29 julio 2011

Aire caliente en la garganta


Crematorio

Rafael Chirbes

Anagrama, 2011. Colección “Compactos”

ISBN: 978-84-339-7376-4

424 páginas

10,50 €

Premio Nacional de la Crítica 2008



José María Moraga

Curiosas sinergias las que se establecen entre los diferentes medios de la cultura de masas, en esta “era de la reproducción mecánica”, que diría Walter Benjamin. Perdonen la cita gratuita del filósofo judío, tal vez sí venga a cuento si pensamos en la reproducción, en la copia, con su doble significado de reproducción y de abundancia. El libro que nos traemos entre manos, Crematorio (original de 2007), tiene mucho que ver con ambas cosas. Abundancia material, acaso para saciar un ‘horror vacui’ espiritual nos hemos convertido a la religión del Becerro de Oro. Reproducción de bienes, de objetos de consumo en serie, por ejemplo viviendas todas iguales, como esos chalecitos unifamiliares que atiborran nuestras costas o los alrededores de nuestras ciudades.

¿Les suena? Tal vez no fuera muy descabellado afirmar que se trata del “tema de nuestro tiempo”, la proliferación urbanística, la burbuja inmobiliaria, el boom del ladrillo, elijan ustedes la etiqueta que más se amolde a su gusto estilístico. Pero párense a pensar también: ¿hay una ideología detrás de todo esto? En otras palabras: ¿cuál es la mentalidad (en el sentido de la corriente historiográfica de los Annales) de los señores que han hecho posible el “pelotazo”? Si leen ustedes esta monumental novela de Rafael Chirbes podrán hacerse una idea bastante aproximada.

Como ya saben nuestros lectores, no ha mucho que Estado Crítico ha cumplido su II Aniversario. No existíamos en 2007, año de aparición de Crematorio, y por eso no había en este blog una reseña del libro de Chirbes. Pero había que inventarla. Al principio hablaba de sinergias porque supongo que la reedición que Anagrama hizo en mayo (con nuevos diseño y portada) tiene mucho que ver con el reciente estreno en Canal + de una serie basada en la novela. No he visto la serie, que protagoniza Pepe Sancho, y no voy a hablar de ella. En cambio sí que voy a recomendarles Crematorio el libro hasta que me aparezca una faringitis aguda.

A estas alturas (¿Son cuatro años tiempo suficiente para poner un libro en perspectiva?: Habrán de serlo) todo el mundo sabe que Crematorio es una de las novelas más importantes y de mayor calidad que han aparecido en España en lo que va de siglo XXI. No es exageración, no es ‘hype’. Léanla ustedes mismos y se convencerán. Podrán decirme que no les gusta o que les ha dado coraje pero nunca que no es una excelente obra. A su nivel literario, técnico, lingüístico, temático, hay que añadir el extraordinario valor documental que aporta como artefacto que es a la vez síntoma y causante de una época. La de la corrupción urbanística, la de los maletines, la de los billetazos en bolsas de basura, la de los mafiosos ex soviéticos en clubs de carretera con bombillitas rojas. La que nos ha tocado vivir.

Estoy pensando en novelas como El Jarama (1955), Tiempo de silencio (1962) o La verdad sobre el caso Savolta (1975), así de importante es este libro. Rafael Chirbes ha sabido valerse de toda la pirotecnia técnica que nos brinda la literatura posmoderna bien entendida para, entrando en la mente de media docena de personajes, radiografiar una apreciable ‘tranche de vie’ de la sociedad española actual. Puro naturalismo decimonónico contado con las herramientas del siglo XXI.

La anécdota de Crematorio es mínima: todo sucede en 24 horas en torno a la próxima incineración del cadáver de Matías Bertomeu, ex apóstol progre trocado en gurú ‘new age’. Lo que Chirbes nos ofrece son las reflexiones, los monólogos interiores, los pensamientos más íntimos de las personas que más tuvieron que ver con él, o tal vez aquellas en cuyas vidas más honda huella deja él.

Empezando por su hermano Rubén Bertomeu (verdadero protagonista de la novela), especulador inmobiliario sin escrúpulos, siguiendo por Silvia, la hija de este pero fascinada por su difunto tío Matías, más un escritor amigo de la infancia de los hermanos Bertomeu, más la actual esposa de Rubén, más algunos mafiosillos que le sirvieron de mano derecha, de modo que va tejiéndose una trama o más bien destejiéndose, que nos permite ver que en la España de los últimos cuarenta años no ha sido oro todo lo que reluce.

Por supuesto que los pensamientos de los personajes nos conducen a una continua analepsis: solo a partir de recuerdos y vivencias pasadas podremos completar el fresco de la familia Bertomeu y sus adláteres, y a lo mejor nos llevamos alguna sorpresa, porque ya se sabe que en la época que nos toca ni los buenos son perfectos ni los malos lo son tanto que no tengan redención posible. Y como telón de fondo, los rascacielos de apartamentos, los chalecitos, las divisas blanqueadas, el polvo blanco de la cocaína, la cirugía estética, los concejales que venden unas siglas por papelitos de colores: como estar viendo un telediario, señoras y caballeros.

28 julio 2011

Simplemente vida


El grito

Antonio Montes

Siruela, 2011. Colección "Nuevos Tiempos"

ISBN: 978-84-9841-524-7

297 páginas

17,95 €

Premio de Novela Café Gijón 2010



José M. López

Esta novela comienza y acaba con un grito, recurso narrativo que considero efectivo y respetable. Sin embargo, soy de los que piensan que, aunque el pan sea de muy buena calidad, hay que rellenar el emparedado. Y es que el sándwich que conforma esta novela posee, en mi opinión, escasos e insípidos condimentos. Mejor dicho, y peor aún, solo contiene vida.

A pesar de lo que acabo de afirmar tengo que decir que El grito transcurre durante los dos días de un velatorio en un pequeño pueblo de provincias. Pero en este caso la muerte solo es una excusa, el 'McGuffin' utilizado por el autor, Antonio Montes (1980), para retratarnos -porque esta novela es un cuadro- la conciencia colectiva de las gentes que habitan en este pequeño municipio, sus rencillas, sus miserias… En definitiva, un devenir cotidiano que no se ve interrumpido por el fallecimiento de esta anciana, ya que la muerte también forma parte del día a día de un pueblo que perece por segundos debido a la inminente espantada de los pocos jóvenes que aún permanecen encerrados allí. Así, este velatorio no es más que un acontecimiento cotidiano más, un acostumbrado ritual de la muerte cientos de veces repetido por cada ciudadano, que reproduce maquinalmente y sin sentimiento cada pésame, cada abrazo, cada beso lanzado a algún miembro de la familia de la muerta.

De este modo, los dos días en los que se vela a esta pobre mujer valen al autor para enumerarnos una sucesión de temas que en tantos libros, en tantas películas hemos visto como propios de este tipo de poblaciones pequeñas y aisladas: las críticas ocultas entre vecinos, los viejos rencores, las sombras familiares, la hipocresía, y, sobre todo, el carácter ritual de la muerte, manifestado en un cúmulo de gestos que deben realizarse más que como expresiones sinceras de sentimientos, como obligaciones de origen incierto, pero que responden a un protocolo del qué dirán de inevitable cumplimiento. Como afirma uno de los asistentes, “las cosas son como son, y hoy me toca estar aquí, que cuando me ha pasado a mí algo han venido a cumplirme y ahora no puedo yo hacerme la tonta”. Por ello, hasta los objetos propios de este tipo de eventos fúnebres, lejos de aparecer como símbolos de comprensión y solidaridad hacia los familiares, se convierten en meras piezas de un engranaje que se pone en marcha de manera automática e inhumana. Es el caso de la coronas que se envían a la familia, que se describen como “impersonales, tristes, parecen el resultado de una cadena de montaje, más que un detalle de cariño”.

¿Pues no parece mala idea como punto de partida/idea central de una historia? Realmente no. El problema es que Antonio Montes, ganador del premio Café Gijón (2010) con esta su primera novela publicada, tan solo nos ofrece un fresco lleno de tópicos y lugares comunes. Quiero decir que no se atreve a coger por los cuernos cada personaje, cada miserable sentimiento de una comunidad moribunda, y utilizarlos como símbolos, superando la mera caricatura, el arquetipo gastado, y que de este modo cobren vida perfiles que vayan más allá de la anécdota y den a conocer personas o situaciones de validez universal. Los mejores cuadros de costumbres, desde la Vetusta de Clarín hasta el lúcido retrato de la América tras el crack del 29 que realiza Steinbeck –al que Montes cita al principio de su novela-, han sabido, según mis entenderes, excavar en las galerías interiores de una sociedad, de modo que, finalmente, lo allí descrito posea trascendencia universal, y se consiga conectar todas las tierras y todos los tiempos. Pero el autor se queda en el caparazón en su intento de describir las sombras, las miserias corrientes y molientes del alma humana. Ni siquiera a través de la aparición de una segunda historia en la que se expone el secreto que guardan los dos nietos de la fallecida consigue este joven novelista introducir el bisturí en las entrañas de los personajes. Este misterio, que, en principio, pretende mostrarse como eje vertebrador de esta trama oculta de la novela, se torna en mero aderezo contado de manera artificiosa y que, por tanto, no se entiende, no es comprensible.

Y este mismo problema observamos también en la forma. En la novela aparece un narrador escueto, frío, que suele introducir, como en una acotación, la escena, para rápidamente ceder la palabra a los personajes que asisten a esa casa disfrazada de tanatorio. Se reproducen, por tanto, las conversaciones de los diferentes vecinos y familiares de la anciana fallecida, y se intenta mostrar un cuadro del pueblo a través de los diferentes puntos de vista con los que los personajes se enfrentan a la muerte de la vieja. Se suceden, por tanto, pasajes en los que se atisba un deseo de reproducir las conversaciones típicas de los pueblos, con otros en los que se intenta traducir, a través del monólogo interior, la conciencia de los personajes. En los primeros no se consigue imitar con solvencia y rigor el registro coloquial, como antes hicieron Manuel Puig o el maestro Ferlosio, entre otros; y en los segundos se está a años luz de plasmar el denominado “fluir de conciencia” de los personajes, donde la imagen surrealista y caótica se acerca al insondable pensamiento humano. Es más, cada párrafo se limita a mostrar hasta el sopor un pormenorizado repertorio de refranes y frases hechas que son los que escuchamos a diario en este tipo de poblaciones.

