13 septiembre 2010

Imágenes de una vida

Autobiografía sin vida

Félix de Azúa

Mondadori, 2010

ISBN
: 9788439723226


176 páginas

17,90 €





Manolo Haro


Todo individuo transita por el mundo sublunar cargado de las imágenes que ha ido subiendo al remolque del subconsciente en todas las estaciones de su vida. Aunque tales imágenes puedan ser personales (leídas, oídas, soñadas o creadas por uno mismo, aunque esto último sea bastante improbable), entre todas ellas hay algunas que compartimos dentro del imaginario colectivo en donde nos bañamos unos y otros, bien por formación, bien porque no nos queda escapatoria para zafarnos de representaciones a las que estamos ligados culturalmente por el espacio y tiempo que habitamos. Doris Lessing, en su discurso ante el auditorio del Teatro Campoamor cuando recibía el Premio Príncipe de las Letras de 2001, defendía la excelencia de antaño, la cual hacía que un entramado de asociaciones culturales fuera compartido entre personas de diferentes puntos del planeta: un habitante cultivado de Noruega, de Argentina o de Italia podían mantener una animada conversación sobre Flaubert, Dostoievski o Shakespeare. Las letras llegaban antes que la pintura o la arquitectura.

Hoy día el sinfín de imágenes que pasan por delante de nuestros ojos es de tal magnitud que algún iluso puede llegar a pensar que en ese mar infinito difícilmente recalaremos en islas comunes, pero no es así. La imagen banal, televisada o lanzada a la red, es multiplicada hasta el infinito para que se cuele en nuestro mundo personal hasta constituir un entrelazado y tupido manto en el que se van olvidando otras representaciones de mayor calado cultural. Si hiciéramos la prueba colocaríamos un cuadro de Giovanni Bellini (cualquiera de sus Madonnas) junto a una fotografía de, por ejemplo, Angelina Jolie y veríamos el resultado. Una persona culta de hace un siglo podría hojear el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (79 paneles, publicados por Akal hace un rato, donde el historiador colocó con pinzas fotos de cuadros, imágenes de prensa o publicidad con los que ilustraba ámbitos temáticos como la expresión del sufrimiento, el pathos de la destrucción, el rapto, etc.) y reconocer gran parte de sus componentes como recorrido cultural desde los griegos hasta el fascismo y como memoria visual europea que era. Cada panel era un rizoma infinito, una ventana a la reflexión o, tal vez, un emblema.

Félix de Azúa (Barcelona, 1944), a la manera de Warburg, coloca en Autobiografía sin vida un conjunto de doce artículos sobre diferentes creaciones de la cultura occidental para ofrecer su panel personal, ligado más o menos a su existencia y a sus brillantes elucubraciones como profesor. Con este trabajo nos muestra agudas visiones en torno al fenómeno de la creación artística y un breve tratado de Estética traspasado por hitos pictóricos, escultóricos, arquitectónicos y literarios (aunque estos muy reducidamente) que concurren a la fiesta cargados de información sobre sus artistas, sociedades, épocas y maneras de ver el universo de cada una de ellas.

