30 septiembre 2010

Sin censura

Una historia iraní de amor y censura

Shahriar Mandanipour

Lumen, 2010

ISBN: 9788426417718

382 pg.

20,90 euros

Traducción: Ignacio Gómez Calvo (a partir de la versión inglesa de Sara Khalili, inédita en farsi)




Ilya U. Topper

Si Shahriar Mandanipour (Shiraz, 1957) hubiera escrito la historia de amor que siempre quiso escribir, jamás habría visto la luz, en todo caso no en su país natal: son largas las tijeras de la censura iraní, y cualquier mención al cuerpo humano, o un amor que no se agota en disquisiciones sobre pétalos de rosa, es sospechoso de depravación.

Evidentemente, un escritor iraní lo sabe y extirpa de antemano las frases peligrosas para no condenar a su editor a quedarse con toneladas de papel para reciclar (se permite imprimir libros, pero no distribuirlos, sin pasar por el censor). El público iraní habría rellenado las escenas ausentes, los gestos apenas insinuados, con una bien entrenada imaginación, pero usted, lector, se aburriría mucho y no se enteraría de la misa la mitad.

Mandanipour podría haber publicado su novela íntegra en el extranjero, por ejemplo en Estados Unidos donde vive desde 2006, y a usted le gustaría, pero sería en cierto sentido falsa: ningún iraní puede escribir ni leer desde hace exactamente 30 años una novela así.

Shahriar Mandanipour optó por hacer todo a la vez: escribió la historia tal y como la concibió, se dedicó a tachar todas las frases que la censura le quitaría e intercaló todas las explicaciones sociológicas y políticas necesarias, para que usted, lector no iraní, entendiera el conjunto, e hizo imprimir el resultado, tachones (legibles) incluidos, en América. Una idea genial, para empezar.

Pero no se paró ahí: primero cobra vida propia el personaje que representa la oficina de censura iraní, un tal señor Petróvich (no me pregunten por qué tiene nombre ruso). Luego, la tierna historia de amor de una estudiante y un joven vendedor clandestino de películas, Sara y Dara, se prolonga en las explicaciones intercaladas, donde usted aprenderá todo aquello sobre su relación que un lector iraní se puede imaginar, pero ningún editor puede (ni necesita) imprimir. La risa se cuela a menudo entre las costuras: los iraníes han aprendido a tomarse con humor ese pequeño infierno diario en el que convierten la vida las mil y una normas del régimen, tan absurdas como ineludibles.

El extraño coro a dos voces llega a enredos cada vez más atrevidos: el señor Petróvich y el autor llegan a convertirse en antagonistas de una historia paralela y finalmente Dara y Sara cobran una vida propia que pronto no podrá controlar ni el propio autor ni el señor Petróvich. Un asesinato flota en el aire como última solución...

Esta es una historia compuesta por imágenes. Imágenes poderosas como pensadas para una película que nadie podrá rodar en Irán: Dara y Sara sentados en una triste sala de Urgencias de un hospital porque sólo allí podrán hablar a salvo de la policía moral. El censor de cine ciego, que sus ayudantes de describen los centímetros de muslo de la actriz para que decida si pasar o no la tijera. La cumbre, tal vez, ese remedo tan inverosímil y tan convincente de Una proposición indecente, con el viejo poeta convertido en buhonero de libros en el papel de Robert Redford y Sara en el de Demi Moore: un manuscrito milenario por quitarte el pañuelo en plena calle...

Mandanipour ha conseguido unir con esta novela, su primera obra traducida al inglés, una poderosa historia de amor ―cercana, destructiva y esperanzadora como todas las historias de amor― y una mordaz sátira contra el régimen teocrático iraní. Ha superado el reto de hacer que el hilo que cose ambas historias sea aún más fascinante que las piezas originales.

No sé si ustedes saldrán sanos del laberinto, pero no se arrepentirán de haberse metido, se lo prometo.

28 septiembre 2010

Fatalidad y coraje

Cavalleria rusticana y otros cuentos sicilianos

Giovanni Verga

Traspiés, 2010

ISBN: 978-84-936774-5-9

14 euros

124 páginas.

Traducción de José Abad





Alejandro Luque
Cursiva

¿Ha vuelto Giovanni Verga? Lo pregunto porque, con un goteo lento pero perseverante, en los últimos tiempos han ido reeditándose en España varios títulos del autor siciliano. Gadir rescató el año pasado una novela primeriza, Eros; Antes, el sello El violín de Carol había reunido algunas de sus mejores brevedades en Nedda y otros cuentos; Periférica hizo lo propio con La vida en el campo; y ahora Traspiés insiste con Cavalleria rusticana y otros cuentos sicilianos. Por si fuera poco, en la última Mostra de Venecia se presentó una nueva versión, a cargo de Pasquale Scimeca, de su gran novela Los Malavoglia, que ya fue adaptada al cine por Visconti en La terra trema.

Si se lo hubieran dicho al propio Verga, no se lo cree. Que en pleno siglo XXI sus ficciones con olor a brea portuaria y pastos campesinos vuelvan a ser motivo de atención no deja de ser motivo de asombro. Claro que un escritor como éste siempre se lee con gusto: la suya es una prosa limpia, esencial, producto de una mirada atenta al detalle, pero sin ningún interés por el alarde. Verga, padre de la escuela verista, es un puro contador de historias. Y, seguro de que sus historias poseen intensidad por sí mismas, dirige su estilo hacia la eficacia. El verismo es la exaltación de la naturalidad, y un escritor, como diría él mismo, debe tener “el coraje supremo de eclipsarse y desaparecer” dentro de una obra que “es como debe ser”.

¿Es suficiente con eso? Tal vez haya que profundizar un poco más en sus temas. La materia central con la que trabaja Giovanni Verga es esa terrible, implacable, sicilianísima fatalidad. Aun con sus circunstancias específicas, todos los personajes son juguetes del destino, títeres en manos de una divinidad arbitraria. Nada puede la razón contra esas pulsiones avasalladoras, que aquí usurpan el nombre del amor y allí el del honor. Peppa va al encuentro del bandido Grama empujada por una atracción irrefrenable, similar a la que lleva a la Loba a buscar el filo del hacha; Ollaza, marido tolerante con las infidelidades de su esposa, acabará matando de improviso a uno de esos amantes; todo el oro del mundo no impide que Mazzarò envejezca, y Malpelo el Pelirrojo baja sin rechistar a la mina en una misión suicida, aunque sabe que nadie irá a rescatarlo. “No dijo nada”, leemos al final. “En fin, ¿de qué habría servido?”

Rito y superstición se hacen presentes a lo largo y ancho de estos relatos. Lola va a confesar porque ha soñado con uvas negras; Turiddu muerde la oreja del carretero con quien va a batirse en duelo, como señal de compromiso; Nanni sabe que “no sale de casa ninguna mujer buena, entre el véspero y la novena”; el diablo tienta a los hombres con la luna, atrayéndolos hacia la perdición. Y para todo aquello que no se alcance a explicar, cabe remitirlo a la voluntad de Dios.

El mundo de Verga discurre así entre el oscurantismo y las puras leyes de la Naturaleza, relegando al hombre a la condición de poco menos que peón de ajedrez: la misma a la cual le condena el “arcaico capitalismo agrario y feudal” de Sicilia, por decirlo en palabras de ese agudo lector que es Vincenzo Consolo. Este hecho ha propiciado alguna vez lecturas de carácter más o menos social, en las que los tristes finales de Verga serían la consecuencia natural de la incapacidad del individuo para rebelarse y ser el único dueño de su porvenir.

Puede que ante los perdedores, los vencidos de Verga, comprenda el lector actual la vigente necesidad de esa revolución personal y colectiva. Pero también hay en esos personajes una pulsión que acaso podamos echar de menos en nuestro tiempo: la capacidad para asumir los reveses que la suerte nos depara, no con bovina mansedumbre, sino con esa resignación llena de coraje que también en la Magna Grecia, en la isla de Giovanni Verga, se conoce como estoicismo.

27 septiembre 2010

Voz del que clama en el desierto

La colina amarilla

Antonio Zamora

Hipálage, 2010

ISBN: 978-84-96919-31-0

260 páginas

15 euros





Jesús Cotta

Ya había reseñado yo aquí un libro suyo titulado La venganza de Evaristo Cubista, un libro breve que contaba una historia tan terrible y tan bien contada, que sólo le eché en cara la ausencia de un lenguaje más apasionado: con todo lo que le pasaba al prota, pegaba soltar al menos alguna palabrota, perder a veces los nervios, dar un puñetazo en la mesa.

Pero con esta segunda obra el autor se ha superado. El lenguaje de Arcadio Talavera, que es quien narra toda la historia, es el de un poeta in pectore, en lo oscuro, pero con muchos cojones, con mucho deseo de amor, confinado en las sombras de una guerra inútil, larga, que es toda desierto y sangre.

No recuerdo ahora mismo ninguna novela que trate nuestra triste guerra de Marruecos, que es un episodio que la gente olvida o que no interesa, pero donde se derramó mucha sangre joven que había nacido para sembrar campos y amar mujeres, y no para empapar la arena de unas tierras que nunca nos trajeron nada bueno.

Sin patrioterismo, pero sin antipatriotismo, sin pacifismo, pero sin belicismo, sin sentimentalismos, pero con el corazón, el protagonista nos muestra su universo desde dos planos: el de la guerra en tierra extraña y el de los recuerdos en tierra propia. En el primero encontramos un hombre, que había nacido para el amor, el hogar y la libertad de los hombres buenos y sencillos, pero que se ve arrojado a la matanza, la servidumbre y el odio de una guerra donde lo peor del hombre triunfa porque, si no, moriría el hombre entero y él lo sabe y se deja arrastrar, pero no le gusta. En el segundo encontramos al joven apasionado que no soporta la chulería del señorito, el servilismo de su padre, y que conoce el amor que lo puede rescatar de sí mismo, aunque su pasión y su orgullo lo malogren y le hagan expiar sus culpas.