Ya he dicho por aquí en alguna que otra ocasión que la vida esconde la vida, y, sin ánimo de mostrarme repetitivo, vuelvo aludir a ello porque este es justamente el principal defecto de esta historia. Lo que Antonio Montes retrata en El grito es solo la coraza anodina de nuestro día a día más ritual, un mordisco de realidad cotidiana y moribunda, intentando dejar entrever, en mi opinión, de manera insuficiente, lo que se esconde detrás de estos gestos o palabras gastados por el uso. En definitiva, vida nada más, pero no la auténtica, la que los libros nos ayudan a descubrir y a comprender, sino la corriente, la tópica, la falsa.

27 julio 2011

El oscuro pasajero


El demonio

Hubert Selby Jr.

Huacanamo, 2011

ISBN: 978-84-937891-2-1

312 páginas

18 €

Traducción de Juan Miguel López Merino



Fran G. Matute

De la escueta información publicada en relación con esta obra de Hubert Selby Jr., me quedo con un dato: esta es la novela favorita del cómico Andy Kaufman. Muchos conoceréis a este señor gracias a la película Man on the Moon (1999) de Miloš Forman. Y como ya hace tiempo que se estrenó me voy a tomar la libertad de "espoilearla" con el ánimo de hacer más rica en matices la presente reseña.

Por si alguno no lo sabe, Andy Kaufman murió de cáncer de pulmón. Un cáncer que se presentó incurable desde el primer momento. No obstante, Kaufman tiró de fe a la hora de combatirlo y recurrió a mil y un remedios ajenos a la medicina oficial. Uno de sus desesperados intentos fue acudir a una especie de chamán filipino cuya fama como sanador le precedía. Aquel curandero se vanagloriaba de introducir sus manos en la carne viva de sus pacientes y extirpar, sin anestesia ni cirugía aparente, el órgano enfermo. Un milagro que realizaba delante de miles de feligreses, desahuciados y sedientos de esperanza, que todos veían con sus propios ojos y sucumbían al asombro en el acto. Cuando le toca el turno a Andy Kaufman, gracias a un leve movimiento de cámara, conocemos el engaño más ruín y repugnante que uno pueda imaginar. Un sucio juego de manos hábilmente perpetrado por el falso profeta, un ardid de prestidigitador que se mofa de la muerte de sus pacientes, los cuales recorren kilómetros y gastan fortunas por tener una audiencia con el hombre que juega a ser Dios. Y en ese preciso momento que conocemos el vil truco, Kaufman rompe a llorar... pero de risa. Aquéllo le parece la broma de mal gusto más cojonuda que haya presenciado jamás. ¡El jodido filipino se está quedando con todo el mundo en sus putas narices!. Una obra de arte de humor negro. Así que si tenemos en cuenta que El demonio (1976) es la novela favorita de semejante personaje, sólo cabe interpretar dos cosas: o estamos ante la broma infinita o ante la obra genial de un demente.

Si nos decantáramos por la segunda de las interpretaciones, lo primero que tendríamos que destacar es el potreo al que somete Selby Jr. a su personaje protagonista. Ese Harry White, apodado "el amante", un triunfador nato, un JASP en el Nueva York de mediados de los 70. No sabemos si Harry es más ducho con las mujeres o en el trabajo aunque lo primero, en ocasiones, afecte a lo segundo. El éxito no se consigue sin dejarse algo por el camino y a Harry le van a pasar la factura por todas sus conquistas en horario de oficina. Pero vicisitudes amorosas y laborales al margen, Harry ha nacido para ganar y su jefe le dará las claves del éxito y Harry las cumplirá a rajatabla con tal de conseguir el ansiado reconocimiento empresarial.

Ni su jefe, ni sus amigos, ni sus conquistas de un día, ni sus padres, ni siquiera el propio Harry, son conscientes de que en lo más profundo de sus entrañas habita un ser innominado que se alimenta de la bilis de su porteador. Selby Jr. no se adentra en disquisiciones psicológicas para justificar la existencia de ese "oscuro pasajero" (como el que acompaña al Dexter Morgan de Jeff Lindsay), por lo que el personaje de Harry pasa por ser el preludio de Patrick Bateman en American Psycho (1991). El mal habita en Harry y no nos preocupa saber qué motivó su nacimiento. Harry disfruta pecando y a lo largo de esta novela lo vemos caer en una espiral de autodestrucción que lo llevará al límite.

A medida que Harry se mimetiza con sus demonios internos observamos cómo el éxito va llamando a sus puertas. Ascensos, reconocimientos internacionales, dinero, casas suntuosas, una familia adorable, un futuro prometedor y sin límites... así que sería fácil interpretar que Selby Jr. está haciendo un alegato contra el capitalismo y sus consecuencias. Pero juraría que hacer una lectura de la novela en esos términos resultaría maniquea y simplona. Considero que Selby Jr. está más interesado en describir los procesos mentales por los que un hombre aparentemente normal puede llegar a pasar, no por culpa de su ambición (de hecho la oficina se muestra como uno de los pocos oasis mentales de Harry), sino por el mero gusto de hacer sufrir a su personaje. Es por esto por lo que creo que Andy Kaufman disfrutó tanto con la lectura de El demonio, a la vista de los calvarios a los que somete el autor a su particular cobaya. Calvarios que se reducen a todo lo que supone vivir en sociedad: familia, compañeros de trabajo, esposa, hijos...

Es esta, quizás, la novela más "literaria" de Hubert Selby Jr. Nos fascina ese detallismo costumbrista con el que se va adornando el día a día de Harry. Esa dulzura impostada con la que Selby Jr. trata temas como el matrimonio, las reuniones familiares, el cuidado del jardín... todo narrado desde el interior de las cabezas de los personajes, como si fuese una vocecita que te susurra al oído lo fantástico y fenomenal que es todo. Y es tal la maldad que encubren dichas frases que uno va leyendo cada párrafo esperando a que Harry saque, de un momento a otro, un cuchillo y los aniquile a todos. Y leemos El demonio con esta especie de angustia reprimida porque sabemos cómo se las puede llegar a gastar Hubert Selby Jr. -lo hemos leído recientemente en La habitación (1971), un auténtico vendaval de aberraciones 'contra natura'- y porque tanto buenrollismo nos irrita en sus palabras.

Pero el momento de implosión no parece llegar nunca y cuanto más caldeada está la situación, Selby Jr. nos refresca las ideas gracias a una reponedora ducha, elemento narrativo que hace las veces de válvula de escape de la novela, actuando como destensionador para su personaje, de ahí su acertada inclusión en la foto de portada de la edición aquí comentada. Gracias a ella, El demonio termina siendo un continuo sufrimiento de lectura, siempre a la espera del "rompimiento de gloria", siempre expectante a que aparezca el Hubert Selby Jr. de Última salida para Brooklyn (1964) o Réquiem por un sueño (1978).

Así que siempre cabe decantarse por la primera de las interpretaciones que nos sugería la elección de El demonio como la novela favorita de Andy Kaufman. Considerar que esta obra es una broma constante del autor a sus lectores, a los que martiriza casi tanto como al pobre Harry, al que condena, casi desde la primera página, a morir de éxito. ¿Es ésta una novela a destacar dentro de la obra de Selby Jr., un meritorio ejercicio de psicología psicótica o estamos ante una obra menor, un amago de recorrer nuevos caminos literarios, que no colma nuestras expectativas más cafres? Todo dependerá de lo en serio que te tomes el humor negro de Andy Kaufman...

26 julio 2011

Las nubes nunca paran

El juego de las nubes

J. W. Goethe

Nórdica, 2011

ISBN: 978-84-92683-50-5

128 páginas

16,50 €

Traducción de Isabel Hernández

Ilustraciones de Fernando Vicente


Manolo Haro

En 1856, el artista Nadar, hastiado de retratar hormigas, se subió a un globo a fotografiar el hormiguero, a la sazón el París del II Imperio. Entre sus ilustres insectos se contaban el suicida Nerval, el sifilítico Baudelaire, los diaristas Goncourt, el polémico Manet y el cazador Turgénev. No llegó el titán Goethe a catar la desazón emocionantísima de verse suspendido en un aerostato. Ni siquiera conoció el daguerrotipo ni formó parte del elenco de genios inmortalizados por Nadar –las anacronías tienen estas trampas–, pero, salpimentado como estaba del deseo neoclásico de explicar el mundo racionalmente y del empuje romántico de ver en la Naturaleza la pulsión de una sola alma universal, sospecho que su poco conocida inquietud científica se habría machihembrado con su genio poético y habría dado lugar posiblemente a baladas sobre esas nubes que sobrevuelan nuestras cabezas y nos trastornan el humor según su forma, dimensión y color.

En el quinto y último tomo de las Obras Completas de Johann W. Goethe de la editorial Aguilar (con la traducción de Rafael Cansinos Assens, a veces controvertida, a veces decimonónicamente deliciosa, pero siempre admirable por el trabajo en la sombra que esconde) figura el epígrafe Estudios y curso de cultura, que aglutina a su vez estos otros: “Para la teoría de los colores”, “Para la metamorfosis de las plantas”, “Para la zoología”, “Para la meteorología” y, por último, “Para la geología”. Se trata de escritos en los que el escritor indaga sobre tales asuntos en una mezcla de erudición científico-literaria, autobiografía y crítica. La vasta curiosidad de Goethe en términos tan dispares y con una dedicación tan entusiasta hacia cuestiones que para nosotros pudieran resultar alejadas de sus quehaceres como escritor se explica con sus propias palabras: “las dos grandes ruedas motrices de toda la Naturaleza [son] el concepto de polaridad y de incremento, que corresponden, respectivamente, aquél a la materia en cuanto material, y este otro a la misma en cuanto se la piensa espiritualmente”. No podemos olvidar que la figura del autor del Fausto es un brazo poderosísimo que articula la pasión racionalista del Neoclasicismo y la deriva espiritual del 'Sturm und Drag' con la que se llega al Romanticismo. La Naturaleza es un enigma descifrable por dos vías: la científica y la artística. No podemos entender la una sin la otra. De ahí el sentido de su doble visión.

