29 enero 2010

El guardián ha muerto

El guardián entre el centeno
J.D. Salinger

Alianza editorial-2007

978-84-206 6085-1

272 páginas

PVP 8€

traducción, Carmen Criado







Jabo H. Pizarroso

Ayer moría por la tarde a los noventa y un años Jerome David Salinger, autor de una de las obras narrativas más carismáticas y misteriosas del siglo XX. En Salinger confluyen leyenda y don de la genialidad a partes iguales y de manera absoluta. Guardián de sí mismo como nadie, guardián de la calma y de la tranquilidad, del desconcierto de lo íntimo, paradójico, “No cuenten nunca nada a nadie”.
Tras el éxito de El Guardían entre el centeno se recluyó en una casa de campo en New Hampshire de la que salieron en pocos años Franny And Zooey, Nueve Cuentos y dos novelas cortas para completar una obra que se quedó ahí, que no siguió creciendo. Vila-Matas lo incluye en su literatura del No bartlebyana y recrea ficticiamente un encuentro con él o con Holden Caulfield en un autobús neoyorquino. El guardián está publicado en España en Alianza editorial y en Edhasa. La edición que manejo es del año 1994, aunque existe una más reciente, del año 2007 en Alianza. Lo más probable es que se reedite en estos días nuevamente. Se trata de un libro que sigue viviendo, un long seller en toda regla. Se comercializan unos doscientos mil ejemplares cada año, según las estadísticas a las que he tenido acceso.
Seguramente que en este autor, como en algún otro, Carver, por ejemplo o Celine, vida y obra estén disociadas, puede ser, o por lo menos la grandeza de una obra como escritor y el carácter y benevolencia de una vida nada amable para con el mundo, sean las dos caras indisolubles de una misma moneda. Puede que a esa percepción ayudara el hecho de que no se dejara retratar nunca. Entró en el circo literario y cundo se dio cuenta huyó de él como de la peste. Pidió que le quitaran su foto de las solapas de su principal obra y se retiró. Su hija publicó hace unos años una biografía autobiográfica de su padre y de ella misma en la que le tacha de despótico, obsesivo, centrado en su mundo y generador de reclusiones mayúsculas entre las que se encuentra la de su madre, de la que Salinger se separó en el año 64. Pero no es nuestro asunto éste.
Toda obra que genera ese imán legendario se rodea de un halo externo de suspicacias y de realidades dudosa que parecen contrapesar el estímulo que tiene de fantástico una genialidad desorbitada. Y que nadie se lleve a engaño. El tipo que escribe las doscientas y pico páginas de El Guardián entre el centeno, el tipo que en una de las pocas entrevistas que concedió aseguraba que parte de su adolescencia estaba allí, en ese libro, el tipo que tras el éxito ciegamente deseado abandona fama, plaza pública, léase Nueva York, y se retira a sus aposentos para centrase en él mismo, ese tipo creador de uno de los personajes más cáusticos, escalofriantes, graciosos, irónicos, terribles y misteriosamente tiernos de la literatura debe guardar en sí mismo ese pozo profundo de animadversión contra el mundo y contra todo lo que le rodea que puede que le hiciera ser alguien no muy amable para con los demás. Tampoco me interesa eso porque nunca viví con Salinger. Lo lei, lo leo y lo seguiré leyendo. Esa es mi convivencia con este autor y a esa convivencia me debo.
A mí lo que realmente me importa es detectar esa aorta principal de la literatura necesaria hoy por hoy que a mi entender comenzó con el Preferiría no hacerlo de Bartleby y polinizó la literatura universal clonándose y renaciendo una y otra vez en personajes como Andrés Hurtado de Baroja, el Mersault de El extranjero, de Albert Camus, o en el protagonista de La Soledad del Corredor de Fondo, de Alan Sillitoe. Curiosamente Sillitoe y Salinger en virtud de las leyes alfabéticas imperantes en cualquier biblioteca regida por un orden normalizado, suelen compartir estantería con asombroso sentido fraternal.