Estos dos planos, que se alternan durante toda la novela, son igualmente interesantes, son dos espejos que reflejan a dos hombres distintos que son el mismo en diferentes circunstancias. En otras novelas donde los planos también se alternan, suele ocurrir que uno está más conseguido que otro, pero en esta novela la voz rotunda y sin componendas del protagonista les presta a ambos mucho interés. Y me parece que esta novela podría haber ganado perfectamente un premio. Desde luego, si yo fuera uno del jurado, se lo daría.

Nunca he visto tan claro como en esta novela que, cuanto más sórdido y cruel es lo que nos rodea, más patente y desesperada es nuestra vocación de amor y salvación.

Vale la pena oír la voz de un hombre desnuda en el desierto del Rif, que desgrana recuerdos para no convertirse en un monstruo ni olvidar que fue nuestro abuelo cuando era novio y soldado, lejos del amor y de la patria.

No sólo la Guerra Civil nos explica. También está esa guerra que nadie quiere recordar.

24 septiembre 2010

Héroes de la palabra

Yo, Curtis Garland

Juan Gallardo Muñoz

Prólogo de Javier Pérez Andujar e ilustraciones de Juan Antonio Troya

Morsa, 2009

ISBN: 9788461305230

140 páginas

15 euros



Daniel Ruiz García

Ahora que andamos con la cosa de las reparaciones de la Guerra Civil y el Franquismo, quizá va llegando el momento de que reconozcamos en su justa medida todo lo que hicieron por la literatura española, y especialmente por la literatura de género, ese grupo de valientes que, durante prácticamente todo el periodo de la dictadura, se camuflaron detrás de nombres descabellados y produjeron de forma compulsiva novelas para el divertimiento de millones de familias, haciéndoles así más llevaderos los duros años de la patria en blanco y negro.

Salvo casos contados como los de Manuel Vázquez Montalbán, Salvador Vázquez de Parga, Vicente de Santiago Mulas o el propio Manuel González Ledesma, en otro tiempo Silver Kane –probablemente el más visible y reconocido de los autores ibéricos de pulp merced a premios como el Planeta-, la crítica literaria ha pasado de puntillas por la producción española de género que se cultivó entre los años 40 y 70 del pasado siglo, sin duda la más prolífica, variada e incluso innovadora, por las temáticas abordadas, de toda la Historia de la literatura española. Ocultos y anónimos en ese paréntesis gris de la dictadura, y zarandeados por la comparación con otros escritores que sí firmaban sus obras desde el exilio o que simplemente ostentaban el rango de escritores del Régimen –compaginando, como ocurrió con algún caso memorable, su labor con otras más indeseables, como la de censor-, los autores anónimos del pulp fueron silenciados y reducidos a un lapsus de silencio, que es el que va desde el 27 hasta los años de la Generación del realismo social.

Cuando lo cierto es que la aportación de este conjunto de autores es una de las más extraordinarias que haya dado la literatura en castellano, tanto en su vertiente literaria como en la social. Son los autores del llamado bolsilibro, o el de las novelas “de a duro”, aglutinadas en torno a sellos como Bruguera o Editorial Rollán. Autores todos ellos españoles pero que por conveniencia editorial fueron ocultados bajo seudónimos de gran sonoridad, que evocaban en el público lector el cosmopolitismo y la libertad asociada a las letras norteamericanas: Frank Caudett, Clark Carrados, Ralph Barby, Lou Cardigan, Keith Luger o el que nos ocupa, Curtis Garland. Entre todos ellos pusieron en el mercado editorial, a través de la distribución de quiosco –hermana bastarda de la librería desde tiempo inmemorial- un nutrido catálogo de títulos que iban desde el género negro –casi siempre con inspiración en Hammet, Chandler, McDonald y los maestros americanos- hasta el de aventuras, pasando por la ciencia-ficción, la novela histórica o, ya en los tiempos de la transición, por el género del porno. Los argumentos eran de lo más descabellado, las tramas se precipitaban con un ritmo endiablado, los personajes resultaban tan acartonados y tópicos como los que aparecían en las portadas. Y sin embargo, engancharon durante varias generaciones a miles de lectores, que se abonaban al insomnio despreocupado a través de aquellas historias.

Yo, Curtis Garland son las memorias de uno de esos héroes anónimos que, a través del ejercicio de la escritura, contribuyeron a hacer más llevadera la vida a millones de personas durante la dictadura. Hablamos de Juan Gallardo Muñoz, quien a lo largo de su longeva vida como escritor se multiplicó en muchos pseudónimos, siendo Curtis Garland el más conocido. En este libro de memorias, Juan Gallardo Muñoz da un repaso a su vida, explicando cómo llegó a producir más de 2.000 novelas para acabar siendo un completo desconocido, que tuvo que arrastrarse hasta la jubilación, ya en los años de la democracia y por la consiguiente decadencia del género de las novelas “de a duro”, asumiendo un penoso trabajo como comercial.

El libro está escrito con la misma urgencia de aquellas novelas de Bruguera. Hay rectificaciones sobre la misma narración, como si en lugar de leer estuviéramos asistiendo a una charla de barra de bar. Y resulta sorprendentemente breve. Parece como si, después de esas 2.000 novelas, Curtis Garland se hubiera desinflado del todo, y ya no tuviera mucho más que decir, aparte de recordar a su esposa fallecida, Teresa, que recorre transversalmente todo el libro con un aroma de duelo. Aun así, y a pesar de cómo está escrito, el libro resulta tremendamente interesante. No cabe duda de que Curtis tiene oficio, y sabe lo que es escribir con nervio. Nada de espesura, nada de irse por las ramas, siempre hechos, realidades, verbo. Hay algunas anécdotas muy suculentas. Por ejemplo, que se carteó, durante sus primeros años como crítico cinematográfico para una revista barcelonesa –con apenas 16 años-, con numerosos actores de Hollywood, entre ellos Judy Garland, a quien probablemente robó su apellido impostado. O que compaginaba su labor de actor con la de escritor. El director de la compañía de actores en la que trabajaba le llegó a prohibir que escribiera durante las funciones, en los momentos en que Curtis no estaba en escena: el sonido del tecleo de su máquina de escribir llegaba desde el camerino hasta el escenario. En los momentos más difíciles, producía hasta 5 novelas al mes; aun así las pagaban mal, y sólo cobraba cuando la novela salía publicada. Este ritmo no evitaba su querencia por la noche y por las fiestas:

Es extraño recordar que, a veces, salíamos a divertirnos, dejando yo una novela sin terminar en la vieja máquina Olivetti que entonces usaba, y al volver, ya muy de madrugada, me sentaba a terminar los ocho o diez folios que faltaban. Hecho esto, me acostaba, y a las once estaba en la editorial, para entregar el trabajo y cobrarlo, por supuesto”.

Hay muchas anécdotas más. Anécdotas como cuando, por ejemplo, fue llamado con urgencia por Televisión Española. El reconocido escritor Álvaro Cunqueiro había elaborado un texto para un reportaje con locución en off sobre Galicia. Cuando se pusieron a montarlo, la tarde antes de la emisión, comprobaron que el texto se quedaba corto para el montaje de las imágenes; había que improvisar un buen tramo de texto, y que pareciera que lo había escrito el propio Cunqueiro. Durante una madrugada, Curtis trabajó sobre las imágenes, recreando el estilo de Cunqueiro y alabando las bondades de la tierra gallega. Salió totalmente airoso del reto, a pesar de que Curtis no había puesto en su vida un pie en Galicia.

Hay otras anécdotas que sólo están contadas a medias, y en las que desearíamos que Curtis hubiera abundado más. Por ejemplo, en la amistad esporádica que trabó con el escritor Somerset Maugham, a quien Curtis define como un “hombre de mundo, versátil, culto, observador y lleno de un sentido del humor muy propio de su nacionalidad y de su inteligencia”.

Al concluir el libro uno tiene la sensación de haber escuchado el testimonio de un héroe. De alguien que logró sobrevivir gracias al arma de la palabra, sorteando el hambre y el infortunio, y viendo en ocasiones cómo otros se quedaban en el camino –resulta conmovedor el momento en que recrea el suicidio de un disparo de su colega de bolsilibros George Sanders, porque, como dejó escrito en una nota, “estaba harto de verse rodeado de ratas”-. Sorteando también la soledad. En su interesante prólogo, Javier Pérez Andujar se refiere a esta triste y valiente generación de escritores de este modo:

Tenían el mismo oficio. Entregar trescientos, cuatrocientos folios al mes. Y una misión que no conocían, y que de sospecharlo hubieran ejecutado llenos de espanto: poner punto final a la edad de oro de la novela popular. Todos tenían aquel antiguo oficio desaparecido; pero ese oficio no era escribir novelas. No del todo. Su profesión era la soledad”.

En el apéndice, se incluyen algunos de los títulos publicados por Curtis Garland. No me resisto a dejaros aquí algunos de ellos, ya que resultan bastante representativos de la sensibilidad y el espíritu exótico y a la vez popular de aquella generación. Muchos de ellos todavía se pueden encontrar en librerías de viejo (yo conservo unos pocos, herencia de mi abuelo):

Agente Muerte
A ritmo de sangre
Blues para el muerto
Cinco discos de Jade
Divórciate y muere
Dragón de Chinatown
Ella sabe demasiado
Flores en tu funeral
La dama usaba veneno
La tarjeta del verdugo
Las curvas del peligro
¡No mires, Logan!
Águilas negras en California
Cantina de hombres muertos
Dad de comer a los buitres
Cuando los dioses mueran
¡Ruge, violencia, ruge!

