que no es bueno, sobre todo cuando abordamos un asunto como la literatura, en la que el gusto está tan resabiado. Quizá lo que pudiera pensar el editor es que muchas veces Maugham parece un escritor excesivamente liso, poco brillante. Es un escritor de los que digo que “mira de frente”. Lo que implica tratar “de tú a tú” al lector.

Cuando uno, como lector, alcanza esa sintonía con un escritor; cuando se asumen las reglas del juego de una comunicación horizontal, y la consideración del escritor como alguien cercano, al que se le reconoce el tono de voz, es muy difícil sentirse decepcionado. Cada lectura de Maugham es como una confidencia, una conversación a media voz, un diálogo repleto de chispa y de entendimiento mutuo. Es por ello que me considero ferviente admirador de la literatura supuestamente mediocre de Maugham; amo su concepción casi de orfebre de la novela, empatizo totalmente con su concepción nada elevada del escritor, y con su ambición, para muchos limitada, de construir buenos artefactos narrativos de ficción, donde exista una buena combinación entre entretenimiento y reflexión, siempre planteados con gracia, con mano diestra. Es por ello que soy incapaz de resistirme al reclamo de Maugham. Aun cuando comparece con portadas tan infames como ésta.

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