Ese Bartleby polinizó como no a este Holden Caulfield y preñó su nacimiento. Misterio, desconcierto y transparente ironía para desenmascarar el mundo son a mi entender las armas de este personaje. A mí personalmente siempre me dejó clavado al asiento, al sofá, o a la cama que fue el lugar de mi primera lectura del El Guardián, (en una habitación insólita y desangelada de un piso de estudiantes frente al Pabellón de los deportes de la Comunidad de Madrid, puedo recordar cada elemento de esa estancia y cada momento de la lectura), digo que a mí uno de los pasajes que me abrió la llave a la fascinación por este personaje es el momento en el que visita a su profesor de Historia, a Spencer y mientras este le echa la reprimenda de turno, una charla paternal para que cambie de actitud porque le han echado del colegio, para que sea mejor chico, para que entienda las reglas del juego de la vida, Caulfield se evade y mientras le habla ese viejete con bata mal atada, piensa en el lago helado de Central Park de esta manera:
“Lo gracioso es que mientras hablaba estaba pensando en otra cosa. Vivo en Nueva York y de pronto me acordé del lago que hay en Central Park, cerca de Central Park South. Me pregunté si estaría ya helado y, si lo estaba, adónde habían ido los patos. Me pregunté donde se meterían los patos cuando venía el frío y se helaba la superficie del agua, si vendría un hombre para llevarlos al zoológico, o si se irían ellos a algún sitio por su cuenta”.
Siento, y más ahora que ha fallecido su autor, que la riada de interpretaciones que se han venido haciendo de este libro han acabado por reivindicar la figura de este personaje como el ídolo de la adolescencia turbia, sin futuro, descastada y nihilista que se apoderó del mundo occidental tras la segunda guerra mundial. Algunos apuntalaron esta tesis con ese detalle macabro, el asesino de John Lennon, aquel profeta del mundo naif pacifista leía el libro de Salinger. Tonterías. Lo que yo vi y veo en este libro es algo más, mucho más. En la conversación con su hermana Phoebe, casi al final del libro, Caulfield, desviando la atención sobre el hecho primordial que le atenaza, que le han echado de un colegio por cuarta o quinta vez, explica a su hermana su objetivo vital, su ideario más bien,
“Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar a donde van yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.”
Y páginas más adelante, el señor Antolini, “el mejor profesor que he tenido nunca”, que dice Caulfield, tras concentrarse en un pensamiento coherente y poder expresarlo porque no para de beber de beber de lo lindo, le otorga a Holden otra receta, otra advertencia para su futuro,
“Puede que a los treinta años te encuentres un día sentado en un bar odiando a todos los que entran y tengan aspecto de haber jugado al fútbol en la universidad (…) O puede que acabes de oficinista tirándole grapas a la secretaria más cercana. No lo sé. Pero entiendes adónde voy a parar ¿verdad?".
Preguntas retóricas. El señor Antolini parece que se lo está preguntando a sí mismo porque Holden lo entiende de primera mano, por eso actúa así, por eso le quita siempre la careta hipócrita a las cosas, un síntoma tan arraigado en la adolescencia y tan vastamente hundido dentro de la brutalidad primitiva emocional de un adolescente que con el tiempo queda sepultado dentro de cada uno y mata la vida por dentro, algo a lo que Cauldfield no está dispuesto a someterse, cuesto lo que cueste.
Caulfield revela mejor que nadie el estado gaseoso por el que pasa el ser humano al atravesar ese desierto humano que va desde los trece a los dieciocho años, y también cuestiona desde esa atalaya difusa, irresponsable, sí, irresponsable, y sin prejuicios, un mundo que se ha destruido a sí mismo porque ha destruido la ingenuidad y la inocencia con misil hace mucho tiempo. Un mundo que ha convertido el bimomio libertad-responsabilidad en miedo-inactividad adulta. Un mundo que engaña. Esos reos a golpe de tinta y pupitre de los que habló alguna vez Félix de Azúa que acaban convertidos en "hombres tranquilos", "tumbas de futuro" y buenos padres de familia, asesinos de la descendencia, aseguradores del estado de cosas y destructores del tesoro más oculto y más poderoso: la creatividad y su indisciplina rigurosa. ¡Cómo se parece Salinger a Thomas Bernhard!, ¡Vaya par! ¡Ese Caulfield todavía tiene que seguir polinizando la literatura!. El guardían murió. Los hijos de su religión lloran un poco y se ponen a escribir o a vivir que da lo mismo o lo mismo da. Saben que la calma no existe y que ya no quedan guardianes que salven a los críos del abismo, porque todavía se repite la misma historia, porque muchos chiquillos siguen, como no, suplicando ternura a los gatos. Murió el fiero y tierno gato Salinger. Amanece el mundo sin Salinger. Hoy es un buen día para el pez plátano, por supuesto.