Por último, aquí os dejo un vídeo interesante sobre el autor.

22 septiembre 2010

El secreto de nuestro mundo


Contraluz

Thomas Pynchon

Tusquets, 2010

ISBN: 9788483832073

1.340 páginas

32 €

Traducción de Vicente Campos


José Martínez Ros

Si hay un autor “secreto”, de “culto” en el mundo, éste es, por supuesto, el gran Thomas Pynchon, objeto como tal de un culto cada vez más oficial (algo que coincide con el semiolvido de compañeros de generación como Gaddis, John Barth o Bathelme) y de alguna flagrante omisión de aquellos para los que la gran novela americana se tiene que mover en las coordenadas del realismo más epidérmico. Si hubiera que describir como es su escritura (pues nos acaba de llegar su penúltima novela, la enorme, enciclopédica, Contraluz) , tendríamos que imaginar una mezcla mutante de Borges (en su concepción gnóstica del Universo como una serie de capas superpuestas que nos van alejando de una verdad oculta e imprevisible), Joyce (en su abrumador torrente verbal) y Nabokov (en su exquisito preciosismo: incluso traducida –espléndidamente traducida- apreciamos la belleza de la prosa de Contraluz, en la que es difícil hallar una frase que no suene acabada y perfecta) por el filtro alucinógeno de Philip K. Dick y William Burroughs. Si tuviéramos que explicar de qué van las novelas de Thomas Pynchon, podemos afimar que todas ellas son “representaciones” del mundo contemporáneo: un mundo en el que cualquier tipo de identidad se vuelve extremadamente dudosa, la ciencia se vuelve una disciplina esotérica y a veces aterradora y los individuos se ven sometidos a la presión asfixiante de las grandes estructuras empresariales y estatales (no por nada, George Orwell es uno de los escritores favoritos de Pynchon, que parece dudar que no vivamos realmente en una sutil versión disneylanesca de 1984).

Y, en concreto, Contraluz, ¿de qué va? A lo largo de más de mil oceánicas páginas ambientadas a finales del siglo XIX e inicios del XX, hay varias líneas argumentales, entre las que destaca un irreprochable western protagonizado por los cuatro hijos, tres varones y una chica, de un minero anarquista Webb Traverse, asesinado por un par de matones al servicio de un magnate. Mientras que ella se vincula sentimental y sexualmente con uno de los asesinos, la venganza de los restantes Traverse se prolongará a lo largo de varias décadas y continentes.

Pero, además de sus andanzas, encontramos a aeronautas cuyas aventuras son recogidas en folletines, espías de turbulentos apetitos sexuales, matemáticas con vocación de 'femme fatale', las intrigas políticas de una época en la que Europa era poco menos que un polvorín a punto de estallar, la mística Shambala en el corazón de Asia, incluso el famoso incidente de Tugunska, incluso piojos parlantes y adictos a la sangre humana, viajes por el subsuelo terrestre y un perro gourmet… Si alguna de estas cosas (o mejor aún, todas ellas) son de su interés, no dejen de perderse en esta obra.

Los que ya son adictos a sus novelas tal piensen que sus últimas obras –Contraluz, Mason & Dixon- son más líricas, amables y convencionales (los buenos son unos chicos estupendos, los malos una gentuza de la peor ralea) que las iniciales y apocalípticas V o El arco iris de la gravedad, que el último acto de la venganza de los Traverse resulta algo desvaído, que aunque las páginas finales son muy bellas se echa en falta algo más. Y tal vez estén en lo cierto. Pero no es menos que verdad que un párrafo al azar de la última novela de este genial setentón es más original, vanguardista y muchísimo más divertido que mil “nocillas”.

21 septiembre 2010

Extraña y contra natura


La habitación

Hubert Selby Jr.

Escalera, 2010. Colección "Precursores"

ISBN: 978-84-937018-6-4

268 páginas

19 €

Traducción de Daniel Ortiz Peñate



Fran G. Matute

Hubert Selby Jr. pasará a la historia por Última salida para Brooklyn (1964) y Réquiem por un sueño (1978), y esto es incontestable. Pero ello no quiere decir que el resto de su ignota y breve obra deba caer en el olvido. Prueba de lo anterior es La habitación (1971) que se publica y traduce en España ahora por primera vez. De hecho, según valoremos la obra de Selby Jr., podríamos llegar a afirmar que La habitación es el pináculo de su literatura.

Explicaba brillantemente nuestro amigo Daniel Ruiz en su reseña sobre Réquiem por un sueño, que Hubert Selby Jr. formaba parte del llamado realismo sucio. Por su parte, Richard Price, en el prólogo a dicha obra, definía al autor como alguien con “la habilidad para humanizar lo aparentemente inhumano, y por extensión, humanizar al lector”. Todo esto nos lleva a reflejar que la obra de Hubert Selby Jr. se caracteriza por ser brutal, grotesca, transgresora, angustiosa y repugnante, y sin embargo nos encanta.

Recuerdo que cuando se publicó American Psycho (1991) de Bret Easton Ellis un conocido me confesó que le daba vergüenza reconocer que le había gustado leerla. Vamos, que se lo pasó pipa con los pasajes sádicos. Y ese tipo de fascinación, a medio camino entre el voyeurismo y lo mórbido, es la que provoca Hubert Selby Jr. con su obra.

Dicho lo anterior, confesemos de antemano que lo primero que busqué en La habitación, calificada por la editorial como la “novela más dura que jamás hayamos publicado”, fue al Selby Jr. más golfo y juguetón. Pero hete aquí mi sorpresa (y aparente decepción) al comenzar las páginas de esta novela-reflexión, narrada por un reo confinado en una celda y convencido de su inocencia, cuando nos encontramos con un monólogo intimista y rencoroso contra la sociedad y el orden establecido, una ensoñación brillante que se extiende por gran parte de la primera mitad de esta extraña novela, construida bajo reglas caligráficas propias, a medio camino entre la fábula, el reportaje psicológico y el drama carcelario.

Pero poco a poco vamos hurgando en la verdadera psicología del narrador. Y en un ejercicio de virtuosismo suicida, Selby Jr. se desparrama a gusto en su podredumbre, diseñando una venganza que el propio autor califica de “extraña y contra natura”. No queremos desvelar los detalles de estos salvajes párrafos que ponen al lector contra la espada y la pared (como diría Chiquito de la Calzada, físicamente y moralmente), pero baste decir que tras la lectura de La habitación no podrán mirar a un perro de la misma forma nunca más.

No obstante, no queremos cerrar esta reseña dando la impresión de que lo más meritorio de la segunda novela publicada por Hubert Selby Jr. sea su lado más grotesco. Y es que la literatura de este autor bien podría compararse con el cine de Russ Meyer, al que Roger Ebert se refirió en su día como “uno de los grandes estructuralistas de la historia del cine, junto con Godard”, matizando que eso será así “cuando alguien sea capaz, algún día, de ver más allá de las enormes tetas que aparecen en sus películas”. Así que en la medida en que los lectores no se regocijen demasiado en el barro, podrán disfrutar de la recuperación de uno de los autores más auténticos, venerados y pioneros que ha dado el 'underground' norteamericano.

20 septiembre 2010

La podredumbre del alma

El jardín de los suplicios

Octave Mirbeau

Olivo Azul, 2010

ISBN-13 978-84-92698-06-6

216 páginas

19 €

Traducción Carlos Cámara y Miguel Ángel Frontán





Carolina León


"- Yo estaba pensando en el amor -repliqué (...)- ¡Y resulta que usted vuelve a hablarme, que usted sigue hablándome de suplicios!... - ¡Claro!... puesto que es lo mismo..."

Podemos haber pasado por todas las literaturas -del siglo XVII, del XVIII, del XIX- situadas en ese otro lado; podemos haber leído a todos esos visionarios que no se dejaban engañar por los velos del racionalismo y respetabilidad con los que pretendía vestirse el hombre moderno; por todas aquellas narrativas que -desde Sade hasta Flaubert- destacaban el lado más oscuro, sucio y desgarrado del alma humana. Algo falta, sin embargo, en el puzzle, y se llama Octave Mirbeau. Él llega algo más tarde, en un contexto de pleno establishment democrático pre-siglo XX, y por ello sus cargas de profundidad están puestas sobre esa forma de gobierno.

Mirbeau no es demasiado conocido en nuestro país, pero dos editoriales "indies" se han decidido a rescatar parte de su obra. Casi a la vez, apareció esta nueva traducción de El jardín de los suplicios (Olivo Azul) y otra distinta en la editorial Impedimenta. Es la primera la que hemos tenido oportunidad de revisar, y no sé bien qué les ha podido llevar, al mismo tiempo, a poner de relieve a este autor que pone en solfa prácticamente todas las instituciones, desde los ministerios del gobierno francés a las elecciones. Quizá se trate de su ojo clínico sobre las prebendas del poder, quizá de su rematadamente agudo análisis sobre el circo democrático... Todo ello otorga a la novela el encanto típico de la premonición inocente, un efecto de déjà vu que produce más de una sonrisa torcida.