Esta hermosa edición que la editorial Nórdica ha denominado
El juego de las nubes viene a completar una ausencia que conocíamos los hipano-lectores por las palabras que el propio Goethe había dejado plasmadas en el epígrafe “Para la meteorología” citado más arriba: “solía yo anotar en mis diarios una serie de fenómenos atmosféricos o casos aislados principales; pero para coordinar lo experimentado faltábanme sentido y un punto de referencia científico. Hasta que su alteza real el gran duque mandara instalar un aparato propio para la Meteorología en la falda del monte Etter y llamara la atención sobre las formas de las nubes dibujadas por Howard, repartida bajo ciertos títulos, no dejé yo de evocar con la imaginación el recuerdo de lo que antaño notara, y volví a aplicar mi atención a cuanto digno de observarse se produjese en la atmósfera”. Precisamente estas son las notas que, tal como explica la traductora Isabel Hernández en el excelente y ameno epílogo que cierra el libro, tomó el alemán entre 1820 y 1825. El duque que se cita no es otro que Carlos Augusto de Weimar, el cual quiso convertir su ducado en un importante centro científico con su correspondiente “servicio de nubes”, en el que participaría activamente el escritor. El Howard citado es el inglés Luke Howard, autor de On The Modifications of Clouds (1803), obra que supuso para Goethe el báculo imprescindible para iniciar sus propias investigaciones.

Se ha de dejar claro que no estamos ante un texto literario. Su autor es un mero “notario del cielo” en sus diarios y un erudito –en ciertas ocasiones llevado por una prosa tendente a lo filosófico– en otro de los escritos que conforman el libro, “Ensayo de meteorología”. Sabemos del celo que pone Nórdica en editar su títulos. En esta ocasión ha contado con los hermosos dibujos del propio Goethe y con el trabajo del ilustrador Fernando Vicente, tal vez demasiado afectado en algunas de las ilustraciones, como si de una relectura '
pop' del pintor Caspar David Friedrich se tratara. Bello volumen para regalar a cuñados que se emboban mirando al cielo y/o a amantes de los objetos trabajados con amor. Como decían los Esclarecidos, “...es que las nubes nunca paran”.

25 julio 2011

La insoportable levedad del verano



Venganza en Sevilla

Matilde Asensi

Planeta, 2010

ISBN: 978-84-08-08835-6

300 páginas

21 €




Rafael Roblas Caride

Entre tanta reseña de calidad y tanta crítica erudita, miedo me da comenzar esta entrada de Estado Crítico confesando mi gusto por esas novelas leves, de trama sencilla y estilo llano, con que me divierto durante determinadas épocas del año en las que las meninges se derriten por efecto de las calores. Sí, amigos, sin pudor alguno me confieso ávido –y entusiasta- lector de esas denostadas obras que, con vocación de best sellers, invaden los expositores de los grandes centros comerciales. Y, es más, aunque sea tirar piedras sobre el precario tejado de mi reputación crítica, alguna que otra vez descubro en ellos valores literarios considerables. Resoplo y tomo aire. Ahora sí, entonado este mea culpa, puedo ya iniciar sin más dilación el comentario de esta Venganza en Sevilla que, a la sazón no es más que una nueva entrega de las aventuras de Martín Nevares, ese personaje parido por la imaginación de la escritora Matilde Asensi que comenzara sus andanzas en Tierra firme (Planeta, 2007).

Sin disimulo pues, tras el primer párrafo de esta reseña, el paciente lector puede inferir que la presente obra de Asensi no tiene otra pretensión que hacer pasar un agradable rato, transportando a su receptor durante algunas horas al siglo XVII, presentándole personajes prototípicos de la época, paseándolo por algunos de los lugares más emblemáticos del orbe barroco –Sevilla no puede faltar como emporio indiano- y sumergiéndolo en una trama sencilla -y a la vez falsamente intrincada-, donde la intriga, la pasión y la venganza anticipan el desenlace desde el comienzo del relato.

A saber. El pirata Martín Nevares Ojo de Plata -protagonista multifacético que muta a su antojo en la ilustre señora doña Catalina Solís- vuelve a las andanzas aventureras al enterarse que su familia ha sido afrentada por la Corona española y que su padre adoptivo ha sido apresado y trasladado a la Cárcel Real de Sevilla. Tras el anuncio de este desastre, otra noticia no menos desasosegante le atormenta: sobre este apresamiento actúa la sombra de la familia Curvo, viejos enemigos que deben toda su fortuna al asedio y al robo de materias preciosas provenientes de las Indias.

Este capítulo introductorio es el pretexto de las posteriores peripecias de un Martín Nevares que recupera el botín de aventuras anteriores, que fleta un barco propio y que viaja desde ultramar a la gran metrópoli –a Sevilla-, resuelto a liberar a su padre del presidio, pero que sin remedio se topa con la muerte de éste sobre un jergón de la Cárcel Real. A partir de aquí, el guión previsto, la sed de venganza contra los culpables y el consabido juramento: los cuatro hermanos Curvos pueden temblar.

No tengo ningún ánimo de destripar el final a los pacientes lectores de esta reseña. No sufráis que me callaré que el asesino es el mayordomo. Sin embargo, no hay que ser demasiado ingenioso para imaginar un desenlace donde el engaño basado en la doble personalidad del protagonista –los Curvo conocen a Martín, pero a Catalina no- juega una baza a favor del héroe.

En cuanto al estilo, Venganza en Sevilla está escrito en una esperable prosa, con abundancia de diálogos y carente de todo virtuosismo superfluo. Son las reglas del juego en un género que cada vez se está fundiendo más con el concepto de la narración cinematográfica. Lejos quedaron las piruetas malabares descriptivas de un Galdós o un Baroja, de un Verne o un Salgari. Como suele suceder en otras obras contemporáneas de este pelaje, Matilde Asensi destaca en la recreación de una época que se advierte que ha trabajado a fondo. Encomiable es la descripción minuciosa de la Cárcel Real, por poner un sólo ejemplo, y es justo resaltar que su labor como documentalista sólo es comparable a la de aquellos historiadores que rastrean al detalle la intrahistoria de las diferentes épocas de la humanidad para asegurarse el éxito de una investigación definitiva.

Sin embargo, no tanto agradecimiento encontrará el lector en el tratamiento dado por la autora a los personajes secundarios –y aún protagonistas- del libro. Planos, esteoreotipados, previsibles, de una dureza psicológica casi infantil, pese a la pretendida brillantez de los guiños dedicados a obras clásicas de la literatura española: episodios picarescos, duelos de capa y espada, envenenamientos y retorcimientos argumentales muy del gusto barroco...

También quedan en claroscuro distintos aspectos que escocerán al lector más quisquilloso y exigente: ¿Es creíble que nadie –ni los más allegados- reconozcan a Catalina caracterizada de Martín y viceversa? ¿Resulta verosímil suponer en una mujer como Catalina la fortaleza física necesaria para llevar a buen término una misión tan exigente? ¿No le cuesta demasiado al lector creerse que una desconocida indiana se integre y sea aceptada sin despertar apenas sospechas en la rígida aristocracia sevillana del XVII? ¿No sobrepasa la curandera Damiana las cotas de lo posible en sus cuasi mágicas intervenciones? Exageraciones o licencias del escritor. Sea como sea, sólo es dado al lector poner sus límites y, por lo que se ve en el número de ventas, éstas reflejan una tolerancia tremenda por parte de aquéllos.

Visto para sentencia. El libro se deja leer aunque no sea deslumbrante. Como buena saga de propósito comercial, quedan sueltos aquí y allá hilos que hay que retomar de la anterior entrega, la citada Tierra firme, pero que son fácilmente soslayables con una pequeña dosis de interés por parte del lector. Igualmente se percibe, cómo no, otros hilachos que conducen a la tercera entrega. Inevitable. Y surge la gran pregunta: ¿el libro es bueno o es malo? Depende de para quien. Para Matilde Asensi seguro que bueno. Sus abundantes ingresos así lo atestiguan. Para la literatura con mayúsculas no estoy tan seguro. Lo que sí resulta meridianamente claro es que para pasar una tarde de verano sin mayores pretensiones que las de rememorar el mundo perdido de los mitos de la aventura de todos los tiempos, Venganza en Sevilla es el sucedáneo ideal de aquellos sueños de nuestra primera adolescencia que ya tienen aborrecidos de puro manoseo los grandes obras de Defoe, Stevenson o London. Para algo más, ni fu ni fa, sino todo lo contrario.

22 julio 2011

El viejo Japón y Kawabata

Si repasamos algunas de las últimas reseñas producidas por nuestro crítico Rafael Suárez Plácido, encontraremos una fuerte influencia de la cultura nipona, y en particular de su literatura, en sus gustos y motivaciones. Rafael nos expone los orígenes de su pasión por Japón y erige al gran Yasunari Kawabata como referente indispensable para sumergirse en un mundo literario tan rico en matices emocionales como el que se muestra en Lo bello y lo triste (1964).

Rafael Suárez Plácido

¿Podrían ustedes escoger de un día para otro el libro que más ha marcado su interés como lector o como crítico, o incluso como autor? Es siempre difícil. Uno es la suma de todo lo que ha leído, incluso de libros que ya ni recuerda o de los que ha perdido completamente la pista. Muchos no son ni siquiera los mejores libros de sus autores. Pienso ahora, por ejemplo, en Historias de cronopios y de famas, de Julio Cortázar, o en Las palmeras salvajes, de William Faulkner. Pienso en Lawrence Durrell y su El cuarteto de Alejandría, como novela iniciática, o en mi 'alter ego' Martín Romaña, de Bryce Echenique. Pienso también en los versos de Antonio Machado que, entonces, aprendíamos de memoria mi hermano y yo. Pienso, en definitiva, en la biblioteca de mi padre: un tesoro a mi alcance que parecía que nunca iba a extinguirse. Allí se forjaron las primeras lecturas de alguien que comprendía que su futuro se estaba marcando inexorablemente. Cuando tengo que escoger entre tanto y tan bueno siempre dudo, y voy dejando que pasen los años hasta no hace demasiados. Si hay una literatura que ahora me interese especialmente es la japonesa y más que mis primeros escarceos con los 'haikus' y con Mishima, prefiero recordar la primera lectura que me marcó de Yasunari Kawabata: Lo bello y lo triste.

No debo ser el único que lo entienda así. Una literatura milenaria como la japonesa no recibe su primera consagración con el premio Nobel hasta que en 1968 se lo dan a Kawabata. Otros autores importantes pudieron conseguirlo por las fechas de publicación de sus obras: Mori, Soseki o Tanizaki. Pero hay que entender que entonces las dificultades de traducción y el contexto social e histórico que rodea los dos primeros tercios del siglo XX japonés no fueron los adecuados. Hay quien piensa que sí pudo recibirlo Mishima, pero quizá la regla no escrita que impide recibir premios importantes a autores menores de sesenta años hizo que permaneciera relegado y las circunstancias que propiciaron su fallecimiento lo dejaron definitivamente sin él.