28 enero 2010

Apaches remontando el Danubio

Apacherías del Salvaje Oeste

Javier Lucini

Mono Azul Editora, 2009

ISBN: 978-84-936469-6-7

496 páginas

20 €







Manolo Haro


El pasado año la Academia sueca volvía a trastocar cábalas y augurios en torno al Nobel de Literatura otorgando esta distinción a una autora, Herta Müller, en cuya obra los académicos valoraron su “capacidad para describir el paisaje de los desposeídos”. Leí En las tierras bajas, donde se ofrecen estampas de episodios ambientados en la Rumanía de Ceaucescu ligados espacialmente a los alrededores de Timisoara. La justicia poética que se le supone a este tipo de decisiones por parte de la Academia tiene más que ver con un ajuste de cuentas con la historia (no precisamente literaria) que con lo eminentemente artístico. Todo esto viene a cuento porque, tras la lectura de Apacherías del salvaje oeste de Javier Lucini, no he podido evitar pensar en unos desposeídos (los Apaches y demás tribus) que apenas cuentan con voces directas y vibrantes que hagan justicia a tantos desmanes. Este extraño, hermoso y atrevido volumen publicado por Mono Azul Editora viene a saldar cuentas con el pasado de una cultura ágrafa, con escasísimas huellas que se alejen del edulcoramiento, de la falsa épica y de las lecturas sesgadas, brindando además una excepcional forma de acercarse a la historia de los Apaches.
El origen de la obra está en la traducción que el propio autor realizó de las Memorias de Gerónimo. Salvar del olvido un momento histórico que, como el mismo jefe apache sospechaba, era el canto del cisne de su cultura. Salvarlo para que la voces no se apagaran y los jóvenes no terminaran (como así lo hicieron) sucumbiendo en la lucha. No había otro propósito por parte del apache cuando las dictó. Lucini se agarra a este cabo y a su vasto conocimiento de la historia apache para construir una obra poligenérica con una prosa ágil que serpentea entre la condición de diario, libro de entrevistas, apuntes de viaje, novela flotante, poema épico de los vencidos o vademécum de nómada. Pero sólo cabe un estado del alma para cruzar esta noche apache: la ironía. Que nadie recale en estas aguas con el prejuicio de que se topará con una crónica plúmbea de un exterminio. Muy al contrario: las anécdotas, las notas del periplo americano del propio escritor, las referecias cinematográficas, literarias, pictóricas e históricas iluminarán una lectura que les aseguro gozosa.
A la manera de Magris en su obra El Danubio, vamos recuperando datos que ayudan a construir un relato polifónico en el que hablan exterminados, usurpadores y exterminadores. Ante todo, hay que tener en cuenta que la búsqueda de vestigios apaches no puede resultar tan fácil como mirar en la historia cultural de ese bastión de la memoria centroeuropea que es el Imperio Austro-húngaro. Tal vez por ese motivo, la narración de Apacherías ha de fragmentarse y mirar dentro de las tipis, de las reservas, de los fuertes, de las películas, de los libros, y así dar una imagen poliédrica y a su vez veraz de todo lo que sufrió este pueblo.
El anecdotario de los exterminadores recoge testimonios de sus vilezas: frases como la escrita por el General Sherman en una carta: “Mientras más indios matemos este año, menos tendremos que matar el año que viene”; o el afán reservista del General Miles, que internó a los niños apaches en una escuela de Pennsylvania, despojándolos de su lengua, de sus tradiciones y de sus familias, para que no se convirtieran en “los Gerónimos de mañana”, además de meter a sus progenitores en un vagón hacia un campo de concentración en Florida; o el exterminio de cuatro millones de búfalos en 1874 ordenado por Philip H. Sheridan, para así eliminar la fuente de sustento de “los enemigos malos”.
El uso que se le ha dado a los habitantes del “Meridiano de sangre”, como Cormac Mccarthy dio en llamar al territorio ocupado por estos indios, campa por las despejadas veredas del respeto y de la reivindicación, así como por los sinuosos andurriales de la falsificación y la banalidad. En el primer grupo podríamos colocar al pintor Frederic S. Remington, a los escritores José Martí (defensor de “esa raza esbelta y áurea”), E. Rice Burroughs (primer reivindicador de Gerónimo) y Elmore Leornard (sus historias de apaches eran desechadas por las editoriales por ser demasiado respetuosas con los indios); también al actor Marlon Brando (envió a una joven india en su nombre para recoger un Oscar, aduciendo que no podía aceptarlo por “el tratamiento actual de los indios americanos por la industria del cine […], así como por los recientes acontecimientos de Wounded Knee”, un oscuro hito dentro de la represión de este pueblo). Bastante alejados de éstos desfilaría Buffalo Bill, que con su Wild West Show logró introducir los estertores de un mundo en peligro de extinción en la cultura del espectáculo. Sin ir más lejos, el primer capítulo de sus memorias iba introducido por el epígrafe “Cómo maté a mi primer indio”. Entre otras tropelías realizadas en el cine, Javier Lucini rescata dos anécdotas. La primera haría sonreír al veleidoso Maupassant: en la adaptación de Bola de Sebo, es decir, La Diligencia de Ford, los propios navajos se opusieron a que los apaches hicieran de ellos mismos. La otra cuenta como en la película Shalako, grabada en Almería, tuvieron que echar mano de unos gitanos flacos y mal encarados, ya que los indios de la reserva habían engordado tanto que no habrían logrado dar la talla.
Otro dato amargo de la crónica irónico-sentimental del exterminio lo pone la efectividad con la que gobiernos democráticos han ido aplicando su “política de terminación”, en un afán continuista tras la estela de los generales citados más arriba. De ahí las reservas, la pérdida de identidad, las prohibiciones, la instalación de casinos y tabernas para suavizar la caída hacia la desculturación y la alienación, la presencia del síndrome de alcoholismo fetal, etc.
Creo que los editores de Mono Azul tendrían que cuidar a Javier Lucini. Su trabajo presenta una originalidad y una profundidad desacostumbrada. Le debo unas horas de gran disfrute. Él mismo cuenta que los indios sólo le otorgaban el nombre a un niño tras la primera sonrisa; era en ese momento cuando comenzaba a haber alguien. Vaya por delante mi agradecimiento al autor por todas las sonrisas que me ha regalado.