Pero El jardín de los suplicios es algo más que una crítica a las instituciones. He podido saber que su apariencia desmañada, sus tres partes mal trabadas hechas de ligazones casi ridículas se deben a que no fue concebido como una novela, que se trataba de proyectos entregados semanalmente como fascículos, que en algún momento el autor decidió sumar y dar una apariencia unitaria. El efecto es extraño, perverso, no del todo mal conseguido.

Un "frontispicio" inicial en el que, mediante la conversación de un grupo de hombres respetables, en un salón reservado, se realiza una apología del asesinato que ya la quisiera para sí Bret Easton Ellis. Una segunda parte, larguísima, en la que el protagonista nos cuenta un prolongado sinvivir a la sombra de un hombre influyente y su viaje hacia tierras desconocidas -he aquí que entra en liza el exotismo, pero no es una novela cuyo valor descanse sobre los paisajes y las costumbres de otras tierras-. Y una tercera, aquí sí, cuyo título coincide con el del total: El jardín de los suplicios. A ella aterrizamos a golpes, sin prevención casi, creyendo que íbamos a encontrarnos con el relato baboso de las dulzuras del enamoramiento, el narrador enredado en amorío con una de las viajeras del barco.

En un giro cruel, nos vamos a zambullir en lo que de verdad es este libro: todo lo anterior no es más que una introducción exagerada en la que se nos habla, tímidamente, de decadencia moral, de civilización podrida, de valores agonizantes. A donde llega nuestro hombre, de la mano de su mortalmente bella Clara, es al lugar donde se materializan todos los bajos instintos de la raza humana y donde éstos se han hecho una forma de arte.

Hay temas en esta novela que, vistos desde una perspectiva actual, nos obligarían a detenernos en cuestiones éticas y nos pondrían en curiosos dilemas (¿por qué es la mujer es la que lleva el liderato en la procesión sangrienta?, ¿por qué toda este refinamiento de la tortura es situado en una China medieval y contemporánea?), pero esos interrogantes resultan anacrónicos. Leamos desde el momento, hacia este momento. Mirbeau, como otros de su época, recurre a la ambientación exótica y al espacio teñido de mitología para recrear temas universales y, sobre todo, críticas contingentes a su tiempo. Se larga al más remoto y desconocido de los países para explicar que el asesinato, por más que se vista de razón de Estado y amable racionalidad burguesa, es un instinto básico y un rasgo definitorio del ser humano.

Es un casi tierno subterfugio el suyo... En el siglo XX las grandes cuestiones de la moral se localizaron, muchas veces, en la conquista de otros planetas. Pero donde fallaron la mayoría de estos escritores, Mirbeau cincuenta años antes les saca los colores en cuestiones narrativas. Tanto en las primeras partes, temáticamente más convencionales, como en la tercera, un monstruoso despliegue dedetalles botánicos y alardes descriptivos sobre el sufrimiento de la carne, el francés se muestra como un auténtico toro de la prosa, cargado de ritmo, verborragia, sentido de la oportunidad, pasión por la ambivalencia y amor al equívoco. Mirbeau es un prosista tan fértil y versátil como cualquiera de los rincones de ese inmenso jardín de torturas que recrea en la tercera parte de la novela, donde todos los estallidos de dolor están matizados por una inquietante, poderosísima belleza de la escritura. De tal modo que, mientras sus temas y descripciones nos hacen estremecernos, el prolijo envoltorio nos hace sucumbir.

Entre medias y de una manera inteligente como no es fácil de ver hoy en día, Octave Mirbeau ha señalado algunas de las fallas estructurales del cerebro humano y sobre todo la imposibilidad de deshacernos del instinto de sufrimiento y muerte. Todo ello, desde un juego complicadísimo de perspectivas, entre la caprichosa y brutal Clara y el hombre, absolutamente poco confiable, que nos cuenta la historia. Aunque, si me dan a elegir pasar una noche con uno de los dos, al menos yo sé con cuál me quedaría.

16 septiembre 2010

Bautismo de la Generación del 2000

La inteligencia y el hacha
(Un panorama de la Generación poética de 2000)

Luis Antonio de Villena

Editorial Visor, 2010

ISBN:978-84-9895-747-1

518 páginas

20 euros




Juan Carlos Sierra


De un tiempo a esta parte, es decir, desde la década de los noventa del pasado siglo, se viene observando un giro llamativo en la poesía española más joven. Si uno revisa el recorrido de algunos de los poetas actuales que empezaron a publicar en aquellos años, detectará evidentes diferencias entre sus primeros libros y los escritos ya en lo que llevamos de siglo XXI.

A bote pronto, se me vienen a la cabeza algunos nombres y algunos títulos; y también algunas preguntas. ¿Qué tiene que ver El invernadero, el primer poemario de Carlos Pardo, con su último título Echado a perder? ¿Qué une y qué separa a Septiembre o Manzanas amarillas, libros primerizos de Luis Muñoz en los años 90, con Querido silencio de 2006? ¿Qué distancia poética ha recorrido Juan Carlos Abril en diez años -entre 1997, año de publicación de Un intruso nos somete, y 2007 con Crisis?

Estos ejemplos, que podrían extenderse mucho más, sirven de botón de muestra de la tesis que pretende demostrar Luis Antonio de Villena en su reciente antología La inteligencia y el hacha (Un panorama de la Generación poética del 2000). Tesis que, en resumidas cuentas, sostiene que hasta ahora nadie –ni él mismo en anteriores aproximaciones a la poesía más joven- había dado carta de naturaleza a un nuevo tajo en la historia de la lírica española protagonizado por los nombres antes mencionados y por el resto de los incluidos en La inteligencia y el hacha. El corte del hacha en principio no es traumático ni conflictivo –rareza en las hasta ahora traumáticas y conflictivas relaciones poéticas entre generaciones colindantes- y se basa de forma preeminente en la sustitución de la emoción por la inteligencia en el artefacto poético. Esto es, del ‘realismo meditativo’ de la Generación del 80 –Luis García Montero, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Vicente Gallego,…- al ‘poeta pensador’ de la Generación del 2000.
En este sentido, parece incurrir Luis Antonio de Villena en una contradicción al incluir en su antología a poetas como Isabel Pérez Montalbán, Pablo García Casado o Balbina Prior, que se encuentran a varios kilómetros de distancia poética de esa figura del ‘poeta filósofo’ que, según de Villena, representa a la nueva Generación del 2000. O puede que los tres últimos poetas supongan otro tipo de ruptura con respecto a la generación anterior que no cuadraría tanto con el título de la antología: existe el hacha, pero no la inteligencia –y con esto no queremos decir que no se trate de una poesía inteligente, sólo que del tajo emana sangre menos intelectual, menos hermética-. Podríamos afirmar que estamos ante una nueva introspección en la realidad, más comprometida, más directamente -¿ingenuamente?- combativa, más desnuda,… Una vuelta de tuerca, quizás, dentro del realismo meditativo de la Generación del 80.

Evidentemente, dentro de los ejes dominantes –básicamente los dos antes mencionados- cada poeta de los antologados posee la suficiente personalidad poética para singularizarse a día de hoy del resto y, como es lógico, para esperar en el futuro un buen número de figuras destacadas que al final acabarán estudiándose en los manuales de historia de la literatura de, pongamos por caso, el año 2040. Como uno no sabe si llegará a esas fechas, no me queda más remedio que hacer mi apuesta hoy: Luis Muñoz, Juan Antonio González Iglesias, Carlos Pardo, Elena Medel,

Y como “Toda antología constituye un error”, según afirma Francisco Ribes en su antología de 1963 Poesía última, admito los fallos de mi pronóstico y quizá a la antología de Luis Antonio de Villena habría que reprocharle amistosamente algunas ausencias y alguna que otra presencia. ¿Ubi sunt, por ejemplo, Abraham Gragera o Martín López Vega?

En fin, el tiempo nos pondrá a todos en nuestro lugar.

