30 abril 2010

Sólo es verdad aquello que en la memoria existe

La novela de la memoria

José Manuel Caballero Bonald

Seix Barral, 2010.

ISBN: 978-84-322-1277-2

928 págs.

24 euros


Rafael Roblas Caride

Hay un momento en la existencia del hombre en el que se hace necesario buscar en los bolsillos, comprobar que las alforjas ya están medio vacías, encogerse de hombros con la dignidad del que ya nada tiene que perder más que su propia vida y hacer balance del camino recorrido. Si a esa necesidad vital se le suma cierta dosis de vanidad –que en el caso de los escritores suele ser casi letal- y, por otro lado, una pizca de fantasía y otra de exageración autohagiográfica, tendremos como resultado uno de los subgéneros más frecuentados por esa naturaleza cotilla que también el crítico especializado posee: la memoria literaria. De este modo, si hace pocos meses llegaba a esta mesa de disección el Corazón andariego de la Piñón, ahora le toca el turno al jerezano José Manuel Caballero Bonald, autor de esta “novela de la memoria tan voluminosa y extensa. Debe de ser que nuestro perfil crítico se escora últimamente hacia el color rosa…


La novela de la memoria es una nueva edición revisada y ¿definitiva? de las memorias completas de Caballero Bonald, que fueron publicadas inicialmente en dos entregas y que recibieron en su día los nombres de Tiempo de guerras perdidas y de La costumbre de vivir. Ninguna novedad, pues, para el “lector semiprofesional” al que no le sorprenderá ni el estilo preciosista y barroco del autor ni el engreído malditismo de su “personaje autobiográfico”. Y aclaremos desde ya que aquí el término “personaje autobiográfico” está aplicado con toda intencionalidad, porque, lejos de una reconstrucción detallada y fidedigna del pasado, Caballero Bonald aprovecha este repaso vivencial como pretexto para reconstruirse una nueva personalidad, una nueva existencia, una nueva historia. Por ello, es conveniente iniciar esta reseña con un aviso a futuros navegantes: que nadie espere encontrar en este libro un apoyo documental, exacto, concreto y objetivo de lo realmente vivido. En este aspecto, el jerezano tampoco engaña a nadie y así lo repite una y otra vez a lo largo de la obra a manera, casi, de auto disculpa obsesiva:


“Es fácil malformar al cabo de los años lo que verdaderamente se sintió ante esa inicial comparecencia de impresiones desconocidas. De modo que no conviene excederse en las conjeturas propias del caso. Es cosa admitida que el presente hace su propia selección de los hechos vividos, o de sus referentes sentimentales, con lo que se tiende a incurrir en una serie de desvíos, o de alteraciones deductivas, cuyo grado de verosimilitud apenas tiene otro sentido que el suministrado por la propia credulidad”.


La novela de la memoria abarca desde el nacimiento de su autor (1926) hasta la muerte de Franco (1975) y por ella desfilan todo tipo de personajes más o menos reales; más o menos literarios; más o menos reconocibles. Entrañables resultan los retratos del entorno familiar del niño, obligados en los primeros capítulos: la madre, el padre, el primo Rafael, el abuelo e, incluso, aquel anónimo mendigo que cuidaba circunstancialmente el jardincillo de la casa a cambio de unas migajas de pan. Mucho más jugosos -aunque por motivos frecuentemente extraliterarios- se muestran los de aquellos otros que mantuvieron algún tipo de contacto con el Caballero Bonald adulto. Así, desfila también ante el lector una ilustre galería de nombres que van desde Romero Murube a Fernando Quiñones, desde el Che a Carrillo, desde La Chunga a Serrat. Dientes de sierra en una alineación de la cultura y la política hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX que echa en falta un índice onomástico al final del volumen que la ordene y clasifique.


Y si el relato admite una clasificación en función de sus personajes, otro tanto también podría hacerse ateniéndonos a lo narrado. De este modo, es destacable la “sinceridad” de la voz de Caballero Bonald cuando se interna en el espinoso terreno de la crítica personal o de la ajena, alimentada por la provocación más descarada y la maledicencia impertinente. Algunos ejemplos:


“De aquella comida con Borges apenas recuerdo la larga y susurrante perorata del maestro por antonomasia, entre agudas ocurrencias, gracejos varios y bruscos visajes de ciego cada vez que terminaba un relato y esperaba la reacción del auditorio emitiendo entrecortados ruidos guturales. […] Como en algunos otros casos similares, yo hubiese preferido ser lector gustoso de Borges sin haberlo tratado”.


“Siempre he pensado que hubiese preferido leer su poesía [de Pepe Hierro]- o las porciones de esa poesía que siguen atrayéndome- sin haber tratado al autor, pues en cierto modo había como un desnivel, probablemente gratuito, entre el personaje y su obra, con lo que la lectura de algún poema se veía con frecuencia importunada por el recuerdo del poeta”.


“Vi en su día esa película [refiriéndose a Entre visillos, homónima de la obra de Martín Gaite] y, pese a mi exigua solvencia en materia cinematográfica, me pareció descubrirle un raro atributo: era todavía más insulsa que el texto narrativo del que procedía”.


Sin embargo, en contra de lo que el malévolo pudiera pensar, tampoco evita Caballero Bonald auto infringirse un severo castigo al abordar el asunto de sus propios infiernos: el alcoholismo, la infidelidad matrimonial, la bohemia,… Destaca especialmente, entre esta amalgama de confesiones descarnadas, el escarceo con Charo Conde, a la sazón santa esposa del Nobel Cela, que se relata con una frialdad que realza el cinismo de la narración, justificándose el escritor una y otra vez tras la “primicia” ofrecida en su tiempo por “una revista deplorable” y difundida “de la peor manera posible”. Así, Caballero Bonald usa esta patente de corso para contraatacar y hacer pública una versión que comienza así:


“Un día, de improviso, en el transcurso de alguna de aquellas itinerantes cuchipandas nocturnas protagonizadas por Camilo, a la que me unía a veces, Charo reiteró que estaba cansada y yo me ofrecí a llevarla a su casa […]. Pero aquella noche se aceleró un desenlace no exactamente imprevisto o quizá en parte imaginado…”.


Pero lo más valioso –al menos a nuestro juicio- de esta Novela de la memoria reside en ese universo narrativo construido sobre los cimientos de la realidad con los ladrillos de la ficción puramente literaria: el mundo del escritor niño, que poco a poco configura su entorno y descubre los perfiles de la casa y de su ciudad a base de una y otra travesura; el encuentro recurrente con el destino, esa suerte de casualidad misteriosa que en vaivén caprichoso corre paralelo a la existencia del escritor hombre; los sucedidos surrealistas, como el de los “acostados”, hermanos-herederos indudables del realismo mágico hispanoamericano, que sustituyen el espacio de Macondo por el del próximo Jerez. En estas distancias más líricas que testimoniales es donde más brilla la prosa de Caballero Bonald, dejando en el recuerdo del lector personajes tan entrañables como el del abuelo, misterioso ser que un buen día renuncia a su vocación de transeúnte para encamarse y agotar su vida mirando el mundo desde la posición horizontal,… salvo los jueves, jornada elegida para pasear a los hermanos Caballero Bonald por el Jerez señorial y provocarles un atracón de pasteles que no les permita asistir a la escuela al día siguiente. La merecida regañina de la madre termina por suprimir esa dulce salida semanal y el abuelo, irremisiblemente, encontrará la muerte con prontitud, abandonado en su descansado cautiverio.


Frecuentemente, en este recuerdo selectivo y subjetivo, la imagen del niño aparece nimbada por una interesada aureola de enfant terrible que se corresponde con esa idea de justificación que todo comunista de origen burgués termina por sostener ante la sociedad. A la luz del relato infantil y de la reencarnación diabólica que resulta ser el niño Caballero Bonald -capaz tanto de tragarse una aguja como de explosionar el soberado de la casa natal para, finalmente, tiznarse la cara de negro el día de la Primera Comunión-, no es descabellado pensar que ese malditismo exagerado, basado en una realidad deformada a su propio conveniencia, sea la respuesta a la postura inmovilista y carca del Jerez tradicional de los años 30, a la vez que una coartada que sirva para prefigurar la imagen pública del futuro adulto: un escritor comunista, perseguido por el régimen franquista, que es encarcelado por defender las libertades, a pesar de los orígenes aristocráticos del apellido Bonald y de su supuesta condición de burgués acomodado.

“Sólo es verdad aquello que en la memoria existe…”. El alejandrino del sevillano Montesinos que titula la reseña podría haber servido como colofón de este repaso biográfico que hoy nos trae José Manuel Caballero Bonald a las manos. Sólo es verdad aquello que en la memoria existe. Testimonio o ficción. Verdad o mentira. Equilibrio o exageración. He aquí el dilema del que inventaría sus años pasados. Ni más, ni menos. Ni menos, ni más. Lo esencial es que el lector recuerde en la distancia, al menos, unas pinceladas de aquel retrato del tiempo, independientemente de lo que realmente aconteciera. Caballero Bonald lo logra con La novela de la memoria, apoyándose en su inconfundible estilo, trabajado y barroco. Justo es reconocerlo y aconsejar su lectura, aunque advirtiendo que cualquier parecido con la realidad puede ser (o no) una simple coincidencia.

29 abril 2010

Murió el yo humilde, rabioso y obrero

La soledad del corredor de fondo

Alan Sillitoe

El Tercer Nombre, 2007

ISBN: 978-84-96693-17-3

256 págs.

20€

Traducción de Baldomero Porta.