POST SCRIPTUM: Quiero imaginar a Lucini en el Encuentro Nacional de Poesía Cowboy de Elko (Nevada) de febrero. El correo de aquel mundo llega con cuentagotas hasta el septentrión y, a veces, es bueno esperar a la puerta de la tienda al mensajero. Salud.

27 enero 2010

Puertas cerradas, puertas abiertas

El estatus

Alberto Olmos

Lengua de Trapo, 2009

ISBN 978-84-8381-064-4.

176 pág.

15,95 euros.

Premio Ojo Crítico de Narrativa de RNE.



Alejandro Luque

Media docena de personajes y el espacio cerrado de un bloque de viviendas son los elementos con los que Alberto Olmos (Segovia, 1975) ha elaborado El estatus, una de esas contadas novelas llamadas a destacar en el panorama narrativo hispano por su curioso planteamiento y hábil desarrollo. Las protagonistas, Clara y Clarita, madre e hija, dejan el campo para mudarse a un piso en la gran urbe, a la espera de noticias del padre de familia, un Godot que ya se demora más de la cuenta. A su alrededor van dándose a conocer figuras como la criada Patricia, el portero mudo Jesualdo o el asistente Ichvolz. El clima pacífico, más bien anodino de la casa, ira enturbiándose paulatinamente, a medida que pasan los días enclaustrados, van tensándose las relaciones entre unos y otros, y se ponen de manifiesto los secretos y medias verdades que casi todos manejan.
Sin ubicación geográfica ni temporal concreta, El estatus abunda en voces diversas y diálogos ágiles que sirven para trazar un buen dibujo de los personajes, aunque el remedo de expresiones domésticas castizas, sobre todo en las conversaciones entre la mujer y la criada, se haga un poco artificioso. Ello no empaña en ningún caso el creciente interés de la narración, que cobra no poca intensidad con la entrada de inquietantes sospechas, invisibles amenazas y ruidos de procedencia indefinida, que vienen a sumarse a la sorda lucha por conquistar posiciones ventajosas que libran los habitantes de la casa. Como en la vida misma, las ausencias juegan un papel no menos importante que el de las presencias; las puertas cerradas no son menos reveladoras que las abiertas, y pesa tanto o más lo que se calla que lo que se dice.
Olmos, que ya había demostrado sobrada capacidad para recrear sus ficciones en ámbitos muy limitados –su novela Tatami, por ejemplo, tiene lugar entre dos pasajeros de un avión– y para jugar con voces múltiples –como hace con genuino talento en El talento de los demás–, se desmarca bastante de su producción anterior y da un nuevo paso adelante en su evolución con una historia sustanciosa, dotada de no poca carga simbólica, que atrapa la atención del lector y lo lleva en volandas hasta el fantástico y abierto desenlace.
Aunque sólo sea a título orientativo, podríamos decir que El estatus se lee con la fluidez de una novela de Juan José Millás por cuyas páginas se colara, inesperadamente, el espíritu de Henry James. La vuelta de tuerca que se guarda Alberto Olmos, y tal vez el principal hallazgo de esta obra, son los diálogos de madre e hija intercalados en la historia, como si estuvieran viéndose a sí mismas, repasando y comentando su propia peripecia desde algún ignoto tiempo y lugar. “Esas somos nosotras”, se reconocen al inicio de la novela, y así logra el autor dinamizar el relato, matizarlo, completarlo y finalmente redondearlo de un modo muy plausible.