De Kawabata ya había leído su obra más traducida: La casa de las bellas durmientes. Entonces era una isla en el mercado editorial español, una rareza que fue cautivando a algunas de las mejores mentes de nuestra lengua. Su lectura fue fascinante. No sabía qué pensar de ese librito que contaba los deseos de un hombre anciano que disfrutaba mirando a unas jovencitas mientras dormían, y que propició, bastantes años después, el homenaje de García Márquez en su hasta el momento última novela: Memorias de mis putas tristes. Pero ya digo: era una isla y no era fácil entonces encontrar más libros del autor en castellano. Hoy día es diferente: la editorial Emecé va poniendo a nuestra disposición buenas traducciones de sus libros. El primero al que me acerqué fue Lo bello y lo triste.

Toda la obra de Kawabata es un homenaje a la tradición y la belleza de su país. Así lo refleja en el discurso que leyó en la entrega del Nobel: El viejo Japón y yo, donde repasa algunos de sus textos y autores favoritos y nos va descubriendo de qué forma los engarza en su obra. Lo bello y lo triste comienza con el protagonista que viaja a Kyoto a escuchar las campanas de año nuevo junto al templo de Chionin. En Japón no hay cuatro estaciones, sino cinco. Para los japoneses el año nuevo es una estación diferente del invierno. Tiene personalidad propia. La cultura occidental también la considera una festividad importante, pero dentro del invierno. Este deseo del protagonista de Lo bello y lo triste esconde una realidad que es, al menos, tan importante como la anterior: quiere escuchar las campanas de año nuevo junto a una antigua amante a la que hace más de veinte años que no ve. Desde el principio del libro lo bello y lo triste aparecen de la mano, porque esa historia del pasado acabó muy mal, especialmente para ella, que en este momento es una pintora reconocida, pero que bien pudo fallecer en aquel otro momento.

Siempre he pensado que lo bello y lo triste son elementos que aparecen unidos. Siempre me atrajo la belleza de la tristeza. Cuando leí ese título comprendí que era fácil que me gustara. Un autor que ya me había conmovido tendría que ayudar a que así fuera. La novela puede leerse del tirón, pero se disfruta página a página, imagen a imagen. Es la historia del viejo Japón en nuestros días nuevos. Es la historia de un gran amor y de una venganza. Una historia que he hecho mía. Uno de mis últimos poemas se titula "Escuchando campanas de año nuevo en Kyoto".

Estos días propicios, al fin, a las novedades del lejano país, también nos ayudan a acercarnos a estos clásicos que vivieron una época de grandes cambios y de grandes contradicciones. Lo cierto es que la mayoría de las novedades son parecidas a las occidentales: poco interesantes. Pero estos autores ya clásicos, Kawabata entre ellos, también asoman en buenas traducciones a nuestras librerías y eso hay que celebrarlo.

21 julio 2011

La importancia de no llamarse Ernesto

Nadie más adecuado que nuestro crítico trotamundos por excelencia, Ilya U. Topper, para comprender la fuerza vital que recorre la obra de Joseph Kessel, uno de los grandes aventureros y vividores de principios del siglo XX. Ilya rememora cómo las novelas de Kessel le han acompañado alrededor del mundo a la vez que propone una valiente batalla dialéctica entre el autor de Belle de jour (1928) y Ernest Hemingway.


Ilya U. Topper

Dígame un escritor de fama mundial, nacido en el momento de apagarse el siglo XIX, periodista y corresponsal de guerra. Casi adolescente aún cuando recorre los frentes de la I Guerra Mundial en Francia, luego se convertirá en héroe de los bares de Montmartre, formará parte de la "movida" literaria del París de los años veinte, escandalizará a la sociedad, dará más de una vez la vuelta al mundo, siempre pasando por las estepas africanas que le fascinan, volverá al frente de Francia en la II Guerra Mundial, vivirá la liberación entre guerrilleros del maquis francés. Nunca dejará de ser corresponsal de guerra, pero le lloverán premios literarios, honores, las máximas distinciones de su país, sus libros serán 'best-sellers' inagotables, traducidos a decenas de idiomas, que aún hoy es fácil de encontrar en cualquier manta en una acera de Casablanca. Los mayores cineastas llevarán una decena de sus libros a la gran pantalla, con las máximas estrellas del momento. Tendrá fama de mujeriego irredento, irá de amante en amante, un hombre de aspecto duro de un mundo de hombres, uno que no perdona el whisky diario. Morirá con el alcohol como fiel compañero de toda la vida.

¿Lo adivina? Una pista más: la acción de su libro más famoso transcurre entre animales salvajes, cerca del Kilimanjaro.

No... No es Ernest Hemingway.

Joseph Kessel, nacido en Argentina en 1898, criado en los Urales, hijo de una familia que hablaba yídish en casa y ruso en el colegio, es uno de los mayores escritores franceses del siglo, miembro de la Académie Française. ¿Que a usted no le suena el nombre? Pero sí conoce sus obras ¿qué apostamos? ¿Le suena Belle de jour? ¿Un filme de Luis Buñuel con Catherine Deneuve? ¿Ve? ¿Pero no sospechaba que la historia que estropeó Buñuel era de Kessel?

Un momento, me dirá. ¿Como que Buñuel estropeó la historia? La habrá modificado, la habrá adaptado a su gusto. Pero un filme no tiene por qué reproducir la novela: tiene que recrearla a su manera. Argumentación impecable de Alejandro Luque.

Un año más tarde, y previo paso de Luque por las estanterías polvorientas donde el pintor gaditano Chencho Ríos, Zócar para los amigos, acumula sorpresas bibliófilas para los amigos, asistí a la misma conversación entre Luque y una amiga suya buñueliana. Sólo que ahora era él quien decía que don Luis había estropeado el argumento y ella la que hablaba de la libertad del cineasta.

Me consta que meses más tarde, previo préstamo de un ejemplar, ella empezó a hablar del estropicio que perpetró el a veces genio aragonés...

No voy a contar aquí la novela, pero el planteamiento lo conocen: Severine, una mujer de buena sociedad, casada con un marido irreprochable, siente la oscura atracción del burdel, único lugar donde es capaz de vivir el goce sexual. Un enredo con un casanova, un gángster, una criada – todo muy fielmente rodado por Buñuel, hasta los detalles de los diálogos – da lugar a un nudo de alta tensión que explotará en un único tiro de pistola. El filme mantiene la mano que aprieta el gatillo, mantiene la nuca que recibe la bala. Pero cambia la trayectoria de las intenciones. Y la filigrana urdida por Kessel, esa inmensa historia de amor imposible contra el propio cuerpo, esa lucha de titanes entre cerebro y coño, esa tragedia dantesca donde las palabras conducen con precisión inmisericorde hacia el infierno, se viene abajo como un castillo de naipes construido con fotos porno hechas en un cabaret barato.

Vi el filme en Berlín, años después de leer la novela. Salí de la sala con una decepción profunda. Me sentí como si alguien me hubiera arrebatado mi reloj para sacarle tres o cuatro piñoncitos, tirarlos a la basura y decirme: total, la esfera es lo que importa ¿no?

Belle de jour no es la primera novela de Kessel que leí, aunque desde luego es la que más veces he regalado. La primera debió de ser El león, que alguien me prestaría a la mejor edad: la de la adolescencia. Luego he vuelto a comprar cuantas ediciones por pocos dirham pude encontrar en los kioscos o las aceras de Marruecos. Es probable que El león cuente hoy como novela juvenil - no quiero, por si acaso, ver la película que Jack Cardiff rodó en 1962 – pero le aseguro que jamás he encontrado un libro con una trama tan perfectamente hilada, siempre en el borde de lo mágico, pero siempre verosímil, necesaria. Y no sé si tiene parangón en la Literatura el carácter de Patricia, la emperatriz de la estepa, esa niña de 13 años, capaz de jugar como si fueran las muñecas de su habitación con leones y masais, capaz de conjurar – concientemente, con una despiadada fascinación adolescente – un drama de vida y muerte. No sé si se lo daría de leer a mi hija.

Y qué decir de Los jinetes (John Frankenheimer la rodó en 1971 como The horsemen, con Omar Sharif), cómo describir esta vuelta de tuerca de la trama hacia un aún más difícil. A lo largo de sus páginas no sólo nos preguntamos cómo el altivo protagonista afgano saldrá de ésta, sino sobre todo cómo lo hará el escritor, enredado entre la telaraña que va torciendo hacia un nudo casi imposible: el de un noble afgano empeñado en conseguir que lo traicione su más fiel criado, empeñado en buscar la muerte –pero sólo casi– para salvar la cara.

No haré la lista de las obras de Kessel: las hay inmensas, las hay medianas, menores, las hay casi desdeñables: no sorprende, con más de 70 libros en su haber, entre novelas, relatos, reportajes, textos autobiográficos. Las hay que son joyas: poseo una traducción portuguesa de su reportaje de Etiopía siguiendo las caravanas de esclavos que en los años 30 – el tráfico llevaba décadas ilegalizado – cazaban a niños negros en los montes abesinios para llevarlas luego hasta el Mar Rojo y pasarlas a Yemen. Hemingway nunca llegó tan lejos. Ni hizo amistad con el último pirata blanco, el francés Henry de Monfreid, traficante de armas, perlas y esclavos en Yibuti (Les secrets de la mer rouge: como dén con ella, romperán su edición de La isla del tesoro). Pero ya se sabe que el pasaporte a la inmortalidad es un apellido anglosajón, y por mucho que le llamasen Jef, y por mucho que escribiera más y mejor que su coetáneo, tuviera más premios, visitara más países, viera más guerras, bebiera más copas y ligara más, mucho más, le faltaba ese detalle de llamarse Ernesto.

Así que ya saben: en el próximo baratillo en la calle Feria, fíjense en los autores que empiezan con K. Puede que les caiga un tomo de reportajes aburridos. Puede que un tesoro. En todo caso, para regalar, y para entender los engranajes de nuestra mente, ninguna como Belle de jour. Después de esta lectura, el lector varón no entenderá mejor a las mujeres, pero aprenderá por fin a no intentar entender. Porque la guerra de los sexos se libra en el propio cuerpo de cada una, sin remisión. Cosas de la evolución. Ayer me compré otro libro (esta vez en Raimundo, Cádiz), el de la antropóloga británico Elaine Morgan: lo tradujeron al castellano como Eva al desnudo. El primer y único ensayo científico que explica, por fin, con precisión de paleontóloga, qué nos ha llevado a esa gigantesca confusión de amor y sexo, ese inmenso error de la evolución que caracteriza al 'homo sapiens'. Kessel no pudo explicarlo, sólo pudo retratar el resultado. No es poco. Si ustedes se acercan a la librería de Chencho, susúrrenle el nombre de Belle de jour: me consta que siempre guarda un ejemplar para los amigos.