Jabo H. Pizarroso
Los problemas de los hombres simples son los problemas de los dioses
Alan Sillitoe
Los dos caballos de batalla de la narrativa tal y como la entendemos desde Cervantes son a mi humilde entender: la verosimilitud y la suspensión del juicio moral. Esto último con permiso de Kundera. Sin estas dos columnas, la novela naufraga y se convierte en un colador que obedeciendo al principio de Arquímedes desciende cual medusa de plomo al fondo de los mares del sentido literario.
Tomás Gutiérrez Alea, por empezar con alguien que atinó en estas cuestiones, en su Dialéctica del Espectador, decía que la dramaturgia era el arte, el oficio de inventar de acuerdo, o en desacuerdo a la verosimilitud de la realidad. La lógica como mimbre y sistema cuyo ejemplo manifiesto es la realidad del mundo real y sensitivo que al fin y al cabo es la que nos otorga el molde sobre el que crear un sistema verosímil y afín, u otro sistema desafinado pero siempre verosímil. Creíble. Y por lo tanto verdadero. La novela es la única dimensión humana donde la verdad existe. Digo desafinado por decir algo y me refiero a los sistemas que contradicen la lógica real y que en sí son otros sistemas narrativos posibles, deslocalizados de lo real, pero siempre verosímiles. Es verosímil que el dinosaurio de Monterroso todavía esté allí. Como es verosímil la mirada del capitán Ahab en la cubierta del Pequod, como lo es el despertar de Sampsa, o por poner otro ejemplo, el odio rabioso e irónico que Smith, el protagonista de La soledad del corredor de fondo siente contra el director del Borstal en el que está recluido por robar un dinero en una panadería.

La verosimilitud pelea siempre a favor de la propia obra y muchas veces lo hace en contra de las pretensiones o las querencias del autor. Ahí es donde se cuece ese asunto tan manido pero no por eso interesante de la respuesta famosa que dan muchos autores cuando les preguntan acerca de sus personajes y la respuesta siempre es la misma: ellos actúan por su cuenta, son por su cuenta. Ese actuar por su cuenta, es lo que contruye la verosimilitud. Si no hay verosimilitud el personaje es dependiente del autor. Si no hay verosimilitud aparecen los juicios morales del escritor real, el escritor que nunca nos interesa, el ser humano prejuicioso y tantas veces lleno de miserias biográficas y prejuiciadas. La verosimilitud debe ser exacta y sin estridencias. Similar al toreo, por ejemplo, al bueno. Pepe Alameda, un cronista taurino exiliado a México tras la guerra civil española, dijo a cuenta del toreo, lo que es aplicable a lo que venimos diciendo: Un paso atrás no es arte y un paso adelante es la muerte del hombre. Un paso atrás por parte del narrador no es literatura y un paso adelante es la muerte del personaje. La voz debe ser justa, debe estar anclada, pies en tierra, en el sitio exacto. Ni más ni menos. Desde ese sitio explota con naturalidad la verosimilitud y estalla con contundencia el narrar sin juicios morales.

Estas dos llaves inglesas se han utilizado prodigiosamente en muchas de las grandes obras de la literatura universal. Pero de seguro que donde un escritor más se la juega y donde más se ven las posibilidades, éxitos o fracasos de la utilización de estas dos herramientas es en el ejercicio narrativo en primera persona. El XIX omnisciente dejó paso al hombre simple y el antihéroe que cuentan y se cuentan. El dios que lo sabe todo hoy por hoy es un contrasentido narrativo.



Por eso creo que Henry Miller alguna vez dijo lo de que la literatura del futuro estaría escrita en primera persona o no estaría escrita en nada. Un narrador en primera persona es un narrador que cuenta algo desde un lugar, desde un espacio amoral. ¿Desde donde se cuenta esta historia? Desde un yo. Y el yo impregna el aire y contamina todo. Y el yo completa al otro, pero desde el yo inconsciente y verbal, el yo que ve en su totalidad al otro y que es incapaz de verse en su totalidad a sí mismo. De eso se trata. La novela en primera persona es la quintaesencia del yo contaminante y el yo creador de los otros. El yo en ebullición o en reposo, pero el yo verosímil que es incapaz de juzgarse a sí mismo y por eso, desde el yo, desde la primera persona, es desde donde mejor se puede entender lo de suspender el juicio moral, “la novela es el territorio donde se suspende el juicio moral”, que diría Kundera. Bajtín, el estructuralista ruso, lo explica de otra manera en su Estética de la creación verbal: “La contemplación estética y el acto ético no pueden ser abstraídos de la unicidad concreta del lugar dentro del ser ocupado por el sujeto de ese acto y de la contemplación artística.”

Escribir una novela, como escribió una vez mi buen amigo Ismael Filgueira, es fundar una mirada y fundir en esa mirada al otro o a los otros. El siglo XX, una de las muchas cosas que este siglo aportó a la narrativa puede que esté en las noveletas cortas que se han apoyado en esta primera persona contaminante. Cada uno tendrá su canon y sus teorías. En el mío están, entre otros, El extranjero, de Albert Camus, La soledad del corredor de Fondo, de Alan Sillitoe, Memorias del Subdesarrollo, de Edmundo Desnoes, Trenes rigurosamente vigilados, de Bohumil Hrabal, Trastorno, de Thomas Bernhard. Las primeras líneas de cada una de éstas obras son una soberana lección de literatura y un ejemplo de acampar un lugar para hablar desde ahí y desde ningún otro sitio. “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé.”; “Todos los que me querían y estuvieron jodiendo hasta el último minuto se han ido ya.”; “Este año, el año cuarenta y cinco, los alemanes ya no dominaban el espacio aéreo de nuestra ciudad."


¿A qué viene todo esto?, se preguntarán. Todo esto viene a santo de que este pasado domingo murió Alan Sillitoe y no solamente eso. Viene a santo de que murió un narrador imprescindible que utilizó como nadie estos recursos, sobre todo en La soledad del corredor de fondo, y a que hoy por hoy es casi imposible encontrar alguno de sus títulos en una librería. Para esta reseña me baso en una edición de Seix Barral de los años sesenta y la apoyo con una edición de la editorial El Tercer Nombre, del año 2007. Las dos traducidas por Baldomero Porta. Y por eso mismo, por esa tristeza al saberle ya muerto por un lado, y por esa rabia al saberle muerto en los ojos de los lectores me ha dado por reivindicarle así, de esta manera.

Sillitoe nació en Inglaterra, en la Inglaterra de entreguerras. A los 14 años empezó a trabajar y lo hizo en distintas fábricas, llegando a currelar en una fábrica de bicicletas. Su primer relato tuvo un censor implacable, su madre, que lo destruyó, al parecer lo quemó, porque contaba demasiados detalles privados. Luchó en la Segunda Guerra Mundial y convaleció de una enfermedad tras ella. Como Bernhard, aprovechó ese tiempo para leer, la enfermedad es la universidad de muchos escritores. Se casó y marchó a Mallorca. A finales de los cincuenta empezó a publicar. La soledad del corredor de fondo se publicó en inglés el año 1959. Este es su mejor libro. Puede que sea el único libro que quede de él en la historia de la literatura. En ese libro, el andamiaje verosimilutud-suspensión del juicio moral es básico. Un maleante, un hijo pobre de un barrio obrero, ladronzuelo y de una honestidad muy sui-generis se prepara para correr en el campeonato de cross que todos los años organizan los Borstal de Inglaterra. Se levanta antes que el resto y en su diario entrenamiento recuerda su vida y el robo que le llevó hasta donde está. Encajonado socialmente la única liberación que encuentra está en correr, en esa libertad de las horas tempranas donde su cuerpo suda al ritmo de sus zancadas y su mente es libre. Sabe que su vida no es ni de inicios ni de finales felices y por lo tanto el relato de esta parte de su vida tendrá un final no feliz, un final amasado durante los días de entrenamiento, planificado con gusto de hombre libre y puesto en bandeja para vengarse y reírse de una sociedad autoritaria que no sabe que hacer con los restos periféricos de la pobreza, con los que son como él, con los que no son ni caballos de carreras.



El tono es el justo, exacto. La apoyatura narrativa en el yo es total y la novela fluye con ese yo contaminante que llega desde un lugar limpio de prejuicios y por tanto activador de verdad literaria. Por eso, de seguro que un buen homenaje a Sillitoe, sería releer o leer de nuevo esta obrita. No llega a las cien páginas. Se devora. Te devora también. Aunque todo esto te suene a arqueología literaria. Que puede que sea así, quién sabe.

28 abril 2010

La crítica literaria como subgénero policíaco

La estrategia del agua

Lorenzo Silva

Destino, 2010

ISBN: 978-84-233-42259

380 páginas

18,50 euros





Juan Carlos Sierra

Con La estrategia del agua Lorenzo Silva continúa su serie de novelas policíaco-beneméritas protagonizadas por la sargento Chamorro y el brigada Bevilacqua –Vila para los lectores habituales-. En esta ocasión, el asesinato de Óscar Santacruz, un divorciado que reivindica la custodia de su único hijo, dará pie a una nueva investigación de ambos números de la Guardia Civil acompañados esta vez por el ‘becario’ Juan Arnau y, a partir de la mitad de la trama aproximadamente, por la despampanante cabo Salgado.

Como sabe todo lector de novela negra o policíaca –o como quiera llamarse-, el inspector protagonista ha de poseer el don de la clarividencia, de la perspicacia, de la inteligencia, para ver donde otros no aprecian más que sombras y sacar a la superficie los hechos objetivos.