[Publicado en la revista Mercurio]

26 enero 2010

De los clásicos y sus traducciones

Hero y Leandro

Christopher Marlowe

Ediciones La Palma, 2009

ISBN: 978-84-95037-64-0

77 páginas

10 euros

Traducción e introducción de Antonio Rivero Taravillo


Juan Carlos Sierra

La historia es de sobra conocida: en el transcurso de una fiesta, chico conoce a chica –o viceversa; o cualquiera de las variantes de género que el lector se pueda imaginar-; se gustan –ambos están de muy buen ver-, se enamoran -cada época tiene sus ritmos- y ambos quieren llevar a buen puerto este encuentro –entiéndase aquí por ‘puerto’: tálamo, lecho, cama, catre, piltra,…-; y todo esto en contra o a pesar de las dificultades que plantean las creencias religiosas, los prejuicios sociales, las familias, las torpezas de los principiantes o las presumidas seguridades de los más experimentados.
A esta sucesión de episodios amorosos hemos asistido infinidad de veces como espectadores, como lectores y, últimamente, como internautas. Y lo curioso es que, por más que varíe el soporte y nos sepamos el argumento, no dudamos en continuar la historia hasta ver qué pasa con los dos enamorados. A todos nos gusta, supongo, que todo acabe bien, es decir, un final feliz con su consiguiente ingesta de perdices, pero a veces las cosas no salen como uno quisiera e incluso pueden concluir de la peor manera posible; a saber: Calixto y Melibea, Romeo y Julieta o Hero y Leandro.
Lo curioso de estos últimos, los protagonistas del libro de Christopher Marlowe que aquí nos ocupa, es que la prematura muerte del autor nos privó del final trágico que se ve venir en algunos pasajes de la obra y que nos confirman las versiones anteriores de esta historia debidas fundamentalmente a Ovidio y Museo.
A pesar de conocer el final de la obra, ya sea en sus versiones clásicas completas o en la truncada a Marlowe por las Parcas, el lector del siglo XXI degustará en esta traducción de Antonio Rivero Taravillo el bocado más sabroso de la mitología griega y romana, mezclada sin mucha piedad por Marlowe, y el regusto más permanente en la memoria de algunos tópicos literarios renacentistas y/o isabelinos: el juego amoroso de la mirada que “enciende al corazón y lo refrena” –Garcilaso dixit-, los siervos y señoras del amor cortés, los ímpetus de la pasión disimulados en un lenguaje galante a la manera de Calixto y Melibea, las alusiones al paso cruel del tiempo y, por consiguiente, su inevitable carpe diem,…
Y todo ello en un metro especialmente querido por el renacimiento castellano, el endecasílabo. Antonio Rivero Taravillo, el traductor de este Hero y Leandro de Marlowe, se las ha tenido que ver con la dificultad de no traicionar al original y creo que acertadamente se ha inclinado por esta versión endecasílaba para mantener, en lo referido a la métrica, el sabor renacentista del texto. Asimismo, con idéntico buen criterio, ha obviado la cadencia de los pareados del original inglés, puesto que significaría un exceso en el tour de force que supone toda traducción y, en ésta en concreto, un gasto innecesario de energías que sin duda añadiría dificultades extra de interpretación al lector contemporáneo.
Visitar a los clásicos siempre está bien –sea en latín, en griego o en inglés-, pero si no somos políglotas, basta con que alguien nos los acerque en nuestra lengua en un versión digna como la que ha preparado Antonio Rivero Taravillo para el Hero y Leandro de Christopher Marlowe.

25 enero 2010

Cambalache

Por favor, sea breve 2 . Antología de microrrelatos

Edición de Clara Obligado.