20 julio 2011

Un animal monstruoso llamado Nabokov

Vladimir Nabokov fue un sempiterno expatriado ruso cuando anduvo por los Estados Unidos de América del mismo modo que Manolo Haro lo fue en tierras gallegas durante aquél iniciático verano de 1993. No sólo compartió nuestro crítico ese sentimiento de desarraigo con el maestro, sino que tras la lectura de Pálido fuego (1962), nuevos conceptos literarios entraron en su virgen mente literaria. ¿El tema de esta obra? "Una novela, una vida, un amor..." todo eso encontró Manolo en la obra de Nabokov.


Manolo Haro

En verano de 1993 yo era un muchacho de veinte años. Tal como me encargué de hacer saber a mis padres un año antes, por esas fechas servidor iría a Guatemala. El año de la Exposición Universal de Sevilla había colocado entre las ramas juveniles de mi vida a amigos de aquellas latitudes con los que se creó un vínculo de sincera y estrecha fraternidad. A base de hacer economías y de ver poco la calle, logré reunir unas miles de pesetas que necesitarían ser completadas con la suma que mi familia pudiera facilitarme. En esas negociaciones estábamos cuando el presidente Serrano Elías, a la sazón mandatario elegido democráticamente en las urnas del país centroamericano, daba, seguramente, el movimiento de timón más mezquino y estúpido que se pueda dar en la dirección política de una nación: un autogolpe de estado. Lo de cruzar el Atlántico y abrazar a gente queridísima se esfumó por el desagüe de los sueños truncados.

Con la mosca de la preocupación zumbando tras la oreja, hube de replantearme el verano. Decidí entonces atravesar en la noche el tercio occidental de la Península hacia el norte y plantarme en una Compostela engalanada para el primer Año Jubilar globalizado de la Era Fraga (mascotas, macro-conciertos, la imagen de Galicia irradiada hacia todo el orbe, turismo de aluvión y todas las lindezas que hacen de Santiago, aún hoy, un lugar entre el supermercado para excursionistas eventuales y la peregrinación no siempre espiritual que desinfla el ánimo de los lugareños que no son propietarios de algún servicio hostelero o de una tienda de 'souvenirs'). Claro que, siendo un pollo como yo era por aquellas remotas fechas, aquello me pareció Babilonia. Cuento todo esto simplemente para darle entrada a un concepto que el hámster Paul Auster (engordado por el pienso que regala la crítica literaria en suplementos culturales oficialistas desde hace ya bastantes novelas) gusta tanto de colarnos: el azar. Ese azar que anima los engranajes de la Fortuna, que nos lleva y nos trae de manera caprichosa por los distintos planos de los mundos posibles enunciados por la física cuántica, trasladó a uno de los Manolos Haro a una Guatemala sin mendaces maniobras gubernamentales, mientras que a otro de los muchos Manolos Haro lo lanzó hacia el amor hallado en una noche estival bajo las más bellas estrellas de Galicia. A pesar de los avatares de la vida contemporánea, ese idilio aún decora los corazones de mi amada y del mismo que esto escribe. En el segundo año de felicidad pseudoconyugal y con la distancia de los mil y un kilómetros separándonos, ese verano tuve la ocasión de conocer, una vez cruzado el umbral de las formalidades con la que sería mi familia gallega, a Mercedes Pintos y al escritor Bieito Iglesias Araúxo, 'galegofalantes' con espíritu y cultura universalistas que comenzaron a llenar mis inmaduros conocimientos de voces y ámbitos ignorados hasta entonces por mí.

Engolfado como estaba en la lectura del canon español (en 8º de E.G.B. leíamos a Cela en los recreos por una cuestión puramente extra-literaria, ya que nos hizo gracia lo de absorber por vía anal unos cuantos litros de agua en una palangana tal como le contó a la Milá en televisión), los nombres que Bieito me citaba vibraban extraños ante mis paupérrimos saberes de literatura universal. Sí, me sonaban sin haberlos leído Faulkner, Nabokov, Joyce, Pavese, Cunqueiro, Pla o Proust; nada sabía de un tal Barnes, un extraño William Boyd o un remoto Martin Amis. Las sobremesas en aquella casa compostelana resultaban un manjar para un muchacho hambriento de nueva literatura. Sospecho que aquello resultó un catalizador, un acelerador de partículas para toparme con un autor que tarde o temprano habría centelleado entre la multitud de escritores que he ido leyendo en esta segunda mitad de mi existencia. Vladimir Nabokov, como habrán adivinado, es el novelista del que no ya podría prescindir en la vida. Llegué a él, como muchos de sus lectores, por Lolita. Luego seguí internándome en la selva y anduve como un orangután en celo lanzándome de liana en liana descubriendo novelas, cuentos, artículos, poemas, anotaciones de clases y entrevistas. Nunca me sentí frustrado. A pesar de que su Curso sobre el Quijote, impartido en sus años de profesor en Wellesley y en Cornell incurre en errores de análisis y en alguna que otra apreciación poco plausible, se encuentra en él algún fogonazo epifánico que ilumina el conjunto.

Dentro de la producción novelística del escritor ruso, es más que probable que Pálido fuego sea la obra más alejada del gran público. Comenzar su lectura requiere cierta disposición al vacile, una pequeña dosis de paciencia si el lector no está acostumbrado a los malabares nabokovianos y unas tremendas ganas de descubrir qué se trae el narrador entre manos. El libro se abre con un prólogo de Charles Kinbote, crítico y profesor universitario, que antecede al poema en cuatro cantos que le da nombre al libro y que lleva la firma del insigne poeta John Shade. 999 versos que Nabokov redactó mentalmente mientras paseaba para relajarse en 1960 por el Promenade des Anglais de Niza, según su biógrafo Brian Boyd. Ya en octubre de ese mismo año, anotó en su diario: “El Tema: una novela, una vida, un amor... sólo es el comentario detallado de un poema breve que ha ido creciendo poco a poco”. Nabokov con este volumen, publicado en 1962, introduce su personalísimo concepto de novela, una carga de profundidad nuclear contra la lineal visión que muchos escritores seguían desarrollando como si Joyce ni Virginia Wolf no hubieran habitado el mundo sublunar. El autor de Lolita ya había dado su primer aldabonazo allá por 1941 con La verdadera historia de Sebastian Knight, en la que un narrador nada fiable –voz común a muchas de sus obras– intenta recomponer la vida de su hermanastro mediante la información extraída de desiguales fuentes. El lector queda abandonado a suerte con un guía mendaz del que no nos podemos fiar nada o casi nada, pero que es el único individuo que nos conduce por un bosque repleto de trampas y de juegos.

El caso de Charles Kinbote comienza a ser sospechoso desde ese mismo prólogo del que hablábamos arriba. Su vecino, el poeta John Shade, también compañero de trabajo en la universidad, acaba de fallecer. "Pálido fuego" es su poema póstumo. Kinbote lo anota y edita, colocando el prólogo delante del mismo poema, el cual irá seguido de dichas notas. De hecho, la casi totalidad del libro la hemos de considerar como la exégesis a cada uno de esos versos, pero a medida que vamos leyendo nos percatamos de que se trata de una lectura totalmente sesgada, partidista y estúpida de un notable poema autobiográfico que el exégeta Kinbote va despachando a su conveniencia sólo para contar la historia de Charles el Bienamado, último rey depuesto de Zembla. El anotador aprovecha las puntualizaciones para desgranar su odio hacia la viuda, para narrar la vida del Rey Charles y su desternillante fuga de un país donde la homosexualidad es la práctica común entre los hombres, para clavar el estilete sobre sus colegas de campus, etc. Se muestra bien a las claras el deseo del crítico por hacerse con el texto, por transmutar el sentido inicial dado por el poeta en una mistificación donde reluce su propia personalidad y no la del autor original de la composición. La historia crece y se hace más compleja cuando descubrimos el abstruso interés de Kinbote. Sería absurdo destapar aquí las sorpresivas líneas argumentales que nos tiene guardadas Nabokov. Lo único que habría que decir es que el humor, la ironía, la belleza del mundo contenida en los nimios detalles de los que tanto gustaba mi querido Vladimir figuran magistralmente en estas páginas.

Descubrir o releer Pálido fuego es una de las sensaciones más placenteras que le ha guardado el destino a los muchos admiradores del escritor. El simple hecho de introducirse en el poema, confeccionado a la manera de los Cantos de Pound o los Cuatro cuartetos de Eliot, con una factura sólo propia de los monstruos literarios, conlleva a uno de los muchos deleites que surgirán con la lectura de la totalidad del libro. Luego, para el que quiera continuar, nos sobrevienen los juegos de artificios del narrador-anotador-editor demente Kinbote. Permítanme que les ofrezca una pequeña perla de este mezquino comentarista: al comienzo del calamitoso matrimonio de la Reina Disa con el Rey Charles, éste le informa a su esposa de que nunca ha hecho el amor (recuerden que la homosexualidad es práctica común entre los hombres del reino) : “tras de lo cual había tenido que soportar el ridículo de ver que la complaciente pureza de Disa adoptaba involuntariamente las maneras de una cortesana con un cliente demasiado joven o demasiado viejo; él le dijo algo en ese sentido (sobre todo para acabar con el suplicio) y Disa hizo una escena atroz. Se atiborró de afrodisiacos, pero los caracteres anteriores del infortunado sexo de la Reina fatalmente lo rechazaban. Una noche en que habiendo probado una tisana de trigridia, sus esperanzas culminaban, cometió el error de pedirle que aceptara un expediente que ella cometió el error de denunciar por repugnante y contra natura. Por último él le dijo que un viejo accidente de caballo lo incapacitaba, pero que un crucero con sus amigos y una buena cantidad de baños de mar seguramente le devolverían el vigor”.

A parte de las humoradas del audaz Nabokov, no debemos olvidar que nos encontramos ante una proeza intelectual de un autor que ha dejado baldado a muchos de sus imitadores por un lado, y, por otro, ha grabado una duradera y rastreable impronta en sus discípulos más aventajados, como Saul Bellow o Martin Amis.

Cierta vez una compañera de trabajo, al preguntarle que si había leído Lolita, me contestó que Nabokov era “un ser repugnante”. Es difícil convencer a la gente de que Conan Doyle no es Holmes, así como que Humbert Humbert tampoco es 'monsieur' Nabokov. Espíritu de corte proustiano –nunca dejó de añorar su infancia rusa desde el exilio–, escribió en el comienzo de su texto autobiográfico Habla, memoria: “La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas”. A él le debo horas de inmensa felicidad como lector. No tengo nada más que añadir. Salud.