Humildemente y salvando las diferencias, el crítico literario cumple una función similar, puesto que ha de descubrir cuándo, cómo y quién perpetra un auténtico homicidio literario, cuya víctima sería el lector, en caso de que la obra se pueda juzgar como atentado contra el buen gusto –sea esto lo que sea-. Pero como todo no va a ser delinquir, también el crítico actúa como sabueso en el sentido contrario, si nos hallamos ante una obra maestra. No obstante lo dicho, lo más habitual es toparse con algún que otro cadáver repartido por las habitaciones de palacio.

Avancemos, pues, en la investigación de La estrategia del agua de Lorenzo Silva aplicando nuestra antigua lupa crítica y nuestros posmodernos conocimientos en ADN narrativo-policíaco.

Dentro de las virtudes de esta novela, las pruebas de la investigación apuntan, en primer lugar, al buen oficio de Lorenzo Silva para manejar el ‘tempo’ narrativo, dosificando la información sin que el ritmo de la novela se acelere o se ralentice innecesariamente. Además se le agradece al autor el respeto que muestra hacia sus lectores, evitando dejar a lo largo del relato pistas falsas o trucos-trampa argumentales. También acierta Lorenzo Silva en la caracterización de alguno de los personajes, especialmente en la del difunto Óscar Santacruz, retratado hábilmente a través de sus lecturas –textos sobre las SS hitlerianas, El arte de la guerra de Sunzi, Epicteto,…-. El resto de los personajes se presenta más por su decir y hacer que por las descripciones en las que se pudiera explayar el autor de la novela. En este sentido, Lorenzo Silva se limita a ejecutar pinceladas breves y certeras en la mayoría de los casos. Y es que ya no están los tiempos y los usos lectores para demorarse en extenuantes retahílas descriptivas decimonónicas.

En lo relativo a los personajes y a su manera de expresarse es donde se puede encontrar alguno de los cadáveres que el escritor de Getafe va dejando abandonados en la cueta de su novela. Si bien el tono irónico que predomina en el habla del brigada Vila funciona perfectamente para redondear la personalidad de dicho personaje, el contagio de ese mismo tic a algunos otros personajes de la novela chirría en el oído del lector –especialmente cuando se trata del hijo adolescente de Vila- y los desdibuja.

Por otro lado, la viveza y verosimilitud de las conversaciones relativas, por ejemplo, a las escuchas telefónicas necesarias para que Vila y su gente progresen en su investigación contrastan con el carácter monolítico, cerrado, perfecto de buena parte de los diálogos desarrollados en La estrategia del agua –sin puntos suspensivos siquiera que reflejen duda, vacilación,… qué sé yo-.

En cualquier caso, a pesar de lo dicho en estos últimos párrafos, La estrategia del agua no parece merecedora de meterla en la cárcel de las novelas prescindibles, pero el investigador-crítico ha de estar atento a todo, si quiere cumplir honestamente con su función. No vaya a ser que, tal como está el patio, alguien vaya diciendo por ahí que uno prevarica y el arriba firmante corra el riesgo de verse perseguido por Vila y Chamorro o, en el peor de los casos, por jueces que amparan intereses espurios. Pero esa es otra historia.

27 abril 2010

No la maté porque no era mía

Gabriela, clavo y canela

Jorge Amado

Alianza, 2010

I.S.B.N.: 978-84-206-4974-0

600 Páginas

13,50

Traducción: Rosa R. Corgatelli y Cristina Barros






Ilya U. Topper


No, lo voy a admitir desde el principio: Gabriela no es mi obra favorita de Jorge Amado. Este puesto lo ocupan los Capitanes de la arena, y es difícil que alguien los desbanque, así venga con su vestido estampado a un punto de ser harapo, descalza, sensual y sonriente, con aroma a clavo y a canela. Asi venga Gabriela.

Sin embargo ¿a ver quién se le resiste? Gabriela, que no sabe leer, que no sabe ni cuando nació ―ojo al dato: millones de chavalas pobres de Brasil no sabrán su fecha de nacimiento, pero hace falta ser un genio para convertir esta ignorancia en el arma que permite evitar una tragedia sangrienta― es una de las figuras más cautivadoras de la literatura iberoamericana. Una figura que se resiste a los finales felices y que está mucho más a gusto ―en el caso de Gabriela, mulata de sangre caliente, habría que decir más a placer― en el nudo que en el desenlace. Ah, pero el escritor ―Jorge Amado sabe escuchar a sus personajes― se ha dado cuenta y le hace el favor de volver a arrebatarle esa dulzona finalfelicidad para que pueda ser de nuevo la chica que nos enamora. Una capacidad en la que sólo le supera Kurt Held con su inolvidable Zora la Roja (cuya traducción esperamos desde hace 70 años; ¿alguien se apunta para aguantar conmigo la pancarta correspondiente en la Feria del Libro de Sevilla?)

El genio es Nacib: es el héroe silencioso de esta obra, en la que pululan magnates del cacao, sicarios con machetes, prostitutas, señoras demasiado decentes, francotiradores a sueldo y comerciantes progresistas y cultos con ganas de convertir la pequeña ciudad portuaria de Ilhéus, una especie de Far West, en tierra civilizada (estamos en 1925, pero me temo que la modernización que con tanto arrojo emprenden Mundinho Falcão y sus aliados se ha quedado en las obras de mejora del puerto: dicen que hoy sigue habiendo sicarios en Brasil y asesinatos llamados pasionales y clanes que no sueltan el poder ni por el precio de un puñado de vidas). Todos se reúnen en el restaurante de Nacib, un local modesto convertido en el imán cuyo magnetismo permite mantener unidas las 600 páginas de la novela mejor que la pericia del encuadernador.

600 páginas, que se dice pronto. En realidad es esta cifra la que me hace relegar a Gabriela al segundo puesto: Amado se podría haber ahorrado algunos episodios, algunos párrafos, alguna subtrama desplegada con demasiada holgura como para que no parezca un puñado de pienso lanzado a un lector al que supone insaciable. Se entiende: aún hoy, un viaje en autobús de Ilhéus, ciudad natal de Amado, al Sertão ―este salvaje e inmenso nordeste, del que sale la anónima Gabriela― tarda dos días con sus noches y el libro se nos quedará corta.

Publicada en 1958 y con una media de tres ediciones al año durante las siguientes décadas ―luego dicen que Brasil no lee―, Gabriela inaugura la segunda época de Jorge Amado, aquella en la que trocaba sus militancias comunistas y sus novelas arrojadizas por narraciones más pausadas y de mayor éxito popular, con brochazos más gruesos de costumbrismo amable.

Pero no se confundan: ésta es una novela realista, tan realista que el autor, dicen, no pudo volver a pisar Ilhéus en unos cuantos años. Una novela de nítida crítica social, escrita con un compromiso rotundo: en la primera página asistimos a un asesinato, cometido por un dentista que mata a su esposa al enterarse de que le ha puesto los cuernos. No porque el señor en cuestión sea un tipo violento, sino porque es una costumbre absolutamente ineludible, una ley social, que quedará automáticamente impune: la-maté-porque-era-mía, y si no la mata es-porque-no-tiene-cojones, ya se puede ir exiliando. No les cuento el final si les digo que 599 páginas después, ustedes se volverán a topar con el odontólogo.

Éste es el hilo rojo del libro, y perdonen por lo de rojo. Es el nudo que se irá cerrando alrededor del cuello de algún personaje, y el desenlazador que lo desenlace ―muy buen desenlazador es― tendrá nombre árabe: Nacib Saad, brasileño cabal nacido en Siria, llamado a poner fin a esa fea, tan difundida y tan condenadamente actual costumbre del asesinato patriarcal obligatorio. Echen un vistazo a las páginas de sucesos de cualquier diario español y si les deprime, huyan a Ilhéus, ciudad liberada. Uno llega a desear que Nacib monte una cadena de restaurantes o otorgue franquicias.

En fin, Pedro Bala, capitán de las arenas, sigue en el podio, pero seguramente no le importa invitarle a un baile a Gabriela.

26 abril 2010

Contra la vanidad

Tarde o temprano
(Poemas 1958-2009)

José Emilio Pacheco

Tusquets, 2010

840 páginas

ISBN: 978-84-8383-236-3


28€





Joaquín Blanes

Somos la vanidad más burda e insensata, prueba de ello está en algunas cadenas de televisión que fomentan la estulticia como forma de vida y el entretenimiento insustancial, la lobotomía mediática, como confort y recompensa a nuestra vida agitada. El protagonista es ahora el más idiota, la sensatez es repudiada y la cultura se repele como si fuera una mosca cojonera. La razón es relegada a un segundo plano, a la caverna de horarios imposibles; salvo honrosas excepciones. El que quiere cultura debe adentrarse en los guetos de las cadenas menores. Quedan sobre la superficie los diletantes del cotorreo, el bullicio y la desmedida, la palabra soez, el chiste guarro y el modelo a seguir es una Barbie de cara postiza que escribe Alhambra como le da la gana y se reafirma en su gracia. “Cámaras y micrófonos testimonian qué triste y sórdida es la existencia humana”, dice el poeta humilde, José Emilio Pachecho, el poeta que se fue poniendo triste con los años, dejando de lado la ironía de sus primeros poemas, como en “Ya todos saben para quién trabajan”:

“Traduzco un artículo de Esquire
sobre una hoja de la Kimberly-Clark Corp.,
en una antigua máquina Remington.
Lo que me paguen irá directamente a las arcas
de Gerber, Kellogg's, Procter and Gamble, Nabisco, Heinz,
General Foods, Colgate-Palmolive, Gillette
y California Packing Corporation.”