Páginas de Espuma, 2009

ISBN: 978-84-8393-011-3

250 páginas

15 euros


Javier Mije

El microrrelato me tiene muy confundido. El género tiene sus profetas, sus exégetas, sus códigos teóricos, sus editores, sus detractores, e incluso una nómina no desdeñable de autores que lo tienen como segunda o tercera residencia, mientras construyen los cimientos de alguna novela que los consagre de verdad como escritores. Esta última afirmación es sólo una ocurrencia. No coincide del todo con mi pensamiento. Es injusta, indocumentada y pueril. Debería haber terminado en la papelera y no en una reseña literaria. Es lo que ocurre con algunos microrrelatos: no deberían haber sido escritos, no deberían haber sido publicados. Lo que los críticos más partidarios de la causa afirman de los microrrelatos me parece casi siempre hiperbólico –un gran Retablo de las maravillas que no alcanzo a ver-. Lo achaco a la inseguridad de un género que intenta ganarse poco a poco el respeto de los lectores. Examinemos la siguiente frase del prólogo de Clara Obligado a esta antología: “las buenas minificciones y los buenos escritores son legión”. ¿Qué ocurriría si la extrapoláramos a otros géneros, a otros aspectos de la vida? Los buenos poemas y los buenos poetas son legión. Las buenas novelas y los buenos novelistas son legión. Las rubias de ojos verdes de mi agenda son legión. No es verdad, lo exquisito es por definición deficitario, raro, y como dice el tango de Santos Discépolo, “revolcados en un merengue y todos manoseados”, el problema de las antologías es esa mezcla que sirve en un mismo plato obras de calidad diversa. Pero sigamos. ¿Qué sentido tiene escribir microrrelatos? ¿Es sólo un ejercicio de diletantes, un fraude literario como algunos han afirmado? Escribir cuentos muy breves tiene todo el sentido. El mismo que escribir ensayos, novelas, enciclopedias, sonetos o letras de canciones. Ni el sentido ni el placer -de la lectura, se entiende- residen en el tamaño. El sentido, cito a un lingüista cuyo nombre no recuerdo, “es aquello que evita que el lector, al acabar de leer una narración, diga: ¿y qué?” “Bueno, ¿y qué?” es mi anotación más frecuente, me temo, cuando leo microrrelatos.
Redacto estas consideraciones desde mi gran aprecio al microrrelato. El microrrelato, digamos, me duele. Me gusta escribirlos y sé lo difícil que resulta. Escribir corto no es escribir fácil. Me gusta leerlos y sé que la excelencia es infrecuente. Pero un libro de microrrelatos es siempre una promesa del tipo que pocos artificios literarios ofrecen. Resulta excitante pasar la página de cualquier recopilación de minificciones con la certeza –con la esperanza al menos- de que al otro lado nos espera una nueva historia, alguna extraña puerta que la voluntad de un autor ha decidido abrir en la realidad para ampliar nuestra visión del mundo, alguna iluminación que no llegamos a comprender del todo pero en cuyo revés intuimos la solvencia de un gran escritor, la constatación de que la vida podría ser de otra forma y de que el lenguaje bien empleado está ahí para desvelárnosla. Todas estas son sensaciones que he experimentado al leer algunos de los mejores textos de esta antología. Hay aquí más de una docena de microrrelatos excelentes y otro buen puñado de ellos de gran dignidad, notables incluso, y puedo afirmar que lo bueno es lo predominante en la selección de Clara Obligado. Bien por Ángel Olgoso, Shua, Raúl Brasca, Rafael Camarasa –qué terriblemente bueno es su Daguerrotipo-, Merino, Barragués Sainz, Luisa Valenzuela, Neuman y algunos otros. Bien por el editor que tanto está haciendo por las formas breves. Pero también es justo constatar que al lado de textos soberbios hay otros triviales, previsibles, sin sustancia, anecdóticos, irrelevantes, de una peregrina ingenuidad, faltos de hondura y de ambición literaria, en modo alguno antológicos. O dignos de una antología del “¿y qué?”. ¿Es un problema de esta selección? Yo diría que no. Es sólo un síntoma de la inestabilidad de un género que no ha terminado aún de definirse.
Quizá deberíamos proponer entre todos algunas ideas que contribuyan a normalizarlo. Mi primera tesis es que hay autores que no se toman en serio la escritura de microrrelatos, que los abordan sin el respeto con que afrontarían modelos literarios más consagrados. Escritos en horas bajas, con resaca, o en la servilleta de un restaurante, el microrrelato se convierte en un cajón de sastre para creaciones que no tendrían que haber salido del cajón del escritorio. Por otra parte, a los críticos, prologuistas, antólogos y académicos interesados en la ficción breve yo aconsejaría algo más de modestia. Debemos reivindicar la dignidad, dificultad y calidad literaria de los microrrelatos. Pero me parece un error hacerlo desde la hipérbole. Los microrrelatos no son siempre poéticos, insumisos, rompedores, revolucionarios, fulgurantes, explosivos, lúdicos y multiorgásmicos. No vendamos motos. No hace falta. La mayoría de las novelas tampoco son así y el género goza de una magnífica salud. Si alguien me dice que un microrrelato que consiste sólo en un punto y aparte es una obra maestra pienso que me está tomando el pelo. Si alguien afirma que le causa terror un cuento del tipo: “Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta”, pienso que me quiere dar gato por liebre. El exceso de entusiasmo en la crítica genera falsas expectativas y puede defraudar la lectura de obras que no aspiran a transformar el mundo ni a dinamitar las formas literarias. Un microrrelato no es el Che Guevara. Un microrrelato no cura el cáncer. Es sólo una historia contada en pocas palabras. Ni más ni menos eso. Una historia que a veces hay que leer al sesgo, y que requiere de los lectores cierto esfuerzo interpretativo, cierta paciencia, cierta relectura. No ingerirlos de forma masiva sería mi consejo a los lectores. Dejarlos madurar en la mesita de noche durante algunas semanas. Las relecturas producen sorpresas. A veces uno despierta de la siesta y encuentra la respuesta a esa pregunta maliciosa del “¿y qué?”. Es ahí donde, junto a las gafas y el reloj despertador, tengo desde hace años el famoso cuento de Monterroso.