15 septiembre 2010

Coral y escolar


El infierno y la brisa


José María Vaz de Soto

Algaida 2010

ISBN: 978-84-9877-439-9

384 páginas

12 euros







Jesús Cotta
José María Vaz de Soto ha sido profesor de literatura española y eso se nota en este libro: puedo certificar como profesor que el autor sabe de qué está hablando cuando refleja tan magistralmente las relaciones entre alumnos, y entre estos y los profesores, y entre estos y los padres. Además ha sido profesor en el instituto donde también yo lo soy, en el Martínez Montañés, de Sevilla, así que es para mí todo un honor haber seguido, aunque sea por el camino burocrático, sus pasos.
Esta novela ha sido reeditada varias veces y llevada al cine bajo el título de ¡Arriba, Hazaña!  por José María Gutiérrez en 1978. Y es curioso que, a pesar de que remite a una época muy concreta y ya pasada, sigue pareciendo igualmente interesante, porque lo importante en ella no es el detalle histórico, sino el detalle humano con que los personajes se desenvuelven en el ambiente escolar descrito por el libro.
Los que tenemos cuarenta y dos años apenas vivimos esa época en que los que podían, porque tenían dinero o porque les daban una beca, enviaban a los niños a estudiar a un internado.
Si los colegios tienen algo de servicio militar, aquellos internados lo tenían casi todo, quizá porque eso es lo que querían los padres o quizá porque no había otra manera de mantener orden entre tanta chiquillería o porque aún no había hecho mella aquello de Hey, teacher, leave de the kids alone.
El de esta novela está descrito al detalle a través de muchas voces y puntos de vista. La novela está compuesta de monólogos de diferentes personajes, de redacciones de alumnos, de diálogos dramáticos… que la convierten en coral y variopinta, aunque transcurre casi toda en el colegio.
Hay pasajes conmovedores, como del niño que, acordándose de su madre, se retira al cuarto de baño a llorar y, para que no se note que ha llorado, no se le ocurre otra cosa que salir del baño bostezando. Y muchas veces tiene uno la impresión de que el autor ha puesto mucho de su corazón y de sus recuerdos en la novela. Y quizá eso sea lo que la convierte en tan verosímil e interesante.
De entre todas las voces, la más conseguida y encantadora es para mí la de Lamberto, que es locuaz y transparente y refleja muy bien el mundo adolescente de su época. Y el mundo rural de Martín es todo un canto a la libertad y la naturaleza que suscribo de pe a pa.
El autor no cae en el prejuicio de dividir el mundo entre buenos y malos y, aunque los profesores salen en general peor parados que los alumnos, en todos hay de todo, como en la vida misma. Y si el alumno lo pasa mal a veces en las clases, el profesor también tiene sus riesgos y miedos, como magistralmente refleja el autor.
Otro mérito del autor es que cada personaje escribe y se expresa con su estilo y, lo que es más importante, actúa como quien es, sin que el autor lo mueva con hilos invisibles. Los personajes están tan vivos, que parecen recogidos a veces de un documental.
El libro desasosiega un poco, sobre todo a quienes no lo hemos pasado bien en los colegios por culpa, más que de los profesores, de nuestro carácter y de algunos compañeros con los que el Estado nos obligaba a pasar las mejores horas y días de nuestra vida.
Leyendo este libro, uno detecta tanto los aciertos como los errores de la pedagogía del pasado y se da cuenta de que ni la mano dura ni la mano blanda sirven, porque la mano dura aplasta o provoca una respuesta violenta, mientras que la mano blanda concede impunidad. Lo malo es que el término medio seguimos buscándolo.
En fin, este es un libro que ahonda en los recuerdos, seguramente muchísimos del propio autor, en los corazones, en los anhelos de los jóvenes, en los miedos, en los prejucios y en las esperanzas. Y todo escrito con variedad y calidad de estilo. 

14 septiembre 2010

Todavía ruge

El viejo león. Tolstoi, un retrato literario

Mauricio Wiesenthal

Edhasa, 2010

ISBN: 8435018806

256 pág.

7,95 euros






Alejandro Luque

Quienes se hayan regalado el intenso y prolongado placer de leer el Libro de réquiems de Mauricio Wiesenthal recordarán entre sus páginas más felices las dedicadas a Tólstoi bajo el título Poema de amor en Rusia. Con motivo del centenario de la muerte del maestro ruso, la editorial Edhasa pidió a Wiesenthal que reuniera sus escritos tolstoianos en un volumen. Y éste, muy poco amigo de los refritos, decidió componer un nuevo libro, aunque lógicamente incluye los textos ya conocidos. El resultado es este hermoso, en fondo y forma, El viejo León. Tolstoi, un retrato literario.

El título no engaña: un retrato no es una biografía, sino la representación, necesariamente subjetiva, de un individuo. Pero además se trata de un retrato literario, es decir, un ejercicio en el que la recreación es tan legítima como la información contrastada. Ello explica que Wiesenthal introduzca, por ejemplo, pasajes de su monumental novela Luz de vísperas para ilustrar episodios de la vida de Tolstoi, o que describa las relaciones de la familia como si él mismo hubiera ocupado una silla en su despacho, mientras el viejo León escribía.

Un libro como el que nos ocupa está precedido, desde luego, de muchas horas de atenta lectura, pero sobre todo es el testimonio de alguien que ha vivido a Tolstoi. Vale la pena incidir en este hecho, porque los lectores de hoy, a los que a duras penas se nos concede tiempo para leer aprisa, rara vez sentimos el lujo de vivir la literatura. Y si pudiéramos hacerlo, habría que ver qué escritores merecen la pena ser vividos, pero ése es otro cantar...

Con su estilo suave y florido, que por momentos se desliza hacia la prosa poética, “con pasión y con soltura” como él mismo reconoce, Wiesenthal salta de sus peregrinaciones a la finca de Iasnaia Poliana a desgranar el pensamiento de Tolstoi, de su sintonía con la naturaleza a su militancia a favor de la no violencia activa, de su solidaridad con los desfavorecidos a las relaciones con su esposa y sus hijas, no siempre armoniosas, o con los otros escritores de su tiempo, como Turgueniev o Dostoievski, al tiempo que trata de desentrañar el alma rusa entre las miles de páginas que constituyen el portentoso legado tolstoiano.
No obstante, lo que hace el escritor barcelonés es lo más distante del consabido ejercicio de quitar el polvo que quepa imaginar. Para Wiesenthal no parece haber escritor más vivo y vigente que Tolstoi, y lo invoca como un potente foco para que se abra paso entre las tinieblas del tiempo presente. No sólo como gigantesco narrador, sino como “autoridad moral”. O mejor dicho, cómo símbolo de la destrucción de nuestros referentes morales, a los que hemos arrumbado en el armario de los trastos viejos para entregarnos a los magos del entretenimiento, a los vendedores de humo y pompas de jabón que inundan el mercado: “No nos respetamos a nosotros mismos –diría Tolstoi– y por eso no sabemos amar... (...) Hemos creado un mundo capaz de globalizar una enorme riqueza material, pero somos incapaces de globalizar la infinita riqueza moral y espiritual que tenemos en nuestra ciencia y en nuestra cultura”.

No quisiera terminar esta reseña sin incidir en un detalle: el modo en que Wiesenthal consigue siempre hacerse presente a lo largo y ancho de su narración, sin incurrir en el exceso de modestia que hace desaparecer al yo ni en la grosería de disputarle espacio al verdadero protagonista. Ese difícil equilibrio es el resultado de un estilo muy rico y trabajado, que hacen de este autor -dicho sea sin un ápice de exageración- una de las escasísimas voces únicas de la actual literatura en español.

13 septiembre 2010

Imágenes de una vida

Autobiografía sin vida

Félix de Azúa

Mondadori, 2010

ISBN
: 9788439723226


176 páginas

17,90 €





Manolo Haro


Todo individuo transita por el mundo sublunar cargado de las imágenes que ha ido subiendo al remolque del subconsciente en todas las estaciones de su vida. Aunque tales imágenes puedan ser personales (leídas, oídas, soñadas o creadas por uno mismo, aunque esto último sea bastante improbable), entre todas ellas hay algunas que compartimos dentro del imaginario colectivo en donde nos bañamos unos y otros, bien por formación, bien porque no nos queda escapatoria para zafarnos de representaciones a las que estamos ligados culturalmente por el espacio y tiempo que habitamos. Doris Lessing, en su discurso ante el auditorio del Teatro Campoamor cuando recibía el Premio Príncipe de las Letras de 2001, defendía la excelencia de antaño, la cual hacía que un entramado de asociaciones culturales fuera compartido entre personas de diferentes puntos del planeta: un habitante cultivado de Noruega, de Argentina o de Italia podían mantener una animada conversación sobre Flaubert, Dostoievski o Shakespeare. Las letras llegaban antes que la pintura o la arquitectura.

Hoy día el sinfín de imágenes que pasan por delante de nuestros ojos es de tal magnitud que algún iluso puede llegar a pensar que en ese mar infinito difícilmente recalaremos en islas comunes, pero no es así. La imagen banal, televisada o lanzada a la red, es multiplicada hasta el infinito para que se cuele en nuestro mundo personal hasta constituir un entrelazado y tupido manto en el que se van olvidando otras representaciones de mayor calado cultural. Si hiciéramos la prueba colocaríamos un cuadro de Giovanni Bellini (cualquiera de sus Madonnas) junto a una fotografía de, por ejemplo, Angelina Jolie y veríamos el resultado. Una persona culta de hace un siglo podría hojear el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (79 paneles, publicados por Akal hace un rato, donde el historiador colocó con pinzas fotos de cuadros, imágenes de prensa o publicidad con los que ilustraba ámbitos temáticos como la expresión del sufrimiento, el pathos de la destrucción, el rapto, etc.) y reconocer gran parte de sus componentes como recorrido cultural desde los griegos hasta el fascismo y como memoria visual europea que era. Cada panel era un rizoma infinito, una ventana a la reflexión o, tal vez, un emblema.

Félix de Azúa (Barcelona, 1944), a la manera de Warburg, coloca en Autobiografía sin vida un conjunto de doce artículos sobre diferentes creaciones de la cultura occidental para ofrecer su panel personal, ligado más o menos a su existencia y a sus brillantes elucubraciones como profesor. Con este trabajo nos muestra agudas visiones en torno al fenómeno de la creación artística y un breve tratado de Estética traspasado por hitos pictóricos, escultóricos, arquitectónicos y literarios (aunque estos muy reducidamente) que concurren a la fiesta cargados de información sobre sus artistas, sociedades, épocas y maneras de ver el universo de cada una de ellas.