La deuda creativa de los escritores queda al descubierto cuando deciden traducir a otros autores. Las traducciones se convierten en una declaración de principios, en una encendida poética y en un homenaje sincero a la herencia directa de sus propios escritos. Cortázar tradujo a Edgar Allan Poe y se nota en sus cuentos; del mismo modo que Ángel Crespo respiraba Pessoa por los cuatro costados y, en España, no se puede entender Pessoa sin Crespo ni la poesía de Crespo sin Pessoa. Que José Emilio Pacheco haya traducido a T.S. Elliot, Oscar Wilde y Samuel Beckett, entre otros, explica su propensión al pesimismo y la ironía jocosa en una misma balanza. Pacheco desmonta el antropocentrismo y deja constancia de la mísera particula que en realidad es el ser humano frente a un universo que, ya lo decía Woody Allen en Annie Hall, inevitablemente se expande, pero Brooklyn está aquí, protestaba su madre, y Brooklyn no se expande. Pacheco pertenece “a una era fugitiva, mundo que se deshace ante mis ojos.”
Tusquets Editores en su colección Nuevos textos sagrados compila los catorce poemarios publicados por el poeta desde Los elementos de la noche (1958-1962) hasta La edad de las tinieblas (2009), su último poemario en prosa. Una edición delicadamente cuidada en la que se puede contemplar la evolución del último Premio Cervantes. Poeta de lo cotidiano, sin llegar a ser tan terrenal como Neruda, Pacheco no es la alabanza del pan, de la madera, del sudor, de la cebolla o del congrio, es la oposición de la naturaleza frente al uso impúdico que hace el hombre de estas esencias. Su poesía se balancea entre el abismo de la desdicha y el aprecio a las cosas mínimas. “Elogio del jabón”, poema que abre La edad de las tinieblas, enfrenta la pureza natural del jabón oval con el destino trágico que le depara su utilidad: “Duele que su destino sea mezclarse con toda la sordidez del planeta.”
Menos melancólico y mucho menos egocéntrico que Sabines, menos carnal si se quiere en el muestrario de su ars amandi, Pacheco despliega su palabra con sobriedad y contención, midiendo cada verso, haciendo que la pulcritud y el ritmo brillen con explendor. A lo largo de los años, la poesía de José Emilio Pacheco se ha ido desnudando de elementos futiles, convirtiéndose en una herida sincera y tangible, obcecada en su idea de lo efímero, lo inevitable y el desencanto como parte esencial de la belleza si se sabe convivir con estos componentes de la existencia humana.

“Goza de tu victoria porque un día
Tú serás como yo el intruso,
El viejo asqueroso.
El señor Morón
Que va en pos de un deseo imposible”.

Pacheco se sirve de diferentes géneros como la epístola o la fábula (ingeniosa crítica de la vanidad de los poetas la fábula del sapo Ibis) e incluso de la crónica, recordando la matanza de Tlatelolco en uno de sus poemarios más conocidos y logrados: No me preguntes cómo pasa el tiempo. consiguiendo una diversidad de estilos en sus poemas que lo convierten en un autor versátil sin abandondar el tono característico de su verso.
La poesía de José Emilio Pacheco tiene la consistencia de un manjar, debe disfrutarse con mesura, para saborearla en toda su amplitud; una lectura acelerada, sin degustación y deleite, produciría el efecto contrario, un rápido empacho, una lectura superficial y ciega de lo que en realidad esconde cada verso. Debe leerse con detenimiento y cuidado, con el fin de paladear e ir descubriendo cada uno de los ingredientes que aderezan, uno sobre otro, cada poema, hasta descubrir el ingrediente principal, el secreto escondido de todo tesoro; en José Emilio Pacheco la honradez.

23 abril 2010

Por favor, bájenme un piano a la 3ª cubierta

El aprendiz de emigrante

Robert Louis Stevenson

Parentesis, 2009

124 páginas

ISBN: 9788499190402
12 €
Traducción y prólogo de Eduardo Jordá



Manolo Haro

Me reconozco como un ferviente admirador de Stevenson. Viajé a Edimburgo con un volumen de sus artículos (A la luz de una linterna, Cuatro, 2002) por el puro placer de intentar recobrar la escurridiza esencia de las cosas que él vio y que ya no existían. En autobús me acerqué a St. Andrews porque una frase de uno de sus escritos no podía ser desoída: “St. Andrews era un lugar poco adecuado para estudiar; el resonar del viento del Este y el estallido de las olas permanecen en sus aulas somnolientas y confunden las palabras del profesor, hasta que maestro y lección se pierden por igual en el olvido y sólo las gaviotas golpean las ventanas y las corrientes de aire marino susurran en las páginas, ya al aire libre”. Eso encontré, el olvido trenzándose caprichosamente por los únicos vestigios reconocibles de que Robert Louis era escocés. En ese mismo St. Andrews una apergaminada viejecita nos regaló, por sólo seis libras, la flor de Coleridge, el único rastro tangible de que los buscadores de tesoros no siempre se vuelven a casa con las manos vacías: un ejemplar de Poems by Robert Louis Stevenson en la preciosa edición de Everyman´s Library. Pero el autor, como casi siempre constatamos los mitómanos que nos lanzamos al encuentro de los paisajes de los escritores que amamos, está más vivo en sus libros que en las postales y los museos dedicados a su gloria.

Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Samoa, 1894) fue un hombre de acción. A pesar de su delicada salud, nunca se reclinó en la cama más de la cuenta. Tras su frustrado paso por la universidad, primero como estudiante de ingeniería náutica y luego como abogado, viajó junto a su hermano a Francia con la intención de dedicarse a la pintura. Hace noche en el Hotel Chevillon, en Grez, población a la que llega con la pretensión de contrastar opiniones y colores con la colonia de artistas bohemios que allí estaban establecidos. Es invierno. Un grupo de gitanas sentadas junto a la chimenea se acompañan de dos mujeres, una jovencita y otra adulta. La mayor se llamaba Fanny Osbourne y la pequeña, su hija, Belle. Su vuelta a San Francisco es inminente. El escritor y Fanny, en proceso de divorcio, se enamoran. Ahí empieza todo.

Es más que probable que si las flechas de Cupido no hubieran salido de su carcaj en dirección a estos dos corazones la producción literaria de Stevenson, al menos en sus comienzos, no habría recorrido los mismos caminos por los que se lanzó. Concretamente, El aprendiz de emigrante comienza a gestarse a partir de la travesía que el novelista realiza a bordo del Devonia. Su cometido esencial era ir al encuentro de Fanny, pero el escritor se topó con la posibilidad de vivir un viaje más íntimo y pleno bogando entre las turbulentas aguas de las almas que viajaban en tercera clase. Los diez días que duraría el periplo desde el puerto de Clyde, en Glasgow, al de Sandy Hook, en Nueva York, le aportaron una amplia colección de tipos humanos y unos sólidos puntales para desarrollar una teoría personal sobre la emigración y sobre las clases sociales. Su pasaje en segunda sólo se diferenciaba del de tercera en que tenía una mesa (para escribir) y una vajilla de loza. Las penalidades eran las mismas. En una cubierta llena de escoceses, irlandeses, escandinavos, alemanes y algún que otro ruso, Stevenson fue uno más: “Formábamos una compañía de derrotados: los borrachos, los incompetentes, los débiles, los manirrotos, todos los que habían sido incapaces de sobreponerse a las circunstancias de su país, tenían que huir ahora lastimosamente a otro”.

“Prefiero escuchar la vida de un hombre que vive en medio del riesgo […] porque cada paso que [da] es crítico y revela la vida desnuda y siempre en el vértice del peligro”. Las historias de estos desposeídos, contadas al oído, van conformando una galería de voces de una humanidad azarosa que se jacta de gandulear y de cobrar sin hacer nada. El escocés no es complaciente con algunos de ellos. De hecho, llega a afirmar que las tres causas más generalizadas de la emigración son la bebida, la holgazanería y la incompetencia. No hay épica vana, pues la miseria no la tiene; cuando se encuentra con algún ser que merece la pena, lo notamos, pero no se demora más de la cuenta. No hay concesiones al lirismo; despoblado de oropeles, sólo le dedica algún que otro párrafo apoteósico al mar nocturno. Este librito guarda una humanidad que se trasmina a partir de esos retratos que el escritor construye con tres trazos, como si no hubiera tiempo de más, como si quisiera en un instante atrapar entre los dedos el polvo precioso de cientos de alas de mariposas.

Cesare Pavese afirmaba que Stevenson no se dejó contagiar ni por la obsesión científica del Naturalismo ni por el edulcorado aliento de “el arte por el arte”: “ni verista ni esteta […], fue derecho, por instinto, a lo que de vivo, genuino y eterno había en el fondo de las exigencias de ambas escuelas”. Y seguía diciendo: “Stevenson entra en la prosa narrativa inglesa, y alcanza exótica fascinación, la lección estilística de los naturalistas franceses, la lección de la palabra justa, insustituible, el sentido del color, del sonido, del matiz esencial, del detalle observado con exactitud, y al mismo tiempo la aversión a todo exceso romántico o sentimental, el ejercicio de una sobriedad y un dominio de sí mismo casi estoico”. A veces resulta grato llamar a las puertas del Purgatorio para salvar un párrafo de esta concisión y calado.
Los hermanos Marx viajan desde Italia a Nueva York en un barco cargado de inmigrantes. Harpo y Chico lo hacen como polizones, mientras Groucho consigue para el periplo el famoso camarote de los dos metros cuadrados. La visión idílica y musical de la tercera cubierta en Una noche en la ópera, con arpa y piano incluidos, tal vez sea lo que más se aproxime a la pintura de Stevenson, pues el Devonia era un barco cargado de música, de violines y acordeones, dando igual si era bueno o malo lo que allí se cantaba. Pasen y oigan el agua tempestuosa que se cuela por los imbornales, el estrépito de las gavias y la música gigante de la prosa de Stevenson. No les defraudará. Ah, y feliz Sant Jordi.