22 enero 2010

Neoyorquino incestuoso

Invisible

Paul Auster

Traducción: Benito Gómez Ibáñez

Anagrama, 2009

ISBN 978-84-339-7522-5

288 páginas

18 euros





Carolina León

Algunos de los que leímos en su día Leviatán o la Trilogía de Nueva York hemos seguido apostando con cada nueva novela de Paul Auster. Hasta que un día (más cercano o más lejano en el tiempo, según cada cual), la fórmula de partida y/o los elementos puestos en baile en cada argumento nos empezaban a resultar demasiado familiares. Es habitual que la voz narradora o el protagonista sea un escritor o esté en trazas de serlo. Es recurrente que aparezca el trasfondo neoyorquino. Y al cabo se hizo cansino esperar que el azar se enseñorease, arbitrario, en las vidas de papel de los personajes.

Llega entonces Invisible. Que tiene un poco de todo lo anterior (no podía ser menos) pero lo tiene en proporciones distintas y también otras cosas. De entrada, nos hace abrir los ojos con cierta sorpresa: Auster se reinventa. Por un lado, una estructura donde, a pesar del juego literario, el lector no se va a sentir timado, sino incluido en ellla. La narración en cuatro partes se abre con un principio tramposo, de apariencia corriente: en primera persona, leemos sobre un momento del pasado (primavera de 1967), y las vicisitudes del narrador cuando era un estudiante en su segundo año en Columbia.

Cajas que se abren y se cierran. Lo que hemos leído hasta aquí no es el tronco del libro, se trata de un trozo de novela que está intentando un escritor frustrado, con la sombra de la vejez y la desaparición última acechándole; y que sirve de excusa para pasar a otra voz, un antiguo compañero de estudios (escritor de éxito), a quien solicita un reencuentro tras casi cuarenta años de desconexión. Elevamos el punto de vista y se nos ofrece un borrador para un segundo capítulo: el primer narrador está tratando de poner en páginas vivencias de un año escandaloso y decisivo en su vida. El año en que se volvió invisible.

Más cajas que se abren y se cierran: el “escritor consagrado” va en pos de su viejo amigo, a una cena anhelada durante semanas, pero la cita se frustra. La muerte ha llegado antes. El libro sobre “1967” queda inconcluso, ha desaparecido todo lo avanzado del ordenador. Queda pendiente una de las tres partes propuestas, sin embargo, el “Otoño” es un conjunto de notas apresuradas, la acción y los personajes delineados en pocas palabras, desde fuera y con desapego, como “si hubiese sido escrito en el interior de un edificio en llamas” (ejercicio que gustaba de proponer John Cheever a sus alumnos).

Todavía el lector dispone de una cuarta parte para degustar, y antes de enfrentarse a las páginas finales le será inevitable preguntarse: “¿Qué nueva pirueta estructural nos tiene reservada?”. Trama, personajes y voces narrativas hacen un todo con el lector: lo incluyen, lo menean y le hacen meditar. Mientras tanto, éste también se lo pasa bien.

Hace rato que el escepticismo sobre su forma de manipularnos se ha diluido. Si la estructura armada es inteligente y deliciosa (ya conocemos a Auster en este terreno), miremos dentro. Está 1967 y está el tiempo transcurrido. El universitario aspirante a poeta se encuentra con personajes esquivos, turbios, y va a ser vapuleado con saña durante esos pocos meses. De tener un proyecto profesional y de vida, a “desaparecer”. Dislocación moral, dilemas, amantes, pruebas a su integridad, desprecio de sí mismo, búsqueda de dignidad... Un Nueva York y un París de la segunda mitad de los sesenta, una revolución sucediendo alrededor, y mientras el protagonista, preso de todo tipo de remordimientos, se lanza a una relación sexual con ¡su propia hermana!

¿Auster intentando vender ejemplares a base de morbo?

Quizá. Se atreve a entrar con ése, probablemente el tema más tabú de la literatura, y debe haber sido utilizado como reclamo en las hojas de promoción. Pero hay que sacarse el sombrero ante el neoyorquino sobre la exquisita elegancia (y no voy a usar la palabra “tacto”) con que se adentra en ello. Treinta páginas, quizá, del total, y los verdaderos asuntos son los que realmente quedan en el imaginario: creación de identidad, el papel de la memoria y el impulso autobiográfico, vejez versus juventud, conciencia versus moral, veracidad de la narración, iniciación a la vida...