El viaje comienza con el arte rupestre de la cueva de Chauvet con sus cuatro cabezas de caballos, cuando el hombre basaba su animismo en la conciencia de que él mismo y la fiera pertenecían al mismo estadio de la Naturaleza. Luego, dejando ya esos primeros signos del hombre, se acerca al friso de Partenón para abordar el asunto de la belleza, la adolescencia y la destrucción. La cruz desentarrada del Gólgota, según la leyenda, por la madre de Constantino y convertida en astillas para asegurar su infinita presencia como reliquia en el mundo le ayuda a hilvanar su recuerdo en torno a la cruz ahuyentadora de demonios de la vida de los españoles de antes de la vida democrática. Quizás su artículo sobre las edificaciones góticas y las vidrieras, a partir de la catedral inacabada de Beauvais ofrezca uno de las más destacadas meditaciones del libro: la luz hizo desaparecer el mal y petrificó en gárgolas a sus embajadores en la Tierra, mientras que el nacimiento de la geometría arquitectónica mataba el genus loci, es decir, la sabiduría de los maestros, coaccionados por la pedantería de los arquitectos góticos que controlarán cualquier atisbo de genio individual. La inclusión de los doméstico, lo pequeño en la pintura holandesa a partir del XVII lo lleva hasta el cuadro Las botas de Van Gogh y comenzar de esta manera a divagar sobre la evolución de la pintura: el salto de lo real de la Corte a las calles del París revolucionario y su mejor cronista, encarnado por Jacques Louis David, el cual comenzará el arte comprometido por medio de su nuevo Cristo: Marat asesinado por Charlotte Corday. Y el viaje sigue ahora con el capricho número 12 de Goya, “A la caza de dientes” (una joven arranca un diente de oro a un ahorcado mientras se tapa el rostro con un pañuelo) , donde se muestra esa domesticación de lo siniestro que se conjuga en el Romanticismo y que el maño convierte, junto a lo feo y atroz de la guerra, en nuestra belleza, la de la Modernidad.

A partir de aquí y tras el inodoro de Duchamp, nos introducimos en el arte puro. El artista del siglo XX alberga la ambición de darle forma a sus voces interiores frente al caos exterior que lo devora. He ahí la asunción de los estados de ánimo únicos de cada artista, delatados por sus formas y colores y donde nos vamos encaminando hacia ese arte teñido de filosofía en el que se anuncia la muerte del mismo. Como epítome de este punto final, que paradójicamente inicia lo que se ha dado en llamar (no sin controversia) Posmodernidad, nos topamos con el famoso rojo Lithol de Rothko, condenado a desaparecer por su volátil composición y una y otra vez repasado por las pinceladas furtivas de mantenedores, comisarios y coleccionistas. Rothko no quiso quedarse a verlo y optó por el suicidio, tal vez sin saber que con él también se suicidada el arte. Para finalizar con este audaz recorrido, Azúa cita a Nathalie Heinich y su grado cero del arte contemporáneo cuando se refiere a James Lee Byars, obra de arte condensada en el propio individuo que se mostró como tal en el año 1972 durante la celebración de el Documenta 5 de Kassel. Es éste el año en el que al arte se asoman términos como performance, happening, conceptual, minimal, land art, etc. A partir de ese momento, y con el visionario Duchamp reflejado en el retrovisor (había enunciado hacía ya décadas su famoso “hay un montón de arte por todas partes, pero ningún artista”), los plagios, el manierismo y la trivialidad se instalarán en todos los museos de arte contemporáneo que las ciudades de provincia se han afanado en plantar en sus centros urbanos durante los últimos decenios del siglo XX.

Cierra el escritor su libro con los dos artículos que más se acercan a su biografía real. Una mirada rápida sobre la palabra poética no embalsamada, esa que surge en el día a día y que no tiene que ver nada con esa amarga sombra que la oscurece y que no es otra cosa que la literatura. Sesgadamente habla Azúa de que su inclusión en una antología (Los nueve novísimos de Castellet) hizo que lo que él había creado como mera poesía se atrofiara para siempre entre los técnicos engranajes de la Literatura con mayúscula. “Un final de novela” es un último pensamiento en torno a la novela y sus docientos años de esplendor donde sus hacedores no se resignaron a que se disiparan los tornasolados vapores de la poesía entre tanta prosa, luchando por ahuecar las alas del párrafo para darle cabida hasta el final.

Libro sincero y audaz, cruzado del humor que sólo Félix de Azúa, junto a unos pocos, sabe imprimir en cuestiones intelectuales. Si no han leído ninguno de sus ensayos háganlo pronto: Lecturas compulsivas o el Diccionario de las artes no les dejarán impasibles. Esta Autobiografía sin vida tampoco.

10 septiembre 2010

La farsa capitalista

El complejo de dinero

Franziska von Reventlow

Periférica, 2010

ISBN: 978-84-92865-11-6

176 páginas

17 euros






Carolina León


El libro El complejo de dinero está compuesto en la segunda década del siglo XX, en plena Primera Guerra Mundial: ese momento bisagra en que muchas cosas habían dejado de existir, o estaban en curso de desaparecer del todo.

Una de las cosas que estaban por borrarse de la faz de la tierra eran los privilegios de clase. Los patrimonios de la nobleza y las prerrogativas de pertenecer a una élite privilegiada. La propia autora, probablemente oliéndose lo que se avecinaba o por propia rebeldía interna, había dejado de lado sus beneficios heredados y, muy joven, se había lanzado a la vida bohemia. Ahora bien, tuvo que buscarse la vida. Y cuando la vida ya no se dejaba encontrar, tuvo que arreglar un matrimonio con uno que sí tenía dinero debajo del colchón, y era mucho mayor que ella.

Qué lástima, la jugada tampoco le salió bien. Porque justo llegaron los preliminares de esa Gran Guerra, que dejó atrás un mundo para abrir otro bastante incierto, y su anhelada herencia se perdió en un pequeño crack de banco local.

Hasta aquí la anécdota cierta que sirve como excusa para alumbrar esta historia. Y si alguno del resto de detalles con los que se compone también salieron de la experiencia propia -el balneario alpino, el ex marido borrachuzo, los amigos psicoterapeutas o el ruso emprendedor- no tiene mayor importancia. Porque lo que hace en este librito tierno y ácido Franziska von Reventlow es trascender las anécdotas en un cuento alegórico acerca de la relación que mantiene cada ser humano con esa instancia abstracta, tan poderosa, que llamamos dinero.

Tan abstracta es, que nuestra narradora lo personifica, lo trata como a un poder superior, como un ente inmanejable pero corpóreo: "Empezó (el dinero) a vengarse de mí, y lo infame de esa venganza fue que no sólo me evitaba sino que, dada su total ausencia, embargaba por completo mis pensamientos". En un tono entre sátira y sainete, se nos cuenta cómo esa mujer sale huyendo de sus acreedores y se interna por voluntad propia en un sanatorio mental del norte de Italia, con la intención de curar su “complejo de dinero”. Aquí, el psicoanálisis pujante es motivo de befa -como tantas otras cosas- y se presenta tratando como "complejo" tanto la eterna bancarrota de nuestra protagonista como las ganas de casarse del ruso.

Desde allí. y en formato epistolar, veremos a la mujer acostumbrarse a vegetar en compañía de otras personas, a la espera de una herencia que nunca llega, y la veremos contagiarles con sus desastrosas y aberrantes ideas acerca del dinero: que éste nos vicia, que cualquier intención sobre él no hace más que alejárnoslo, que intentar domesticarlo es inútil, que tenerlo es dilapidarlo...

Mientras, asistimos a las ridículas peripecias de un grupo de personas tan vicio ni beneficio como ella misma, seres que confían en que nada cambie para que todo siga igual. Pero, ¡ah!...

Literariamente puede resultar un libro parco, formalmente algo plano, sin florituras. Pero encierra dentro de sí -fuera del tiempo y, sobre todo, dentro del tiempo que lo alimentó- tal cantidad de conceptos retorcidos y perspectivas de vanguardia acerca de su mundo -ese mundo seminal en que el capitalismo era sólo una sombra de lo que es hoy en día-, que puedo decir sin empacho que es uno de los libros más inteligentes y subversivos que me ha tocado leer en los últimos tiempos. Esa narradora que se sienta a verlas venir, indolente, holgazana y derrochadora, es una alegoría contracultural de eso último que hemos perdido casi al cien por cien en nuestras sociedades deseantes y omnívoras: la capacidad de comportarnos como individuos y de tomar nuestras decisiones independientemente de lo que tengamos.

Esto no es fácil. No lo hacemos más porque simplemente la máquina empuja más fuerte. Pero esto lo escribió esta mujer hace ya un siglo. Ya nada es lo mismo, pero invita a pensar.

08 septiembre 2010

¿Qué es importante?

Nuevas semblanzas y generaciones

Luis Antonio de Villena

Pre-textos, 2010

ISBN: 978-84-92913-41-1

327 páginas

20 euros.


Juan Carlos Sierra




Me imagino el revuelo en las estanterías de novedades que produciría un libro escrito, se me ocurre, por mi amigo Juan Ángel Duarte sobre sus experiencias en el mundo de la pintura ‘de brocha gorda’, teniendo en cuenta que aquí no sólo cabría el interés por las cuestiones más técnicas del oficio –texturas, rodillos, colores o disolventes-, sino por el, digamos, elemento humano tan variado con el que trata habitualmente –compañeros de trabajo, pero sobre todo clientela-, que –sigo imaginando- daría para un tratado bastante completo sobre el alma humana.

¿Quién se acercaría al libro? Pues, en principio, todo aquel involucrado en el arte del gotelé o del mortero monocapa, probablemente algún cliente, por si acaso ha salido retratado, y si su habilidad en el manejo de las palabras fuera tan sugerente como su capacidad para mezclar colores, muy remotamente algún amante del Titanlux y de la literatura.

Dicho esto, ¿qué interés tiene un libro como Nuevas semblanzas y generaciones de Luis Antonio de Villena? Pues depende a quién se le pregunte. Probablemente a mi amigo Juan Ángel le parezca particularmente intrascendente, porque su experiencia visitando como trabajador de la ‘brocha gorda’ a miles de familias le ha podido enseñar más tipos humanos y, en ocasiones, más excepcionales que los que aparecen en el libro de Luis Antonio de Villena, porque en todos los ámbitos laborales hay gente fascinante.