19 julio 2011

Un 'voyeur' en La Habana


No es de extrañar que la obra elegida por Alejandro Luque para celebrar el II Aniversario de Estado Crítico sea una tan localista y a la vez universal como Memorias del subdesarrollo (1962), del cubano Edmundo Desnoes. Y es que hay mucho de autobiográfico en una selección como ésta. Un libro, una ciudad, un escritor y una amistad surgida de todo lo anterior. Elementos más que suficientes para hacerle cambiar a nuestro crítico la perspectiva de las cosas importantes...




Alejandro Luque

Hasta que llegó Abelardo Linares y arrambló con todo, la habanera Plaza de Armas era un pequeño paraíso para los bibliófilos. Allí podías encontrar, entre libros de entrevistas con Fidel Castro y tratados de cocina, la obra completa de Paul Eluard o una edición autógrafa de Nicolás Guillén a precios razonables. Allí mismo, parece que lo estoy viendo, encontré mi primer ejemplar de Memorias del subdesarrollo, la obra maestra de mi admirado –y, andando el tiempo, entrañable amigo- Edmundo Desnoes.

Como suele suceder, el disfrute de la novela vino precedido de la excelente versión cinematográfica de Titón Gutiérrez Alea. No obstante, el filme me había seducido de un modo todavía difuso, acaso más por sus poderosas imágenes y su cuidadísima banda sonora que por los matices del guión, que pedían una lectura más reposada. Tenía que hacerme con el texto, y allí me estaba esperando, casi desintegrado por la humedad y el sol inclemente del Caribe, un descoyuntadísimo ejemplar. El avezado dueño del tenderete detectó al instante mi interés, y pagué mi incapacidad para disimular con una cifra abusiva en 'fulas' estadounidenses. El tiempo, al fin, ha convertido aquella cantidad en ridícula: una lectura que ha de acompañarte el resto de tu vida, como diría un exitoso anuncio de tarjetas de crédito, no tiene precio.

¿Qué me atrapó tanto de Memorias...? Podría llenar varias páginas enumerando los pasajes o las simples frases que me deslumbraron, y me temo que no lograría transmitir con precisión el poderoso influjo que su lectura ejerció, y ejerce aún hoy, sobre mí. La historia de un burgués que decide quedarse en La Habana cuando estalla la Revolución, mientras que todos los suyos salen corriendo para Miami, es sólo un buen pretexto argumental. Podría decir que a partir de ahí asistimos a un recital que toca muchas teclas sensibles conectadas entre sí, dando lugar a una sinfonía prodigiosamente orgánica...

Pero no, no dejen que me pierda en la retórica. Entremos en el texto sin más, empezando por esa primera frase digna de entrar en el pabellón de grandes primeras frases de las letras universales: “Todos los que me querían y estuvieron jodiendo hasta el último minuto se han ido ya”. Así, de un golpe, nos invita Desnoes a compartir la mirada de un voyeur privilegiado, un tipo que confronta su propia experiencia con el supremo momento histórico que le ha tocado vivir, y lo hace con una lucidez corrosiva, demoledora. No hay puntada sin hilo, no hay puño que se pierda en el aire. La literatura cubana, tan hija del barroco, se troca aquí pura fibra, sin un gramo de grasa. Y golpea una y otra vez, en el centro de la conciencia.

No sé qué significa para ustedes un libro fundamental. Para mí es aquel que, más allá de revelar verdades o producir emociones más o menos intensas, logra cambiar por completo tu manera de ver el mundo. Disfruto, como todo el mundo, de esas lecturas refrescantes por las que uno pasa como por un túnel de autolavado, pero con la misma facilidad puedo olvidarlas. Sólo los libros que te atraviesan como un estilete se me antojan inolvidables: porque dejas de ser la persona que eras, porque tienen la facultad de cambiar el mundo. Memorias del subdesarrollo es uno de ellos.

Después de pasar la última página, uno tiene un poco más de cuidado a la hora de manejar conceptos como individuo y pueblo. Cuando oye hablar de economía, no puede dejar de considerar dónde acaba el subdesarrollo susceptible de reducciones numéricas y empieza ese otro subdesarrollo, el de las mentalidades y las pulsiones. Tus ideas alrededor del papel del intelectual en la sociedad quedan patas arriba. Abstracciones como el amor, la justicia, la política, el miedo, se enriquecen con preguntas insospechadas. Y es definitivamente imposible ver pasar a una muchacha hermosa por la calle sin preguntarse si tendrá la barriga llena de frijoles…

Hay un detalle más que me gustaría resaltar, y que ya dejé apuntado más arriba. Tuve la suerte de conocer al artífice de estas páginas, varios años después de aquel hallazgo en la Plaza de Armas de La Habana. Ya se sabe que eso de conocer a los maestros es un ejercicio peligroso, pues te expone a tremendas desilusiones, pero casi siempre vale la pena correr el riesgo. Porque el hombre que encontré era, entre otras cosas, un señor absolutamente coherente con lo que había escrito. Conozco a lectores que gustan de deslindar obra y autor; yo encuentro, en cambio, un gozo inefable en verificar esa correspondencia. Si, además, del experimento surgió una amistad duradera, no puedo sentirme más afortunado. ¿No era la fantasía del joven Holden sentirse amigo de sus escritores favoritos, y poder telefonearlos cada vez que le diera la gana?

15 julio 2011

Ni geometría ni teología, ni decencia ni buen gusto

"Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él". Con estas palabras de Jonathan Swift comienza La conjura de los necios (c. 1963) de John Kennedy Toole, una de las novelas más singulares de los últimos tiempos.

Fran G. Matute nos desvela el impacto de juventud que le supuso conocer a Ignatius J. Reilly, un personaje que le conectó para siempre con el placer de la lectura.



Fran G. Matute

Llevo cerca de 15 años buscando una novela que me haga reír tanto como La conjura de los necios de John Kennedy Toole. Y hasta ahora no he encontrado nada similar, ni por asomo. Lo más cercano puede que haya sido Hogar, dulce hogar (2004) de Sam Lipsyte, pero la risa en aquélla ocasión surgió más por la afinidad con la obra de Toole que por su valía intrínseca (e innegable, por otra parte).

No es casual que lo primero que destaque de esta novela sea el humor, por encima de cuestiones puramente literarias o culturales. La risa es, para este que os escribe, un elemento tan fundamental como el respirar y encontrarlo en la literatura es doble goce. Siempre se ha dicho que los productos de índole jocosa se encuentran poco valorados artísticamente hablando (ahí tenemos el caso de las comedias cinematográficas y sus actores) pero también es 'vox populi' que es mucho más difícil hacer reír que llorar, así que digo yo que algo tendrá de meritorio una novela que a lo largo de sus 350 páginas te mantiene constantemente con una sonrisa de gilipollas integral.

Y efectivamente, sí que tiene algo de meritorio y se llama Ignatius J. Reilly, el protagonista absoluto de La conjura de los necios y uno de los personajes más repugnantes de la literatura universal. Insolente, inoperante, exasperante, impertinente... por no decir que es un gordo asqueroso y cabezón, sexualmente reprimido, que gasta un bigote infame y no ha dado un palo al agua en su puta vida. Así es Ignatius, uno de mis referentes indudables de juventud.

Muchos os preguntaréis que cómo alguien en su sano juicio puede identificarse con semejante Behemoth. Yo también me lo sigo preguntando, pero me resultó inevitable en su momento simpatizar con el pobre Ignatius cuando, forzado por las circunstancias del destino, se vio obligado a hacer algo tan horroroso como "ir a trabajar". Cuando uno es joven e inocente tiende a mostrarse inconformista por naturaleza y, según se mire, así me parecía Ignatius. Aunque quizás sea justo recordar que, para él, el devenir del mundo se rige por los designios de la diosa Fortuna, venera a Boecio (siendo su libro de cabecera De Consolatione Philosophiae) y anhela los años dorados en los que vivía la monja Rosvita.

Esta particular 'weltanschauung' quedaba reflejada en sus cuadernos Gran Jefe, quizás la más importante obra del pensamiento moderno del pasado siglo XX (de haber existido). "Con la caída del sistema medieval, se impusieron los dioses del Caos, la Demencia y el Mal Gusto", escribía Ignatius en su particular diario. Así que la época que le tocó vivir -principios de los sesenta- carecía absolutamente de geometría, teología, decencia y buen gusto, al parecer los más grandes atributos del ser humano. No es por tanto de extrañar que la experiencia de tener que trabajar -esa perversión que se impuso tras la irrupción de La Ilustración- fuera motivo suficiente para que a Ignatius se le cerrara la válvula pilórica con las consecuencias fatídicas que ello traía consigo para la gente que lo rodeaba, desde su paciente (y algo borrachuza) madre a su ex-novia, esa 'beatnik' judía y libertaria llamada Myrna Minkoff.

Pero al margen de la lectura más o menos "científica" de lo que significa el sistema capitalista (con sus películas de Doris Day, sus repetitivas tareas de oficina, sus "cruzadas por la dignidad mora" y el horrible descubrimiento de que todos los marineros son en realidad homosexuales), La conjura de los necios es un cántico a la ciudad de Nueva Orleans. No tengo muy claro (mi memoria no da más de sí) si fue esta novela la que puso la semilla de mi adoración por la Crescent City, pero lo cierto es que su lectura termina siendo uno de los más brillantes escaparates de la ciudad (no sólo a nivel de localizaciones sino de hábitos, acentos -imprescindible leerla en V.O.-...) e Ignatius el mejor cicerón. En contraprestación, la ciudad le brindó al personaje una estatua en plena Canal Street, frente a los antiguos almacenes D.H. Holmes, lugar donde se inicia la novela.