22 abril 2010

Violencia de clase

Oscura monótona sangre

Sergio Olguín

Tusquets, 2009

ISBN: 978-84-8383-224-0

192 pág,

16 euros.

V Premio Tusquets de Novela.

Alejandro Luque

En las páginas finales de esta novela se declara que fue escrita en tres meses. Hay que tener la mano caliente y la cabeza ágil para hacerlo, pero nada permite dudar de las fechas. Su autor, Sergio Olguín (Buenos Aires, 1967) no es un preciosista del lenguaje, ni un academicista. Lo suyo es contar historias del hoy y del aquí, con planteamiento, nudo y desenlace, sin ánimo de refundar la literatura cada vez que escribe, ni de posar para los profesores universitarios, a los que detesta. Tal era la línea que marcó con su anterior novela, Lanús, reeditada en España hace un par de años, y cuentan incluso que llegó a escribir otra sólo por arremeter contra César Aira y la vocación experimental de sus libros.

En esta nueva entrega, de hermoso título tomado de Quasimodo, Olguín supera el listón de Lanús por la vía de la síntesis y de la agilidad de la narración. Su protagonista, Julio Andrada, es un hombre de negocios que ha ascendido en la escala social desde lo más bajo. Ahora tiene una buena casa, una familia y todas las comodidades, pero trata de no olvidar de dónde viene y pasa con frecuencia por los barrios deprimidos en los que transcurrió su infancia. Hasta que oye que por esa zona el comercio sexual con menores es cosa corriente y se deja llevar.

Desde este punto, los sucesos se encadenan de un modo muy eficaz: Julio se embelesa con la lolita Daiana, y casi a continuación se verá envuelto en un crimen que hará que tanto la policía como el hampa le pise los talones. El planteamiento de Oscura monótona sangre es, pues, el de invertir los papeles habituales de la prensa diaria: no es el tipo marginal el que invade la zona de los ricos para delinquir, sino al revés.

Este punto de arranque, metáfora de la violencia social clasista, sirve al autor para dibujar un paisaje de miseria moral, de hipocresía y ambición, en el que todo se puede comprar y vender, especialmente las almas. El ritmo de la narración se acelera progresivamente y obliga al protagonista –o sea, al escritor– a salir de los distintos trances que se le presentan de una manera cada vez más improvisada. Los únicos momentos en que la acción se debilita ligeramente son los capítulos relacionados con la hija de Andrada y la prostituta que vive en su piso, dos personajes que tal vez habrían dado más juego –y más quebraderos de cabeza– como trama paralela.

Calificar de cinematográfica a una novela como ésta es una tentación difícil de resistir, pero vamos a intentarlo: como aquello que dijo Malraux de Faulkner, que había introducido la tragedia griega en la novela policíaca, Oscura monótona sangre responde en gran medida al molde trágico, tanto que si no recuerdo mal –no me hagan levantarme para comprobarlo– está estructurada en cinco episodios y, sobre todo, plantea un juego de máscaras donde el hýbris contiene desde la primera línea el desastroso desenlace.

Componer todo eso en tres meses es, desde luego, una proeza por la que se debe felicitar a Olguín. Claro que a Simenon, uno de sus más evidentes maestros, le bastaban diez días para escribir sus mejores obras.

21 abril 2010

Buscando una salida

La ciudad de las delicias

Sergio DeCopete y García

Visor Libros, 2010.

ISBN: 978-84-9895-741-9

71 páginas.

10 euros.
XXII Premio Fundación Loewe Joven Creación.





Juan Carlos Sierra

La carta de presentación en el mundillo literario del poeta mallorquín Sergio DeCopete y García se llama La ciudad de las delicias, que ha merecido uno de los más prestigiosos galardones poéticos del panorama lírico español, el Premio Fundación Loewe Joven Creación en su vigésima segunda edición. Toda una responsabilidad para el joven DeCopete, sobre todo si piensa dedicarse al “juego de hacer versos”, como decía Jaime Gil de Biedma. Y como reza en el poema de título homónimo, DeCopete y García debería tener presente que más allá del ruido de la prensa, de los críticos, de los congresos y revistas especializadas,… la poesía no es farándula, sino algo muy serio y que tiene sus peligros, algo “que acaba pareciéndose/ al vicio solitario”.
Hecha esta advertencia, toca escuchar a otro de los nombres propios de la poesía última –o penúltima- en español, al madrileño Luis Antonio de Villena. Se podría afirmar que de Villena, miembro por cierto del jurado del Premio Loewe, apadrina a un buen discípulo, introduce y acomoda en la escena poética española a un joven autor con el que comparte un tono poético que podríamos definir como ‘clasicismo homoerótico’. A este hecho hay que añadir la influencia directa del propio de Villena en el novel DeCopete puesto que, por ejemplo, en la última sección de La ciudad de las delicias resuena constantemente el verso final de un poema –‘Que la mala vida es maravillosa’- publicado por de Villena a finales de los 80:”…que jóvenes mueren quienes los dioses aman”.
No parece lógico empezar por el final de La ciudad de las delicias, aunque todo depende de la perspectiva. No obstante, respetemos el devenir del tiempo, el paso de los años que propone el libro de DeCopete.
Durante ‘Días de 2007’, primera parte de La ciudad de las delicias, asistimos al despertar a la vida en sus rincones menos convencionales, más lujuriosos –y, por lo tanto, más reveladores- de un joven que va descubriendo las delicias de la ciudad que lo acoge como estudiante, Barcelona, y de paso va adentrándose como nunca en sí mismo, en el autoconocimiento. En la segunda parte del poemario, ‘Días de 2008’, la efervescencia de las noches y el sexo van perdiendo fuelle porque “…Las manzanas mordidas/ dejan el gusto amargo de una falsa promesa…” (Felipe Benítez Reyes dixit en su poema ‘Confidencias’ del libro Los vanos mundos). Entonces es la hora de descubrir serenamente el velo a algunas verdades: uno, el amor es algo muy serio que requiere esfuerzo –‘El muro de los tequieros’-; dos, el tiempo hará su trabajo en los deslumbrantes y bellos cuerpos juveniles –‘Atleta’-; o, tres, “En el silencio y la austeridad se construyen los grandeshombres” –‘Lecciones griegas: las sirenas’-.
Poco a poco avanzan los años, los poemas, y llegamos a la tercera sección del libro –Días de 2009- que posee una relevancia y una proyección que traspasa los límites de la propia obra. En ellos se apunta a un futuro poeta que quizá se encuentra latente en este poemario, a un poeta que, una vez agotados los cartuchos de la legítima emulación de los maestros y medio resueltas las contradicciones de la edad a lo largo de las dos primeras secciones de La ciudad de las delicias, busca un camino no hollado por otros poetas, la tan anhelada voz propia, una personal e intransferible personalidad poética. Asistimos a la derrota y al funeral literal y literario de unos personajes poéticos y de una voz que se despiden de los años de formación de la adolescencia, del viejo-joven Sergio DeCopete, para adentrarse en la serenidad, en lo profundo, en el pretendido camino hacia la belleza y la sabiduría verdaderas.
En esa búsqueda puede suceder, como le ha ocurrido a otros muy jóvenes poetas españoles en el momento de su primera publicación –véase, por ejemplo, Carlos Pardo con El invernadero-, que DeCopete reniegue de éstos sus primeros poemas porque el camino aún por explorar le conduzca a sonrojarse de sus inicios como poeta. No obstante, como en el libro primerizo de Carlos Pardo, en La ciudad de las delicias hay hallazgos y maneras que pueden perdurar a lo largo de la obra futura de DeCopete, que prometen, si el autor mallorquín no se deja embaucar por los cantos de sirenas del clásico griego, un poeta altamente recomendable.

20 abril 2010

¿Qué es la posmodernidad?

Mejorando lo presente
Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes.

Martín Rodríguez Gaona

Caballo de Troya, 2010

ISBN: 978-84-96594-40-1

270 páginas

16,90 €



Rafael Suárez Plácido


En los últimos años asistimos a la llegada de antologías y estudios que nos hablan de la poesía última y diferente en España. Entre estos estudios citamos Singularidades, de Vicente Luis Mora (Bartleby, 2006) o el sonrojante Postpoesía (Anagrama, 2009), de Agustín Fernández Mallo. Ambos libros, más el primero que el segundo, están en el origen de este Mejorando lo presente, del peruano Martín Rodríguez Gaona, que subtitula: Poesía española última: posmodernidad, humanismo y redes, y que edita la barcelonesa Caballo de Troya.

Vicente Luis Mora escribe que la poesía mayoritaria es “normativa.” Se refiere a la Poesía de la Experiencia y muy especialmente a su líder espiritual: Luis García Montero, a quien convierte en el gran beneficiado de un estado de cosas que, según Mora, resulta empobrecedor. El problema es que gran parte de los defectos que denuncia en esa situación los hace suyos, cayendo en ellos de forma lamentable y, a veces, hasta risible, como cuando elabora un posible canon de la poesía actual y la mitad de los autores son cordobeses y amigos suyos. Él lo explica, refiriéndose en este caso a dos de ellos, diciendo que son amigos suyos precisamente porque escriben bien. Claro.

Cuando Mejorando lo presente cayó en mis manos, y conociendo de antemano la admiración de su autor por el cordobés, pensé que me encontraba ante otro intento de justificar lo injustificable. Pero no es así. Rodríguez Gaona es mucho menos virulento en sus ataques y argumenta con más consistencia lo que expone.