El viaje comienza con el arte rupestre de la cueva de Chauvet con sus cuatro cabezas de caballos, cuando el hombre basaba su animismo en la conciencia de que él mismo y la fiera pertenecían al mismo estadio de la Naturaleza. Luego, dejando ya esos primeros signos del hombre, se acerca al friso de Partenón para abordar el asunto de la belleza, la adolescencia y la destrucción. La cruz desentarrada del Gólgota, según la leyenda, por la madre de Constantino y convertida en astillas para asegurar su infinita presencia como reliquia en el mundo le ayuda a hilvanar su recuerdo en torno a la cruz ahuyentadora de demonios de la vida de los españoles de antes de la vida democrática. Quizás su artículo sobre las edificaciones góticas y las vidrieras, a partir de la catedral inacabada de Beauvais ofrezca uno de las más destacadas meditaciones del libro: la luz hizo desaparecer el mal y petrificó en gárgolas a sus embajadores en la Tierra, mientras que el nacimiento de la geometría arquitectónica mataba el genus loci, es decir, la sabiduría de los maestros, coaccionados por la pedantería de los arquitectos góticos que controlarán cualquier atisbo de genio individual. La inclusión de los doméstico, lo pequeño en la pintura holandesa a partir del XVII lo lleva hasta el cuadro Las botas de Van Gogh y comenzar de esta manera a divagar sobre la evolución de la pintura: el salto de lo real de la Corte a las calles del París revolucionario y su mejor cronista, encarnado por Jacques Louis David, el cual comenzará el arte comprometido por medio de su nuevo Cristo: Marat asesinado por Charlotte Corday. Y el viaje sigue ahora con el capricho número 12 de Goya, “A la caza de dientes” (una joven arranca un diente de oro a un ahorcado mientras se tapa el rostro con un pañuelo) , donde se muestra esa domesticación de lo siniestro que se conjuga en el Romanticismo y que el maño convierte, junto a lo feo y atroz de la guerra, en nuestra belleza, la de la Modernidad.

A partir de aquí y tras el inodoro de Duchamp, nos introducimos en el arte puro. El artista del siglo XX alberga la ambición de darle forma a sus voces interiores frente al caos exterior que lo devora. He ahí la asunción de los estados de ánimo únicos de cada artista, delatados por sus formas y colores y donde nos vamos encaminando hacia ese arte teñido de filosofía en el que se anuncia la muerte del mismo. Como epítome de este punto final, que paradójicamente inicia lo que se ha dado en llamar (no sin controversia) Posmodernidad, nos topamos con el famoso rojo Lithol de Rothko, condenado a desaparecer por su volátil composición y una y otra vez repasado por las pinceladas furtivas de mantenedores, comisarios y coleccionistas. Rothko no quiso quedarse a verlo y optó por el suicidio, tal vez sin saber que con él también se suicidada el arte. Para finalizar con este audaz recorrido, Azúa cita a Nathalie Heinich y su grado cero del arte contemporáneo cuando se refiere a James Lee Byars, obra de arte condensada en el propio individuo que se mostró como tal en el año 1972 durante la celebración de el Documenta 5 de Kassel. Es éste el año en el que al arte se asoman términos como performance, happening, conceptual, minimal, land art, etc. A partir de ese momento, y con el visionario Duchamp reflejado en el retrovisor (había enunciado hacía ya décadas su famoso “hay un montón de arte por todas partes, pero ningún artista”), los plagios, el manierismo y la trivialidad se instalarán en todos los museos de arte contemporáneo que las ciudades de provincia se han afanado en plantar en sus centros urbanos durante los últimos decenios del siglo XX.

Cierra el escritor su libro con los dos artículos que más se acercan a su biografía real. Una mirada rápida sobre la palabra poética no embalsamada, esa que surge en el día a día y que no tiene que ver nada con esa amarga sombra que la oscurece y que no es otra cosa que la literatura. Sesgadamente habla Azúa de que su inclusión en una antología (Los nueve novísimos de Castellet) hizo que lo que él había creado como mera poesía se atrofiara para siempre entre los técnicos engranajes de la Literatura con mayúscula. “Un final de novela” es un último pensamiento en torno a la novela y sus docientos años de esplendor donde sus hacedores no se resignaron a que se disiparan los tornasolados vapores de la poesía entre tanta prosa, luchando por ahuecar las alas del párrafo para darle cabida hasta el final.

Libro sincero y audaz, cruzado del humor que sólo Félix de Azúa, junto a unos pocos, sabe imprimir en cuestiones intelectuales. Si no han leído ninguno de sus ensayos háganlo pronto: Lecturas compulsivas o el Diccionario de las artes no les dejarán impasibles. Esta Autobiografía sin vida tampoco.

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