Era John Kennedy Toole un amante de su ciudad natal y La conjura de los necios es un homenaje a su idiosincrasia. Siempre ha sido Nueva Orleans una ciudad de contrastes, que ha sabido conjugar la tradición con la modernidad aunque la naturaleza se haya empeñado en que la ciudad no tenga futuro. Como tampoco lo tuvo Toole, que hastiado por no poder publicar su gran obra (recientemente se ha publicado la fútil batalla epistolar que mantuvo el autor con el editor Robert Gottlieb, de Simon & Schuster) terminó suicidándose en 1969, arrebatándonos la posibilidad de haber accedido, quizás, a un imponente 'opus' literario. Ni los avatares para la publicación de la novela (igual de interesante resulta la odisea vivida por la madre del autor, Thelma Toole, para poder publicarla tras la muerte de su hijo, lo cual ocurrió en 1980) ni los reconocimientos póstumos (la novela recibió el Premio Pulitzer tras su publicación) han conseguido que La conjura de los necios deje de ser una obra de culto, minoritaria me atrevería a decir (a pesar del sorprendente número de ediciones que lleva en Anagrama al que yo he contribuido abundantemente a base de regalarlo a todo quisque), que repele tanto como fascina. Es la grandeza de una novela que pudo no haber existido nunca, escrita por un genio contra el que todos los necios (sobre todo del mundo editorial) se conjuraron. Sólo podemos dar gracias a la diosa Fortuna por haber girado la rueda y haber permitido que este texto viese la luz para disfrute de todos nosotros, caballeros mongoloides.

14 julio 2011

Solo el arte salva

Nuestra más reciente incorporación celebra el II Aniversario de Estado Crítico recordando, con inusitado lirismo, el rito iniciático que para él supuso la lectura de "En busca del tiempo perdido" (1913-1927) de Marcel Proust, y en especial Por el camino de Swann. Tratando de huir del tópico al acercarse a una obra tan capital, José M. López destaca el impacto vital que supone, recién alcanzada la mayoría de edad, ser testigo directo de una de las más poéticas historias de amor jamás escrita.


José M. López


Me he propuesto firmemente escribir esta reseña sin utilizar el término “magdalena”. Aunque me temo que esta empresa tiende, irremediablemente, al fracaso. También me he impuesto como objetivo escribir tan solo sobre Por el camino de Swann, primera de las siete partes que componen la magna obra "En busca del tiempo perdido", de Marcel Proust, aunque creo que entenderéis que las referencias a los otros seis volúmenes serán inevitables.

Una vez relatados los objetivos que no cumpliré, puedo disponerme a rendir cuentas a cerca de por qué esta obra ha sido, posiblemente y hasta la fecha, aquella que más me haya influido o marcado. Palpé por primera vez las pastas blandas de la edición de Alianza de Por el camino de Sawnn un veintidós de enero de 1998. Ese día cumplía justo dieciocho años. Mi hermano, hoy un juez con alma de filólogo, fue el que me regaló el libro. Hoy día tiendo a pensar que esperó a que yo alcanzara la mayoría de edad para obsequiarme con un privilegio solo permitido a los adultos. Como si hubiera guardado durante muchos años, en una vieja caja de cartón, mi carné de conducir, la papeleta para votar y el librito de Proust. Antes, yo había sido un lector disperso, que deambulaba de acera en acera tropezándome con todo lo que salía a mi paso: que si Agatha Christie justo en la frente, que toma algo de Poe en la espinilla, que si Neruda en todo el estómago… Pero la lectura de esta novela me obligó a posicionarme. Me aclaró que, si esto de las letras es una liga de dos, cosa que dudo, yo estaba definitivamente con aquellos que gustaban del placer por la forma y la experimentación estilística. Y es que de la escritura de este francés enfermizo y de ascendencia judía aprendí a disfrutar de la frase sinuosa y delicada, colmada de recovecos y subordinadas, pero siempre precisa y musical.

A partir de esas líneas deduje que todos los tiempos son el mismo, que nuestro pasado y nuestro presente se funden en una sola emoción, en un solo instante en el que evocamos, gracias al olor que desprende una vieja cafetera, o a la textura y sabor de la archiconocida magdalena, aquellos sufrimientos, aquellos gozos que vuelven a renacer hoy idénticos, ya que nada ha cambiado.

En esas vacías y asfixiantes tardes de verano, descubrí que el arte es más real que la vida, ya que nuestro devenir cotidiano, la espiral de monotonía en la que nos perdemos a diario, suele hacernos olvidar aquello que realmente nos hace felices. Me di cuenta, en definitiva, de que la vida, en ocasiones, oculta la propia vida.

Pero, por encima de todo, logré atisbar los ocultos resortes que dominan sentimientos como el amor, la indiferencia o los celos. La historia del amor de Swann, protagonista de esta primera entrega, hacia Odette, una muchacha, en principio, inferior a él en todos los sentidos, se erige en un tratado científico sobre el alma humana de una belleza y humanidad que consiguió sobrecoger el corazón de un estúpido adolescente que solo ofrecía granos y testosterona.

Pedro Salinas, traductor de las tres primeras novelas, esquiva con maestría las barreras del idioma, y traslada con enorme dominio rítmico y gramatical la frase alambicada del original francés, pero eso sí, sin perder por el camino ni un ápice del impacto lírico y la sensibilidad proustianos. Como en este fragmento, donde el narrador delata el dolor de Swann, al que el comentario inocente de un amigo le provoca de nuevo la punzada candente de los celos: “Y cuando estaba charlando con unos amigos, sin acordarse ya de su dolor, de pronto, una palabra le demudaba el rostro, como le pasa a un herido cuando una persona torpe le toca sin precaución el miembro dolorido”.

Y durante los seis años restantes, cada veintidós de enero, seguí recibiendo la siguiente novela de "En busca del tiempo perdido", la continuación de este manual de los sentimientos a través del cual fui interpretando, traduciendo mi propia vida. De modo que cada persona a la que conocía no era más que una burda copia de algún personaje de Proust, que cada vez que echaba de menos a alguien, que sufría por alguna chica o que, por el contrario, era yo el que la despreciaba, asistía simplemente a una reproducción sencilla y burda de aquello, más real, que yo ya había leído antes. Me di cuenta en definitiva, de que la vida es una novela mal escrita, y de que, como decía Hjalmar Flaxsi algo salva, solo el arte salva”.

13 julio 2011

Una lectura con ojos de niño

Tenía Rafael Roblas apenas doce años cuando se acercó a aquella cancela y la traspasó. Dentro le esperaba un niño llamado Luis Cernuda para descubrirle los secretos arcanos de su ciudad y también para inocularle el dulce veneno de la poesía.

Ahora, al cabo de los años, Rafael vuelve su vista hacia ese patio querido y recuerda para los amigos de Estado Crítico en su II Aniversario aquel lejano verano. Su "Rosebud" particular se pronuncia Ocnos en el aire de Sevilla.


Rafael Roblas Caride


Definitivamente aún era ajeno a su mal humor y a su condición de homosexual. Todavía no se había lanzado en tromba contra el resto de su Generación, ni la familia renegaba de su parentesco –el títo maricón-, ni mucho menos se había producido el rescate del poeta-símbolo del deseo incumplido. Por no conocer, ni lápida tenía en la memoria aquella vieja cristalería de la calle Acetres en una ciudad natal donde faltaban décadas para que algunos mármoles centenarios enterraran su olvido con lápidas laudatorias. En algún sitio había leído, eso sí, que Ocnos -aparte del nombre de un burro- era el libro más hermoso que se había escrito sobre esa ciudad suya que tanto amaba desde la candidez de creer el mundo perfecto. Y hacia él se lanzó con curiosa avidez y con la sorpresa de los adultos que intuían algún tipo de desgracia en ese mocoso de once años que prefería aquel volumen amarillento a los dibujos del Mortadelo que le regalaban por junio, cuando el curso terminaba.

El niño todo lo desconocía, porque virgen era su mundo y virgen su palabra Y si lo he dejado escrito no es por adorno. Luis Cernuda no era nadie. Nada más que un nombre sin significado, unas letras al lomo de un libro, porque inexplorado estaba el bosque de la literatura en su inocencia de vida sin pasado.

En muchas ocasiones recuerdo las tardes interminables de aquel verano. Ojos de asombro y descubrimientos de la mano del paisano Albanio. Libre de prejuicios y dudas. Audaz como sólo saben serlo los niños. Y me sorprendo, en el medio de aquel patio, escuchando al fondo el piano de Turina desde la casa paredaña, o mirando la vela superior del patinillo, lloviendo pacientemente las palabras desde el cielo, para dejar en mí el doloroso escozor de la belleza presentida.

Años después otras veces oíste los mismos sones, reconociéndolos y adscribiéndolos ya a tal músico de ti amado, pero aún te parecía subsistir en ellos, bajo el renombre de su autor, la vastedad, la expectación de una latente fuerza elemental que aguarda un gesto divino, el cual, dándole forma, ha de hacerla brotar bajo la luz.

El niño no atiende a los nombres sino a los actos, y en éstos al poder que los determina. Lo que en la sombra solitaria de una habitación te llamaba desde el muro, y te dejaba anhelante y nostálgico cuando el piano callaba, era la música fundamental, anterior y superior a quienes la descubren e interpretan, como la fuente de quien el río y aun el mar sólo son formas tangibles y limitadas. (Ocnos, “El piano”)

Ciudad tan distinta y tan distante. Tan conocida y tan cercana. Ciudad mía que fui empezando a querer, junto al latido del corazón de un muchacho esquivo. Cómo iba yo entonces a sospecharlo. Amores primeros a la luz de la luna y al calor del verano. Cuerpos de bronce, brillando resbalosos a la orilla del río que el niño despojaba de equívocos y vestía de belleza. Músicas, sombras, mar, ecos viejos, sones, olor de barrios y de barreduelas. Amores prohibidos tras cancelas que huían de tópicos de geranios y macetas. Palabras de un amigo desconocido que, sin saberlo, crecía y crecía en mi interior como un coloso, un ídolo inmortal transfigurado en modelo futuro. Así, así quiero yo escribir cuando sea mayor.

Ir al atardecer a la catedral, cuando la gran nave armoniosa, honda y resonante, se adormecía tendidos sus brazos en cruz. Entre el altar mayor y el coro, una alfombra de terciopelo rojo y sordo absorbía el rumor de los pasos. Todo estaba sumido en penumbra, aunque la luz, penetrando aún por las vidrieras, dejara suspendida allá en la altura su cálida aureola. Cayendo de la bóveda como una catarata, el gran retablo era sólo una confusión de oros perdidos en la sombra. Y tras de las rejas, desde un lienzo oscuro como un sueño, emergían en alguna capilla blanca formas enérgicas y extáticas. (Ocnos, “La catedral y el río”)

Después llegaría el destierro y la visión de la ciudad desde las brumas británicas. Tampoco el pequeño lector llegó a intuir los trasfondos morbosos, los juegos de manos y pinceles –Gregorio Prieto mira desde el fondo-, las posteriores ironías y mentiras interesadas de viudas medio locas e infelices. Nada de amantes ni de sordideces. En mi lectura infantil, Ocnos sigue siendo aquel libro blanco cuyo canto de amor perdura. Amor a una ciudad sin contornos ni nombre. Borroso caserío que tiene una torre en el centro, clavada como la flecha del deseo en el costado de Luis. Porque Luis –a secas- se llamaba el escritor de aquel maravilloso libro amarillento.