En la interesante introducción, expone algo sobre la situación actual en la poesía española, sintetizando buena parte del contenido teórico del libro. Comenta que lo que pudo ser un duelo enriquecedor y decisivo entre los poetas y críticos “de la Experiencia”, y los que él llama “esencialistas” se quedó en una argucia publicitaria que los situaba a ambos en el mercado: “produjo un falsa dicotomía, simplista y maniquea, (…) muy beneficiosa para los intereses comerciales de los medios periodísticos y las editoriales, por su afinidad con la sociedad del espectáculo:” Y que esta situación, inevitablemente, llevó “al ocaso del lector burgués y del proyecto ilustrado.” ¿Qué ha hecho que esto cambie, según él? “… la revolución tecnológica representada por los ordenadores e internet y por el mundo globalizado…” Y aunque pueda parecer que esta situación relegaría la expresión escrita a un segundo término, no es así, porque “el arte verbal mantiene su vigencia en la era postindustrial como un reflejo primordial de la experiencia humana.” Y aun dentro del arte verbal, “la poesía representa una crítica y ruptura con lo dominante, y esta es probablemente su importancia y la raíz de su vigencia.”

A continuación citando a Lyotard sitúa el término “posmodernismo” en la historia reciente y nos da algunas pistas de lo que vamos de encontrar en el creador posmoderno: su obra no ha de estar sujetas a normas establecidas, porque es la propia obra la que las establece. Lo cierto es que cuando leo algún libro que me interesa, encuentro esto. Estas normas que según el autor encontramos en la poesía no posmoderna, nos devuelven a García Montero que, con el amparo inicial de Juan Carlos Rodríguez, es quien decide cuáles son los postulados básicos de la Poesía de la Experiencia.

Cuando habla de propuestas narrativas posmodernas, las enfrenta a autores jóvenes que las editoriales lanzan para marcar su terreno con cierta sobriedad, y menciona a J. M. de Prada y a Espido Freire. Lo que me parece un disparate es decir que en poesía ocurre algo semejante con varios autores, entre los que sitúa a José Luis Piquero. ¿Habrá leído Rodríguez Gaona sus libros?

Los problemas que, según él, se encuentran los autores posmodernos nacen de las propias necesidades del mercado. Habla de la expansión demográfica y la búsqueda de un espacio propio. Esto se ve en las reseñas en los medios nacionales y en la deficiente y carísima distribución en librerías. Estos dos hechos hacen que las editoriales apuesten por nombres con un prestigio consolidado o por los premios literarios. La clave del análisis del libro viene a continuación:
“Así, las pequeñas editoriales o la autoedición, podrían hacer innecesario este circuito más formal. Sin embargo no es tan claro, porque estar dentro de ese circuito consolidado es lo único que hoy día te da estatus poético, que te permite estar en los recitales, actividades conmemorativas y eventos que, sufragados con dinero público, significan en la actualidad la verdadera retribución económica del autor.” No sólo es un tema económico, también es cuestión de prestigio.

A continuación ofrece una serie de reseñas sobre los autores que más le interesan. Lo encontramos muy desigual. Apostamos por Pablo García Casado, por Manuel Vilas, por Mercedes Cebrián, por Juan Antonio González Iglesias y probablemente por alguno más. Eso sí, echamos en falta bastantes nombres.

Finalmente dos reflexiones más, una reflejada en el libro y otra no: algunos de estos autores y, probablemente, con el tiempo irán siendo más, están siendo absorbidos por el sistema, por las editoriales más potentes del mercado. Es el caso de Vilas, González Iglesias o el paladín Fernández Mallo, que son ya valores seguros de mercado. No nos extrañaría que lo próximo de Mercedes Cebrián lo publique otra editorial del mismo grupo que la suya actual. Vicente Luis Mora ocupa plaza en un Instituto Cervantes. ¿Seguirán siendo posmodernos?

En Singularidades, Mora hablaba de la necesidad de estar, no de ser. Es cierto. El mayor atractivo de las redes que circulan por internet, los blogs y todo ese aparataje es que se te vea mientras más mejor. Publicidad. Hace unos días, alguien me decía que había enviado su libro de poemas a una editorial “emergente” de Sevilla. Le respondieron que era interesante, pero que tenían que conocerlo más y que para ello, tenía que crear un blog. Uno va entendiendo poco a poco las cosas. No es tan difícil. Mejorando lo presente es un libro valioso para ir comprendiendo algunas cosas. Nos gusten o no.

19 abril 2010

Insoledables

Pájaros de América

Lorrie Moore

Salamandra, Letras de bolsillo, 2009

ISBN: 978-84-9838-255-6

285 páginas

7,90 Euros

Traducción de María José Galilea Richard




Javier Mije

Hace ya unos años, demasiados años, el buen criterio de un editor desterró al purgatorio de las ideas ineficaces mi pretensión de llamar a un libro de relatos con el fatuo y rimbombante título de Los insoledables. No sé, la verdad, si el título que prevaleció es mejor que éste, y si la frustración de no haberlo utilizado entonces me llevará un día a comprar una finca y bautizarla de tan inédita forma para convertirla en camposanto. Está el cementerio lisboeta de Los placeres. ¿Pero no sería el nombre del mío, digamos, más realista? Les cuento esto porque acabo de regresar de un apasionante viaje entre seres tan solitarios que parecen condenados a la misma orfandad que los muertos. Seres cuyo desamparo parece no tener ni consuelo ni remedio en esta tierra. El cielo se ha cubierto de cenizas estos días. Las agencias de noticias atribuyen la causa a la erupción del volcán islandés Eyjafjallajoekull. Yo creo que mienten: es el rastro de dolor que han dejado en el firmamento unos Pájaros de América.
Lorrie Moore es sobre todo un estilo. Es propio del género breve ganar en la observación y los detalles el vigor que no alcanzaría sólo a través de sus anecdóticos argumentos. Esta premisa se cumple a rajatabla en estas páginas. Fácilmente olvidaremos –con alguna excepción, porque a duras penas nos quitaremos de la cabeza la pesadilla narrada en Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica- la peripecia contada en la mayoría de estos relatos. Moore se centra primordialmente en los conflictos, las contradicciones, los miedos y la complejidad de personajes que suelen actuar en la sístole de algún impulso que los lleva en el mejor de los casos a un poco reconfortante recorrido de ida y vuelta. “La vida es como un largo viaje por un vasto país. A veces hace buen tiempo. A veces hace mal tiempo. A veces es tan malo que el coche se sale de la carretera” (Pág. 117). Lo accidentado del viaje se debe casi siempre a la precariedad de los instrumentos de navegación: “No le habían dado las herramientas adecuadas con las que construir una vida de verdad: eso era. Le habían dado un sobre de sopa y un cepillo de pelo, y le habían dicho: “Espabílate”. Se había quedado allí durante años, pestañeando, confundida, cepillando la sopa con el cepillo”, en Dispuesta. Un viaje que causa extrañamiento –uno de los recursos estrella de Moore-, como el que siente Abby en Que es más de lo que puedo decir de ciertas personas al acomodarse en un coche británico: “sentarse en lo que debería ser el asiento del conductor, pero sin el volante, de repente le pareció un símbolo de algo”. O “se apretó mucho el cinturón de seguridad, como si ella fuera algo salvaje, un animal o una estrella”, en Vida en comunidad. Un viaje en el que estamos perdidos y donde no hay instrucciones de uso ni brújulas ni cartografía que nos permita comprender a nuestros semejantes: “por lo general, la gente no era mapas de carreteras. La gente no era ni jeroglíficos ni libros. No eran historias. Una persona era una colección de accidentes. Una persona era un montón infinito de rocas con cosas creciendo por debajo”, en Si es lo que te apetece, vale.

Qué necesidad de amor tienen las criaturas de Pájaros de América. Tanto que a veces están dispuestas a venderse en saldos a cambio de un abrazo, aunque no sea de la mejor calidad, como un preso que “necesita la comida de la cárcel aunque sea poco abundante”. Si alguien toma la forma de un gran amor es “sólo para luego mostrarse como un alienígena que tiene que subirse a una nave espacial para volver a su planeta. Aunque en la vida real, por supuesto, raras veces ves la nave. Normalmente lo que hay es sólo un montón de borracheras, balbuceos y alguna que otra cabezadita en la sala de estar”, afirma Ruth en La agencia inmobiliaria. En fin, creo que como muestra es suficiente. Este libro esta lleno de una luz muy intensa, aunque los focos iluminen un escenario cutre donde predomina la tristeza. Si la tristeza les parece triste es mejor que no lo lean. Yo sintonizo con estas historias. Creo que lo que Moore viene a decirnos es que la vida duele sólo por ser lo que es y no otra cosa cualquiera, que la vida no sólo va “en serio”, como escribió Gil de Biedma, sino que arrastra además “la sombra sentimental de no ser otra cosa sino eso mismo”. Abróchense el cinturón de seguridad o, si disponen de tiempo, háganse novelistas. Al fin y al cabo el arte, sugiere Moore, “comienza cuando un momento de dolor se mezcla con un momento de aburrimiento”.