¿Por qué se dan, entonces, tanto los libros de escritores sobre ellos mismos o sus compañeros de profesión y no tanto en el gremio de los pintores? No sé. A lo mejor es que al final los escritores hacen lo que saben, es decir, escribir, aunque sea de otros escritores, y los pintores pintan. Espero que sea solo eso y no alguna idea peregrina como pensar, por ejemplo, que solo los del gremio de la escritura poseen rasgos de carácter exclusivos y superiores al resto.

Creo que lo que salva, no obstante, al libro de Luis Antonio de Villena de caer en esta lógica absurda es que desde el prólogo el autor nos avisa de que se trata de una obra escrita desde la amistad. De modo que lo que traspira en cada uno de los retratos es la ternura y la admiración por la vida y obra del amigo. Aunque también se dan casos de simples semblanzas escritas desde el conocimiento que parte de encuentros ocasionales –Andrés Trapiello, Alain Robbe-Grillet o Rubem Fonseca, por ejemplo-, o de desencuentros más o menos curados por una amistad de largo recorrido –Antonio Colinas, por poner un caso-.

Otra de las constantes de estas Nuevas semblanzas y generaciones es la presencia del elemento gay, por decirlo de alguna manera. No sé muy bien por qué la condición sexual de los amigos retratados en estos textos –dominantemente la homosexualidad- son tan constantes en este libro y, por consiguiente, supongo que tan importantes para Luis Antonio de Villena – incluso llega a sugerir que Carlos Pardo debería haber experimentado “un cierto coqueteo con lo gay, aunque fuera coqueteo tan sólo, para recalcar la modernidad y su movimiento”-. Se me escapa cuál es la intención –si es que existe alguna- de esta reiteración e insistencia en la condición sexual del escritor-amigo retratado. No sé si en el libro sobre el gremio de la brocha mi amigo Juan Ángel se habría interesado por los vecinos de sábanas de sus retratados.

A pesar de todo, Nuevas semblanzas y generaciones, merece un buen revolcón, homo o heterosexual, siempre y cuando uno se encuentre en el grupo de los letraheridos o de los mitómanos literarios. Para ellos sí que resultará un libro, si no fundamental, al menos ameno, sugerente, entretenido,… Y no descarto que a Juan Ángel, mi amigo pintor, también le interese.

07 septiembre 2010

Inmundicias

Los demonios del edén
El poder que protege a la pornografía infantil


Lydia Cacho

Debolsillo, 2010

ISBN: 978-84-9908-333-9

207 páginas

8,95€



Joaquín Blanes


Si existe algo más lesivo para nuestra sociedad que la estulticia del poder es, sin duda, la inmunidad que concede el poder. Si pudiéramos conocer el contenido de algunas valijas diplomáticas seguramente nos llevaríamos las manos a la cabeza. Recuerdo, con inquietud, una boda a la que un diplomático trajo como presente un extraño roedor australiano imposible de obtener de modo legal. Esto es sólo un ejemplo nimio de lo mucho y temible que puede llegar a contener una valija diplomática. Alguna que otra vez se ha sabido que en dichas valijas viajan piezas de arte de incalculable valor y otras excentricidades de las que gustan los diplomáticos, basta con echarle imaginación y acertarán.
La corrupción en la política no es únicamente conocida sino también consabida y tolerada por el ciudadano como un tributo más de los muchos que soportamos. Algunas encuestan admiten la corrupción como cosa habitual entre nuestros políticos sin menoscabar en la firmeza política de un candidato, de otro modo sería impensable que Berlusconi siguiera gobernando Italia, que el señor Camps volviera a ser candidato por Valencia o que algunos políticos ya condenados por prevaricación formen parte del Consejo de Administración de una conocida empresa de aguas.
En definitiva, nada nos salva del naufragio pero, al menos, nosotros, occidentales de clase media, sufrimos con cierta dignidad esta ignominia; con dignidad y sosiego, porque hace tiempo que dejamos de actuar a pesar de todas las vejaciones que cometen con nuestros salarios, nuestras pensiones, con el dinero o la enseñanza pública, etc.
Sin embargo hay otras personas indefensas que sufren el embate execrable de estos vándalos del poder. No quisiera parecer una plañidera de sepelio o un contertulio de ese conocido canal de televisión incendiario, sólo quisiera hacer notar la importancia de libros que reflejan la realidad, a modo de crónica o artículo de fondo bien documentado, con nombres y apellidos, con los que podamos ser conscientes de la gravedad del asunto y, como ciudadanos, tomar cartas en el asunto, si es que todavía nos queda capacidad de maniobra.
Lydia Cacho es una periodista mexicana, activista de los derechos humanos y atenta combatiente del feminismo razonable. Ha sido amenazada de muerte en varias ocasiones, siempre después de desenmascarar las tropelías de gente con mucho poder. Tras publicar Los demonios del edén fue secuestrada por orden del gobernador del estado de Puebla bajo la amistosa petición del empresario libanés Kamel Nacif Borge, socio y compadre del también libanés, nacionalizado mexicano, Jean Thouma Hanna Succar Kuri, el “Johnny”, protagonista del libro en el que la periodista saca a la luz el entramado obsceno de pornografía infantil que existe en Cancún, como parte del turismo sexual que tanto placer ha dado a varones descerebrados, un quiste difícil de estirpar mientras proporcione tan pingües beneficios a mucha gente.
El libro va desmenuzando, con exhaustivos detalles y testimonios, la red de pederastia y pornografía infantil desarrollada por Succar Kuri con la anuencia, incluso participación, de los poderes políticos del momento, personajes de la vida política de México que en la actualidad ostentan (no se me ocurre otro verbo más definitorio) cargos de renombre en el gobierno mexicano.
Es demoledor encontrar los testimonios reales de niñas que desde los trece años fueron forzadas a practicar sexo con Jean Succar que, a su vez, grababa dichos encuentros para luego enviar dichas grabaciones a sus amigos y a su esposa, Gloria Pita, que diseñaba páginas web con este material. Del mismo modo, guardaba los vídeos para poder extorsionar a las víctimas, algunas hijas de familias acomodadas que prefirieron olvidar esa época atroz antes que denunciar al libanés y verse envueltas en el torbellino de los medios de comunicación.
Sólo el valor de una de esas niñas, nombrada en el libro como Emma, que tuvo el coraje de denunciar los abusos de Jean Succar, consiguió destapar el entramado que había montado el libanés en Cancún, un hombre con dinero rodeado de amistades poderosas que le dieron una inmunidad vergonzante.
Delatar a Jean Succar no fue fácil para Emma porque tuvo que recordar los encuentros abominables con este individuo y porque luego fue esquilmada públicamente por la prensa y por los políticos que mencionó en su declaración. La víctima pasó a convertirse en culpable ante la opinión pública y el trabajo y la tenacidad de Lydia Cacho y otras personas y organizaciones con el coraje que nos falta a la mayoría, consiguieron sus frutos después de mucho empeño; aunque sólo fuera una victoria parcial, conseguir la extradición de Jean Succar a México desde Estados Unidos, donde se había refugiado y donde fue detenido, y poder juzgarlo y condenarlo por estupro, abuso de menores y pornografía infantil.
La parte final del libro trata de hacernos reflexionar sobre la visión androcéntrica que predomina en nuestra sociedad, sin ser una proclama feminista sino una sencilla y sincera declaración de principios éticos que deberíamos poseer y transmitir de forma natural y que, por el contrario, todavía no poseemos.
Comprendo que una crítica debería ser aséptica, pero ante un libro tan sentido como éste es imposible abstraerse de condenar públicamente los hechos, a las personas involucradas y dar un toque de atención a comportamientos que todavía nos parecen normales y que seguimos consintiendo, estigmatizando, por ejemplo, a las prostitutas y salvando de la quema a los individuos que utilizan sus servicios.
Pocos nos detuvimos a pensar que el último libro de García Márquez en realidad sublima el abuso sexual infantil, porque Memoria de mis putas tristes comienza del siguiente modo: “El año de mis noventa años quise regalarme una noche de amor loco con una adolescente virgen. (...) Me acordé de Rosa Cabarcas, la dueña de una casa clandestina que solía avisar a sus buenos clientes cuando tenía una novedad disponible”; y ya no vale excudarse en que es literatura, porque el teatro también es literatura y Juan Mayorga en Hamelín trata el tema de la explotación infantil, del abuso del poder y de la intromisión dañina que pueden provocar los medios de comunicación, y lo hace de una manera también literaria, como García Márquez, pero sin complaciencia, sin permisividad, con un discurso duro, reflexivo y directo, que noquea al espectador.
Leer Los demonios del edén deja un devastador sentimiento de impotencia cogido al estómago, porque muestra lo que todos sabemos, la inmundicia del poder que se sabe protegido e inviolable.

06 septiembre 2010

La verdad del cuerpo y sus antecedentes


Historia de una anatomía

Francisca Aguirre

Hiperión, 2010

ISBN: 978-84-7517-963-6

82 páginas

9 €

Premio Internacional Miguel Hernández-Comunidad Valenciana




Juan Carlos Sierra

Parece que Francisca Aguirre (Alicante, 1930), a sus jovencísimos ochenta años, se hubiese aliado últimamente con algunos de los premios que saca a la luz de las estanterías la editorial Hiperión. En cuestión de tres años ha recibido dos premios publicados por esta prestigiosa editorial madrileña especializada en poesía; a saber, el Premio Valencia de la Institución Alfons el Magnanim con Nanas para dormir desperdicios en 2007 y el Premio Internacional Miguel Hernández-Comunidad Valenciana en el centenario del poeta de Orihuela por Historia de una anatomía. Aunque los galardones poéticos en sí no significan demasiado, porque no siempre son sinónimo de calidad, en el caso de Francisca Aguirre creo que le proporcionan una merecida presencia en el panorama poético español, aunque solo sea por el eco mediático, tras el olvido injusto que ha sufrido esta poeta con una obra sólida y de muchos quilates. Ojalá todo esto sirva, aunque tardíamente, para rescatar otros títulos valiosos de esta autora y para colocarla al menos en el lugar que se merece dentro de su generación –la del 50-.