Todo en este país, él y la tierra donde se asienta, parece inconcluso, como si Dios lo hubiera dejado a medio hacer, recelando de la obra. Y tal el país, la ciudad. Esta ciudad ha sido cárcel tuya varios años, excepto para el trabajo, inútiles en tu vida, agostando y agostando la juventud que aún te quedaba, sin recreo ni estímulo exterior, igual aridez en los seres y las cosas. Como la ciudad es, fachadas rojas manchadas de hollín, repitiéndose menudas en la perspectiva, cofre chino que en su cofre encerrara otro, y éste otro, y éste otro, así los seres que ellos habitan: monotonía, vulgaridad, repelente en todo ¿Cómo llenar las horas de esta existencia sin fondo? (Ocnos, “Ciudad Caledonia”)

Tierra nativa sevillana, también a medio hacer. Gloriosamente inconclusa. Os amo tanto como os odio. Quizás por la claridad de mi mirada nunca me ofendió la maldición de aquel transterrado. Os amo tanto como os odio. Entonces yo tenía once años. Han pasado por mí olvidos y desengaños. Descargó la tormenta de la injusticia y de la ira. Conocí el desamor. La inocencia fue agriándose y dibujó en mi cara una mirada torva y resabiada. No corren buenos tiempos para la prudencia. Hoy, mi vivido presente firma también las palabras de Cernuda. Él ya pertenece en mi conocimiento a una vida y una época concretas. Dejó de ser aquel Albanio de inmensos ojos que se sentaba conmigo en el patio de losetas negras y blancas y se convirtió en un inadaptado, solitario y neurasténico que murió en el exilio mexicano. Olvidado por todos, obsesionado por una felicidad que nunca alcanzó, masacrado por la realidad que aniquiló también el deseo de ser él mismo. Poeta tabú, rescatado mártir de la transición, gurú de la poesía de la experiencia, merchandising de una supuesta literatura homosexual. Demasiados cambios, ¿verdad? No son los únicos.

Pasaron los años, sí. Sin embargo, en mi memoria perdura –y cómo la añoro- aquella lectura de Ocnos en las puertas de mi vida. Ese verano inolvidable que me reveló una ciudad y que dibujó el mapa sentimental de un mundo al que también odio y amo a partes iguales. Y que echo de menos cuando, por temporadas, el aguijón de la realidad me hiere y escuece. Esos días azules y ese sol de mi infancia, que traducido resulta: volver a la niñez sin pensar ni ser nada.

12 julio 2011

Pynchon al sol

Epítome del postmodernismo. Incomprensible para algunos. Clarividente para unos pocos. Leer a Thomas Pynchon no puede dejar indiferente a nadie. José Martínez Ros tuvo las agallas suficientes para enfrentarse en soledad a su obra más polémica y aclamada: El arco iris de gravedad (1973), un gazpacho literario tan indigerible como adictivo. Comprobemos si su lectura le costó a nuestro crítico tanto como al Brigadier Pudding tragarse una...


José Martínez Ros

Leí las mil doscientas (más o menos) páginas de El arco iris de gravedad, la novela más famosa de Thomas Pynchon, a los veinticuatro años, cuando realizaba uno de los oficios que suelen despertar más curiosidad a mis amigos cuando rememoro esa época de trabajos cutres/precarios/mal pagados, una etapa casi inevitable en una biografía de un joven de mi generación y mi clase social. Acababa de volver a mi desangelado pueblo de Cartagena, tras nueve meses de estancia en Córdoba, becado por la Fundación Antonio Gala, con el manuscrito de un libro de poemas y mucha incertidumbre acerca de mi futuro inmediato. Algunos de los chicos y chicas que conocí en Andalucía pensaban recalar en Madrid en otoño, al comienzo del curso universitario, debido a un par de azarosas circunstancias –a) que se encuentra más o menos en el centro y b) que ninguno éramos de allí-, y la idea, dar un corte de mangas a mi vida anterior y empezar en otro sitio, me gustaba, así que necesitaba encontrar trabajo y ganar algo de dinero en el verano intermedio. Un vecino de mi abuela me propuso uno, después de un absolutamente desafortunado intento de ser mozo de cocina: trabajar para el dueño de una cantera, controlando el número de camiones que extraían de ella materiales para una construcción no demasiado distinguida, un vertedero de basuras, según creo recordar. Por favor, imaginadlo: un monte pesado y desértico, rodeado de más montes desérticos, feos y pelados, junto a una carretera que no llevaba en particular a ningún sitio, por lo menos a ningún sitio interesante. A un lado, había un camino de tierra que descendían hasta la cantera y, en la cima, un pino solitario bajo el que me apostaba cada día, desde las ocho de la mañana a las seis de la tarde. Mi padre me dejaba en ese monte con una nevera con el almuerzo y una botella de agua, una silla plegable, una pequeña libreta donde anotaba la matrícula de los diversos camiones y su número de viajes, haciendo básicamente palotes, y por último, un libro muy grueso, negro, de Tusquets cuyo título no dudo que adivináis. Y yo, un veinteañero barbudo en bañador, pasando un solitario estío con la obra maestra de Thomas Pynchon.

No se trataba del primer libro de Pynchon que leía. Hacía casi dos años me había topado con una edición barata de una novela posterior, Vineland, una anfetamínica historia acerca del legado de los dorados sesenta en los sombríos ochenta que me confundió y no pude, por aquel entonces, acabar, pues había extraños conceptos de la narrativa del extraño siglo XX que aún eran un misterio para mí como “Super Ficción”, “hipertexto”, “postmodernismo”, “entropía” y tantos otros, pero sí me sonaba el nombre de Thomas Pynchon, y conocía el halo de leyenda que lo rodeaba: el escritor más invisible de la literatura norteamericana, en la que tanto abundan ilustres auto-reclusos, siempre con un recuadro en blanco en lugar de una foto bajo una biografía de cuatro líneas que incluía asistencia a las clases de literatura de Vladimir Nabokov, redacción de folletos técnicos para Boeing y una larga estancia en México. En Córdoba, me había animado a leer su primera obra, V, porque, en el curso de una visita a la Fundación, Arturo Pérez-Reverte nos lo recomendó enfáticamente, y yo, que siempre lo había considerado un personaje de ideas antediluvianas, además de muchas otras cosas negativas que no escribiré aquí, pensé algo así como “si le gusta hasta a este capullo, es que debe ser de verdad muy buena” , y por tan peregrino ejercicio de lógica, busqué un ejemplar –Córdoba es una ciudad tan fantástica que hasta hay librerías con novelas de Thomas Pynchon- y me puse con ello. La nueva experiencia en el mundo pynchonita fue mucho mejor: la novela alternaba la historia de una serie de personajes ruinosos en una ruinosa New York contemporánea con una serie de exquisitas escenas escritas con una prosa de increíble belleza (y joder, ese libro lo escribió con menos de treinta años) ambientadas en diversos lugares del mundo a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, relatándonos entre crisis internacionales, matanzas históricas y conspiraciones disparatadas, la vida de una extraña mujer, V, que en un capítulo podía ser una jovencita remilgada que perdía la virginidad en El Cairo o una cortesana en Florencia a una 'cyborg' disfrazada de sacerdote, y que podía considerarse un símbolo de la rebelión de las fuerzas de maquinismo inanimado (y el fascismo/capitalismo) contra el espíritu humano. Así que me consideraba preparado para enfrentarme a un reto mayor.

A lo largo de aquel verano, leí El arco iris de gravedad dos veces. Hay un chiste genial en Los Simpson. Lisa se hace pasar por universitaria y una de sus nuevas amigas “intelectuales” lleva el tochazo de Pynchon. “¿Estás leyendo El arco iris de gravedad?”, le pregunta Lisa, sorprendida. Su nueva amiga sonríe. “No, lo estoy releyendo”. Yo lo releí –cada lectura me ocupó, más o menos, un mes- no por alardear, ni nada parecido, sino porque, tras el primer combate, 'round' a 'round', Pynchon me había machacado: no había entendido casi nada. Pero tenía un montón de pasajes clavados en mi mente, girando ahí sin cesar así que me interné de nuevo en el oscuro, lóbrego y resplandeciente bosque verbal del gran T. P. en busca de un hilo conductor, un sendero oculto entre miríadas de personajes y escenarios de una versión definitivamente alucinógena y megafriki de lo que fue la Segunda Guerra Mundial (la que orquestó Tarantino en Malditos bastardos palidece en comparación) que me permitiera ir de una a otra. Creo que lo conseguí, y salí de la selva con muchos rasguños, pero sin ninguna herida mortal, como suele suceder con los grandes libros y como sucede, según el célebre poema de Kavafis, con los grandes viajes, lo que más recuerdo de El arco iris de gravedad son esos pasajes que tanto me impresionaron la primera vez, más que el famoso inicio (“llega un grito a través del cielo”) y el apocalíptico final del libro o el difuso argumento general. Me acuerdo del primer encuentro de los amantes adúlteros, Roger y Jessica, con el sonido de fondo de las explosiones de los cohetes nazis, las V-2, en Londres, y que él declara tranquilamente “mi madre es la guerra”. Me acuerdo del descenso del joven Slothrop por un retrete lleno de un sinfín de cosas repugnantes tras una armónica, escena plagiada en Trainspotting. Me acuerdo del honorable y coprófago Brigadier Pudding, protagonista de la escena sexual más bizarra de un libro lleno de sexo bizarro. Me acuerdo de que a lo largo de todo el libro suena "La gazza ladra", de Rossini, y que esa pieza suena igualmente en La crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Haruki Murakami. Me acuerdo de la comuna de judíos masoquistas que se niega a abandonar el campo de concentración. Me acuerdo del pulpo amaestrado del doctor Pointsman y de la bellísima y atormentada Katje… Thomas Pynchon soñó de nuevo la Segunda Guerra Mundial y nos invitó a recorrer la más sangrienta pesadilla que ha conocido la humanidad de un modo único. Es decisión de todos ustedes enfrentarse o no a ella, a esta novela que ganó el National Book Award (por supuesto, Pynchon no fue a recogerlo y mandó a un cómico en su lugar) en 1974, fue considerada obscena por el jurado del premio Pulitzer y un libro “ilegible” que “humillará, confundirá y espantará al lector”, por el distinguido George Steiner.