16 abril 2010

Magisterio churrero

El símbolo perdido

Dan Brown

Planeta, 2009

ISBN: 978-84-08925-4

590 páginas

21,90 €

Traducción de. Claudia Conde, Mª José Díez y Aleix Montoto

Daniel Ruiz García

“Los escritores de thriller envidiosos se desesperarán, los que dudaban y creían que no sería posible un nuevo éxito descubrirán que estaban equivocados, y los lectores lo disfrutarán. Dan Brown lo ha vuelto a conseguir”

Publishers Weekly


Los tiempos que corren demandan un tipo de literatura como la que hace Dan Brown. Una literatura altamente ecológica, respetable con el ecosistema y que apuesta por las energías (lectoras) renovables. Una literatura hipocalórica, que no engorda ni se pega al riñón, y que es perfectamente reciclable. Aguanta en la muela el tiempo que dura el caramelo. Sin azúcar, por supuesto. Pura literatura para el siglo XXI, el siglo de lo etéreo, de la cultura light, de la disolución de los formatos físicos, de lo intangible-superfluo. La literatura para la nueva era de la Economía de la Sostenibilidad.


El nuevo libro de Dan Brown, El Símbolo Perdido, contiene en sí mismo, y de forma bastante visible, todos los ingredientes que hacen posible esta receta prodigiosa. Una receta que en principio parece sencilla. Paso a detallar el modo de preparación:


1.- Adquiérase una pose de escritor serio. Que la obra lo merezca después o no, eso ya es otra cosa. Lo importante es la pose. Nada de corbatas y de chaquetas, ni, en el extremo opuesto, de camisetas por fuera, como si el escritor fuera un dependiente de una tienda de Apple. Si hay canas, eso ayuda. Lo ideal es la composición intelectual de cuello vuelto, con jersey de color negro si es posible. Mejor no mirar a la cámara en las fotos. O si se hace, cruzarse de brazos, o meter las manos en los bolsillos. Ocultar, sugerir, huir de la evidencia. La mirada penetrante es decisiva. La pose debe ir acompañada, por supuesto, de titulares que denoten inteligencia, profundidad. Hay que pulir las respuestas a la prensa, siempre perspicaces, agudas. Por ejemplo: “No hay peor enemigo de la religión que la apatía. Aunque los jóvenes tienen un sustituto: la tecnología”. (El Mundo, 30/10/09); o: Siempre bromeo que a mis personajes no les importa nada cuántos libros haya sido capaz de vender. Son tan difíciles de controlar como siempre” (ABC, 29/10/09).


2.- Genérese intriga desde la propia portada del libro. Nada de sobriedad en el diseño de las portadas. Cuanto más chirriante y pinturera, mejor. Por supuesto, con su poco de referencia explícita. Tal es el caso: a lo lejos, perfil del Capitolio. De cerca, un sello antediluviano. Ah, sí, se me olvidaba: símbolos, por supuesto. Grabados indescriptibles, caracteres de lenguajes perdidos, cuanto más antiguos mejor. Nunca viene mal un ojo incrustado en una pirámide, aunque esto no es estrictamente necesario.


3.- Constrúyase toda la estructura mediante planteamientos cinematográficos. No hay capítulos, hay escenas. Con varias escenas se construye una secuencia. Todas las escenas, por supuesto, muy dinámicas, muy vibrantes, que deben tender a cerrarse casi con la palabra en la boca, con acción, con la promesa de no se detengan, enseguida más. Escenas pensadas para ser dirigidas por Ron Howard, o por James Cameron, o por Robert Zemeckis, todo en esa línea palomitera y de mascletá. El planteamiento visual debe prevalecer por encima de todo. No se cuenta, se describe lo que se ve. La lectura debe llevarnos a pensar en imágenes, como hacen los autistas. Y el estilo de escritura ha de parecerse muchas veces a un guión cinematográfico antes que a una novela. Todas las descripciones de ambiente, de paisajes, de interiores, etcétera, se deberán realizar a través de párrafos que funcionen como acotaciones. Sólo que no deben llevar los típicos encabezados de SECUENCIA 3. EXTERIOR NOCHE. Esto sí lo llevará el guión de la película, una vez que la hagan, pero de momento en el libro no debe aparecer.


4.- Rebájese cualquier tipo de aspiración estilística o estética en relación con el lenguaje. Cuanto más simple y directo, mejor. Rehúya de las metáforas que no se desenvuelvan en el terreno del lugar común. Busque imágenes que cualquiera pueda asociar y reconocer por encima de su nivel cultural. Que no haya una sola palabra que el lector deba buscar en el diccionario. El lector de su libro estará casi siempre, no lo olvide, en la piscina, o en la playa, o en el metro. No tendrá diccionarios a mano, y le irritará que Vd. se ponga erudito. El narrador siempre ha de ser omnisciente, pero un omnisciente tramposete, así, juguetón. Si el personaje piensa algo, no se sonroje, Vd. délo a conocer, transcríbalo de forma entrecomillada, tal cual, en plan estilo directo. O si esto no le convence, póngalo a hablar, aunque el personaje esté solo y nadie le escuche y no tenga sentido pues que exprese lo que piensa. Eso ya se hacía en el teatro clásico, y por tanto no hay fallo: es un recurso con pedigrí.


5.- Sazónese bien de Teoría de la Conspiración. Ahí tiene Vd. que ser generoso. Nada de timidez, dispense la especia a granel. Para que nos entendamos, la cosa siempre está en decir, por el camino que toque (cristianismo, Club Bildelberg, ahora masonería), que hay una realidad oculta donde se mueven a sus anchas una serie de Poderosos que son los que verdaderamente Gobiernan el Mundo. Que el poder real se ejerce desde la sombra. Que nada de lo que existe es verdad, porque la verdadera realidad nos está vedada a la mayoría de los mortales. Para construir la trama conspiratoria, no tenga reparo, incurra en la barbaridad más disparatada que se le ocurra. Mezcle a egipcios con especialistas en software, junte a chamanes con masones, y déle a todo una apariencia de veracidad. Una vez que entren al trapo, no lo olvide, los lectores aguantarán todo lo que a Vd. se le ocurra fabular.


6.- Fabríquense personajes que sean, como el lenguaje, lo más planos posibles. Los malos tienen que ser muy malos, y los buenos muy buenos. El malo, por supuesto, de modalidad sibilina, enigmática, que induzca un poquito a la confusión. Para que sea malo malo tiene que reírse de forma terrorífica, y debe ser muy astuto en todo lo que hace. El personaje, esto es impepinable, que nunca se desvíe de su arquetipo. Que sea como un muñeco al que vemos venir en todo momento. Si hay giros, que los marque la trama, pero si hay una hacker extravagante cuya vida sentimental es un desastre capaz de resolver cualquier enigma informático, que siempre y en todo momento ejerza como una hacker extravagante cuya vida sentimental es un desastre capaz de resolver cualquier enigma informático. En materia de personajes, el camino siempre recto, nada de curvas mareantes.


7.- Una pizca de tensión sexual. Aquí sí hay que andar con cierta contención. Como mucho, un pellizco. Lo justo para que la novela retenga algo de sabor, lo necesario para convencer por igual al adolescente y a la abuela. Sicalipsis, la precisa. Tiene que haber un personaje femenino atractivo, pero nada de dobles fondos ni de recovecos de personalidad complicados. Una oriental está bien. Una oriental que, como es el caso, ejerza claramente su poder porque sea, qué se yo, directora del Servicio Nacional de Inteligencia. Así abrimos la puerta a la dominación sexual pero sin decirlo, sólo sugiriéndolo, como el que no quiere la cosa. Cuidadito con enseñar un pelo, cuidadito con los capítulos (perdón, las escenas) de encamamiento. Téngalo claro, es de las cosas que restan lectores.


8.- Déjese un pastizal de caballo en publicidad y promociones. Esto es absolutamente necesario. Haga una planificación de medios demoledora, que impida cualquier réplica. Que no sólo embadurne de publicidad los periódicos, sino que también se dirija a los nuevos medios. Internet, of course. Blogs, redes sociales, marketing viral. Vallas, mupys, cualquier superficie promocionable. La disidencia crítica debe reducirse a espacios como éste, dirigido a esos contados frikis que todavía leen libros que no se venden en Carrefour y en los duty-frees. La noticia de la salida del libro debe concebirse como un acontecimiento literario. Y la promesa de la película debe anunciarse prácticamente desde la propia puesta en venta de la publicación. El remate, la guinda, la pone el propio lector, cuando él solito llegue a su determinante juicio crítico final: “Qué quieres que te diga, el libro es mejor que la película”.


Seguir todos estos pasos es sencillo, la fórmula no tiene ningún secreto. Sin embargo, por más vueltas que le doy, hay algo que sigue sin cuadrarme: por qué el señor Brown es el único capaz de aguantar meses y meses en el primer puesto de los libros más vendidos en medio mundo. Cómo es que no hay nadie capaz de hacerle sombra. Al final va a resultar que hacer churros no es tan sencillo.

15 abril 2010

Kukuxumuxu literario

Bilbao-New York-Bilbao

Kirmen Uribe

Seix Barral

Premio Nacional de Narrativa

ISBN: 9788432212802

208 páginas

19 €


Jabo H. Pizarroso

Siento una inquieta confusión tras la lectura de esta novela de Kirmen Uribe. Y esta pegajosa confusión, lo aviso de antemano, puede derivar en una reseña larga, extensa, y con final de trayecto en un puerto tan confuso como este libro. He leído su traducción al castellano, la publicada por Seix Barral. Reconozco que no he entendido la novela que está escrita en este libro. Tampoco entiendo la novela que no está escrita, la que el autor pide que el lector invente y haga suya. Creo que es un libro fallido. Jon Kortazar habla de un nuevo canon en la literatura vasca a partir de este libro. “Una revolución tranquila”, he leído por ahí.

Una novela avalada por el Premio Nacional de Narrativa desgraciadamente no genera debate alguno, se asume sin más como intachable y sanseacabó. Pero si dejamos a un lado esto y nos centramos en el libro podemos encontrar pistas que expliquen: primero, ¿por qué un libro así está donde está?, y segundo, ¿por qué la literatura vasca ha tomado este camino?