No sé si Historia de una anatomía, con premio y todo, se podría incluir en el ‘top ten’ de la producción poética de Francisca Aguirre, pero existen en el libro los suficientes méritos como para invitar a leerlo.

Como en el resto de la producción poética de la escritora alicantina, se mantiene en su último título la limpieza del verso, su claridad, su sobriedad, su tono susurrante, cercano y amable -como de madre que habla con cariño a una hija de lo cruel que puede llegar a ser la vida (y de eso Francisca Aguirre sabe demasiado)-, su inclinación a lo narrativo, su inclinación por la temática familiar –donde la figura del padre, el pintor Lorenzo Aguirre, adquiere una relevancia definitiva-… Y, en lo relativo a las influencias, la presencia –diríamos omnipresencia- del maestro de los maestros para Francisca Aguirre, Antonio Machado; unas veces citado por su nombre y sus versos y otras a través de interpretaciones y/o versiones de éstos.

Se podría decir que es la misma poeta de siempre, pero con una conciencia de final de trayecto que sobrecoge en muchos de los poemas recogidos en esta Historia de una anatomía.

El libro que reseñamos se divide en dos partes bien diferenciadas. En la primera, sin título, la autora conduce al lector por cada uno de los rincones de una anatomía –física y sentimental- desgastada por la vida. Aunque no todos los poemas de esta primera sección mantienen la misma altura poética, lo que los convierte en altamente recomendables es la habilidad de Francisca Aguirre en el manejo del aparato simbólico que le presta la propia anatomía desgastada por los años, para contarnos la verdad que encierra su historia –que puede ser la de cualquiera que se acerque al libro-. Porque, como apunta la cita de Coetzee que los encabeza, “Un cuerpo dice la verdad. No siempre, ni a la primera, pero siempre es el cuerpo el que la dice”.

La segunda parte de Historia de una anatomía, titulada "Anamnesis. Datos personales y exploración", trata de explicar las circunstancias –heredadas, familiares- anteriores al estado de decadencia del que se da cuenta en la primera parte. Están aquí los poemas más personales del conjunto y quizá los mejores ("Anecdotario", "Las cicatrices", "Ignorancia" o "Aventura").

Sólo por ellos y algunos más de la primera parte de Historia de una anatomía merece la pena indagar en este último libro de Francisca Aguirre.

03 septiembre 2010

Las máscaras de de Prada



El silencio del patinador

Juan Manuel de Prada

Destino, 2010. Colección "Áncora & Delfín"

ISBN: 978-84-233-4269-3

288 páginas

19 €



Fran G. Matute

Resulta más que interesante enfrentarse, hoy día, a estos relatos pioneros en la obra de Juan Manuel de Prada, escritos durante esa juventud que nunca pareció tener y en los que se aprecian con claridad los tics y fobias que han ido moldeando la psiqué de este soberbio escritor. Pues Juan Manuel de Prada es, por encima de todas las cosas, un literato como la copa de un pino.

En esta nueva edición aumentada y corregida (sólo gramaticalmente, como confirma su autor en el liminar) de El silencio del patinador (publicada originariamente en 1995) nos topamos con la única prueba fehaciente de que de Prada fue una vez adolescente. Obsesivo con el sexo incipiente de la edad, consumidor compulsivo de películas de bajo presupuesto, temeroso de la figura reverencial (proyectada al grado consanguíneo superior), rebelde contra la autoridad impostada y deudor de sus héroes literarios y de ficción. Todos estos elementos pueden encontrarse en estos relatos imberbes, que sirvieron de caldo de cultivo a un joven escritor con ínfulas académicas al que pronto llegaría el reconocimiento crítico y que desplegaría todo su potencial en su primera novela, la fundamental Las máscaras del héroe (1997).

Ahora, con la distancia firme que nos brinda el pasado, poco o nada de ese escritor que gustó de ser viejuno en sus formas y hábitos antes de tiempo, se aprecia en estos relatos. Algunos de ellos son torpes y huidizos propios de la lozanía de la juventud, otros soberbios (como el incorporado a esta edición titulado "El chambelán") y la mayoría se perciben como esbozos, como lienzos en los que de Prada ponía a prueba su verborrea barroca, en los que forzaba al máximo su esplendoroso léxico, ese que le hizo merecedor de loas internacionales.

Podríamos discutir que actualmente Juan Manuel de Prada es un personaje jurásico dentro de nuestro panorama literario, cegado por una ortodoxia en ocasiones recalcitrante. Pero con El silencio del patinador podemos viajar en el tiempo a aquél momento en el que de Prada era un joven escritor que soñaba despierto con hambre de éxito. Podemos volver a encontrarnos con la frescura de un escritor cuyo talento innato terminó siendo engullido por la naftalina y el olor a cigarrillos de sus tertulias políticas, cinéfilas y religiosas. Podemos así analizar la escritura de un autor novel que fue llamado a tareas de mayor enjundia pero que nunca llevó a cabo. Sólo nos queda disfrutar de estos tiernos relatos mientras seguimos esperando a que vuelva Juan Manuel, el escritor.

02 septiembre 2010

Vida y obra

La ciudad desplazada

José María Conget

Pre-textos, 2010

ISBN: 978-84-92913-37-4

174 páginas

15 euros




Juan Carlos Sierra

Este año 2010 la cofradía de los ‘congetianos’ está de enhorabuena, ya que en apenas tres meses se ha podido topar con dos títulos nuevos del escritor aragonés: Espectros, parpadeos y Shazam! – publicado por la editorial sevillana Point de lunettes-, un libro que recoge artículos dispersos aquí y allá sobre literatura, cine y comics –sus tres pasiones-, y La ciudad desplazada, un conjunto de cuentos auténticamente ‘made in’ José María Conget.

Quien conozca un poco la biografía de este escritor zaragozano sabrá que, tras su paso por algunas de las ciudades en las que uno siempre ha soñado vivir, es decir, Nueva York, Londres y París, dejó las maletas aparcadas en Sevilla; que el mismo año que se jubiló de su puesto como profesor de Secundaria sufrió un infarto, del que se encuentra felizmente recuperado; que, como ya se ha dicho antes, atesora una vasta cultura literaria, cinematográfica y de TBOs; que, aun habiendo dejado muy pronto su ciudad natal, Zaragoza, mantiene casa en su ciudad natal y una relación estrecha con algunos de sus paisanos -José Luis Borau, Ignacio Martínez de Pisón y todos los escritores del ‘maño-power’-.

Pues, bien, en cada uno de los relatos que componen La ciudad desplazada se pueden detectar todas estas circunstancias biográficas de José María Conget. Verbi gratia, ‘Despedida’ donde el protagonista guarda cama, temores y despedidas en la UCI por un infarto, ‘El cazador de libros’ en el que aparece la obsesión por la literatura desde “un rascacielos de Lexington Avenue con la calle 42”, ‘Fútbol antiguo’ que saca a la luz de la escritura nostalgias familiares zaragocistas, ‘Quillomamona’, que habla de un profesor de Secundaria a punto de jubilarse o ‘La ciudad desplazada’ que no es otra que Londres contemplada desde la distancia del tiempo y de la literatura.

Visto y dicho así, cualquiera podría concluir que estamos ante unos textos sin aparente interés literario y muy apetitosos para los amantes de los chismes sobre escritores. Sin embargo, quedarse en esta lectura superficial no solo perjudicaría al lector, sino que además estaríamos cometiendo una injusticia contra el autor y su obra.

Por encima o por debajo de lo eminentemente biográfico, que entiendo que no sirve más que de muleta donde apoyar el artificio literario, se encuentra lo que de verdad le interesa explicar a José María Conget. Se podía decir que a partir de la anécdota, más o menos cercana a la vida del autor, cada uno de los cuentos trata de poner sobre la mesa un perfil determinado, un matiz distinto de la condición humana cuando se enfrenta a una de sus emociones más determinantes, el amor. Pero entendiendo a éste en un sentido muy amplio: el viaje por las aduanas conflictivas entre el amor y la amistad –‘Variaciones sobre un tema’ o ‘Navarra-104’-, su capacidad para desbaratar otros amores, digamos, más literarios –‘El cazador de libros’-, sus relaciones con el azar –‘Encuentro casual en una estación de autobuses’-, sus intersecciones con la nostalgia –‘Fútbol antiguo’ e incluso ‘Despedida- o las caras insospechadas que nos presenta cuando menos lo esperamos –‘Quillomamona’-.

Y, por supuesto, el amor a la literatura, al juego de la ficción que baraja las cartas de lo real y de lo imaginado, de la vida y del sueño, como ocurre en el relato que le da título al libro –‘La ciudad desplazada-. Todo un aviso a navegantes o, más bien, para polizones chismosos de este libro.

¿Qué es verdad y qué es invención? ¿Dónde empieza el sueño y acaba la vida –o viceversa-? ¿Cuándo habla el Conget persona y cuándo el personaje? ¿Acaso la propia biografía no es una novela de una calidad literaria decepcionante?

Menos mal que en las manos de José María Conget estamos literariamente a salvo.