El principal cometido de este libro se oculta tras un viaje del propio autor desde Bilbao a Nueva York para dar una conferencia sobre poesía. Ese viaje es un hilo de pita sobre el que quedan prendidas multitud de historias y recuerdos familiares que el propio autor ha ido anudando como cebos a ese hilo para buscar a su abuelo Liborio, para descubrir en qué ha quedado hoy el mundo de la pesca, para encontrar por qué es posible ser amigo en buena lid de alguien cuando las diferencias ideológicas quiebran la amistad o hacen peligrarla, léase historia de Arteta e Indalecio Prieto.

Liborio, el abuelo, y el padre del narrador, un pescador que vio olas de una altura de siete plantas en los mares de Escocia, que contaba a sus hijos que tenía otra familia y otros hijos en una isla, que pescaba como nadie, son la diana doble oculta tras esta historia. Existe desde el inicio del libro una búsqueda de la identidad muy marcada, algo que ocurre casi siempre en muchos autores vascos. Tiene su lógica. Kirmen Uribe narrador trata de hacer un repaso a la historia de su familia, a su pueblo y a la historia del Pais Vasco y de la España de los últimos cien años desde una narración sin conflictos de intensidad, desde una búsqueda que no traduce grandes cosas, pero que le permite ir reconociéndose en sus antepasados y llenando de proverbios y “consejas” inocentes su oficio como escritor y poeta hoy en día. Es una búsqueda de la identidad como narrador del propio Uribe desde la atalaya de un Pais Vasco blandito y bucólico.

Jon Kortázar ha dicho que este libro es un manifiesto, ¿en qué sentido? “Este libro es el manifiesto de la muerte de un tipo de literatura de autoficción”, ó “Este libro manifiesta que la metaliteratura fragmentaria está descompuesta y deja de ser literatura con este libro”, ó, “Este libro manifiesta que la literatura blanda-light será la literatura del mañana”. Digo todo esto y no digo nada, nada concluyente. Hasta Kirmen Uribe es consciente de este asunto en sus trasiegos metaliterarios a lo largo de esta novela cuando rescata unas palabras de David Foster Wallace poco tiempo antes de suicidarse. Foster Wallace dijo que toda literatura sin emoción no es nada. En este libro la emoción aparentemente sencilla, cuidada, es floja y susurrante, y es tan mínima como un kukuxumuxu que no besa nunca al lector. No pido mordiscos, solamente besos, en este caso, con eso me habría conformado.

Pero, esta novela puede que tenga un interés si cambiamos nuestra óptica, nuestra manera de enfrentarnos al libro. Puede resultar interesante como novela si tratamos de desentrañar el sentido último que posibilita la proliferación de huecos dentro de su estructura, las elipsis en la línea de la no-novela. Porque se trata de una novela hecha a partir de la secuencuación de los momentos no novelables de una novela, la novela que debe crear el lector, los momentos aburridos, los espacios silenciosos que nunca se cuentan, para contarlos tal y como son, en pleno apogeo del aburrimiento. Esa propuesta es elogiable. Y digo propuesta porque es solo propuesta. A mi me recuerda un poco, aunque nada tienen que ver, a las propuestas de silencio fílmico, de búsqueda de puntos de trama no dramáticos y siempre literales del cineasta Jaime Rosales. Pero esa posible novela no es la que ha querido escribir Kirmen Uribe y esa novela por eso no está escrita aquí.

Los peces y los árboles. “El barco sobre la mar/ y el caballo en la montaña”. Lorca fue a Nueva York a eso mismo, a cambiar sin saberlo el canon, él también vio el asesinato masivo de animales de granja para alimentar a una población deshumanizada. Ese retazo, ese homenaje a Lorca está en este libro pero de manera muy lejana, como una voz aquejada de tiempo y olvidada.

Kirmen Uribe se enhebra y se encomienda a la tradición oral de la literatura vasca. Pero lo hace de forma light, dulzona, tratando de buscar un pasado y una memoria sin encontrar nada y al no encontrar nada tampoco pasa nada y al no pasar nada ocurre lo que un escritor siempre teme que ocurra cuando se imagina al hipotético lector leyendo la novela que está escribiendo. Y al imaginárselo se imagina lo peor, que el lector levante la vista del libro y pronuncie la sentencia más horrible que oídos de narrador escuchar pudieran: ¿Y? Acabé de leer este libro y yo, aunque no quería, pronuncié esa conjunción sin función. Pero no hagamos sangre de todo esto, porque ya digo que hay otra manera de leer este libro, desde otra óptica, desde la óptica de entender esta novela como el manifiesto de la no novela. Pero solamente eso.

Que luego se le puede echar flocklore a la cazuela y hablar de las mejores imágenes filmadas nunca por un cineasta concha de oro de San Sebastián, cuando filma a una niña senegalesa que juega a cazar mariposas con una sábana y las dos hablan eusquera. Se puede flocklorizar con Arteta y con el hecho de que las cosas barnizadas, pues, pues sí, son otra cosa, están barnizadas, nada más. Y si seguimos esta contratesis elogiosa sobre una novela en principio fracasada pero desde otro punto de vista altamente vanguardista, topamos con algo sorprendente, algo que desmenuza estas dos tesis y a mi, literalmente me ha dejado helado, no se si de calor, de gusto o de frío. Casi al final, cuando el avión empieza a tomar tierra en Nueva York, aparece en una secuenciación paralela el aterrizaje del avión junto a la explosión de una bomba en una comisaria de la Ertzaintza en el Pais Vasco. ¿Para qué? ¿Qué tiene que ver todo esto con la recreación de un País Vasco parnasiano y de vergel? Y lo más extraño de todo, ¿qué ocurre al oír al narrador decir esto?: ocurre algo sorprendente, ocurre que al oir esto, uno se da cuenta de que la historia oculta del narrador es ésta y la otra la historia de la no historia es una metafición que ha cegado una realidad de la que es difícil hablar. Digo esto porque yo, hasta ese punto estaba en otra, y estaba en otra tesitura narrativa.

Pero sigo, sigo con la contracrítica a esta crítica. Puede que exista una organicidad verosímil en cuanto a esta decisión de estructurar narativamente una obra como ésta en base a una desestructuración fragmentaria. Narradores que van a saltos, a trozos, debido a un impacto brutal en su vida y que ya no es que no recuerden los momentos nucleares y también traumáticos de su historia, sino que se quedan en el recuerdo de los otros, los momentos redondeados, sin aristas ni filo, aquellos que no asertan de manera determinante los orígenes de esa dislocación narrativa. Y si a esto añadimos el espacio, el aire, parece que estamos a punto de ordenar conclusivamente este libro. El narrador viaja desde Bilbao a NuevaYork. El lugar desde el que cuenta su pasado mediante trozos blandos es el aire, en contraposición a la tierra. Rebusca en su tierra desde el aire.

Y todo esto no tendría ningún sentido sin ese capítulo 21 titulado curiosamente “Tomar Tierra”, que es el capítulo donde se establece ese montaje narrativo paralelo entre el aterrizaje en el aeropuerto de Nueva York y dos hechos: una bomba que rompe los cristales de la casa del narrador porque ha explotado muy cerca y una mujer que recoge los cristales de una ventana y que el narrador observa desde su mirada tierna de 10 años. “Me he fijado en la mujer de la casa de en frente. Recoge los cristales de la ventana rota. A su marido lo mataron en 1980 los paramilitares. Su hija venía conmigo a clase. No tenía más de diez años. Ésa fue la primera vez que me di cuenta de la gravedad del conflicto.”. ¿Es ésta la clave de una interpretación de esta novela contraria a la interpretación negativa que se ha hecho al principio de esta crítica? Hasta este momento ese asunto, el de las bombas, la violencia, no había aparecido. ¿Y el hecho de que aparezca de manera tan certeramente confusa qué nos indica? Es decir, ¿el hecho de que se hable de “el conflicto vasco” solamente mediante la palabra conflicto, eludiendo su adjetivación, dando por sentado que todos los lectores conocemos de qué se trata y por ende dando por sentado que todos los lectores conocemos que aunque sea un hecho que marca al narrador desde la infancia, debido a su gravedad y dureza ha generado un trauma tan agudo que su verbalización concreta y sin rodeos ni elusiones resulta imposible para el propio narrador?

Pero no acaba ahí, cuando el avión aterriza, un enigmático e inquietante mensaje llena con sus palabras la pantalla del móvil de Renata, la compañera circunstancial de vuelo del narrador. “Please, help me”. Siguiendo otra vez esta contracrítica nacida de esta crítica, opino que este mensaje es algo que actúa de espejo para el narrador, como si el narrador fuera el origen y la voz de ese mensaje, pidiéndose ayuda a sí mismo, ¿para qué? Para recuperar la memoria de trozos duros, tramáticos y traumáticos que de no ser por esa frase “ Ésa fue la primera vez que me di cuenta de la gravedad del conflicto”, nunca habríamos supuesto. Este narrador que a partir de esto último podemos entender y aventurar se encuentra en un estado de fuga disociativa o de amnesia disociativa consciente, puede que sí merezca el Nacional de Narrativa, no él, es decir, él no, su creador, en todo caso. Pero de cualquiera de las maneras todo esto son interpretaciones huecas y de alguna forma conjeturas, ya no sólo sobre los peces y los árboles, sino acerca de los peces de la amargura. Y eso es harina de otro costal. Supongo que el costal de la próxima de Uribe. Creo que empezada ya en ésta, en la organicidad o desorganización preparatoria de esta novela hacia otra novela traumática, en el mejor sentido de la palabra.