E Invisible deja de ser una novela más de Paul Auster. Esta vez sí, los dados le dieron una combinación de colores nuevos. Inesperados. Los del NYT le dedicaban esta clase de elogios: "Como sucede a menudo cuando se está en manos de un maestro, uno lee la siguiente oración incluso antes de haber terminado la anterior." Y el crítico se declaraba, de partida, uno de los "escépticos". La calidez y la inteligencia al interior de cada una de las frases, así como el bien articulado rompecabezas de puntos de vista crea uno de esos bonitos desafíos, bocado selecto para cualquier lector en busca de esa "indecencia" propia de los buenos libros.

21 enero 2010

Susurrando al oído del joven Borges

Las fuerzas extrañas

Leopoldo Lugones

Paréntesis, 2009

ISBN: 9788499190167

135 páginas

12 €





Manolo Haro

Cuando Leopoldo Lugones (Córdoba-Argentina, 1874- Buenos Aires, 1938) arribó a Buenos Aires desde su ciudad natal, envuelta en la polvareda ocasionada por la especulación de la última década del XIX, ya se había alistado en el decadentismo y su reloj estético avanzaba sincronizado con la hora que dictaba París. En la metrópolis bonaerense se topó con dos ­jalones que guiarían gran parte de su obra: por un lado, con Rubén Darío y, por otro, con los exaltados discípulos de la teósofa Madame Blavatsky.
Si Lunario sentimental lo convirtió definitivamente en un prócer dentro de la poesía modernista, resultaría un error aciago no reparar en una extensa producción cuentística que lo sitúa en el jardín donde se cultiva gran parte de la renovación del cuento hispanoamericano.
En el racimo de narraciones que ofrece esta selección comenzamos caminando por los vislumbres dorados de la estética modernista (postales de amor bucólico e inocente sobre un locus amoenus que va evolucionando hacia un locus terribilis) para meternos de lleno en una concepción teosófica del mundo y del arte donde se hace patente la crecencia de que estamos ante el advenimiento de otra era en la que fuerzas extrañas entrarían en juego. En este núcleo temático brotará el gran talento cuentístico de Lugones, cuyos personajes, ambientes y situaciones se muestran moteados por las influencias de Poe, Jacobs, Wells, Lovecraft, Chamisso y Horacio Quiroga. Confidencias de locos, venganza de animales asesinados, geómetras en busca de la inmortalidad, científicos demiúrgicos tras una flor asesina, hombres desdoblados, vivos testimonios sobre el mito bíblico de la destrucción de Sodoma y Gomorra, etc.
El gran acierto de esta edición reside en no optar por la disposición cronológica de los cuentos, sino por su progresión temática y la depuración estilística hacia la que se encaminaba un Lugones que andaba y desandaba los meandros estéticos del momento. La mayor parte de los textos proceden de revistas de la época, a excepción de tres relatos que formaron parte del libro Las fuerzas extrañas. Junto a “La estatua de sal”, que no figura en dicho volumen, tal tétrada conforma lo que para Borges es lo más notable de la producción cuentística lugoniana y a la que dedicó elogiosas palabras. Se trata de “Yzur”, (“el primer cuento fantástico de la literatura argentina”), “Los caballos de Abdera”, “La lluvia de fuego” (“indiscutible obra maestra”) y el citado “La estatua de sal”.
Salvando los cinco primeros textos del libro, algo o bastante escorados hacia el vergel de las musas de Darío, dentro de estos relatos sobresale la presencia de una gran erudición libresca, el flujo preciso de una prosa luminosa y una técnica narrativa que los va alejando paulatinamente de la decoración superflua del modernismo. Leerlos a la luz de la obra narrativa de Borges, arroja muchas pistas sobre cuáles fueron los referentes argentinos del autor del El Aleph y coloca a Lugones entre las marmóreos bustos de los renovadores del cuento hispanoamericano.
“Pido que me sepulten en la tierra, sin caja y sin ningún signo ni nombre que me recuerde”. Así lo dejó el escritor justo antes de ingerir un vaso de whisky con arsénico. Tristemente para él, estos cuentos, como muchos de sus versos, lo alejan de ese deseo del olvido.

[Publicado en El libro andaluz]

20 enero 2010

Deprisa, deprisa

Poemas a toda plana. Poesía y periodismo

Juan José Téllez (ed.)
Prólogo de Luis García Montero

Visor, 2009
ISBN: 978-84-9895-731-0

306 páginas
16 euros.


Juan Carlos Sierra


Mi corta experiencia en la redacción de un periódico y los comentarios de los amigos ‘plumillas’ me dicen que uno de los males con los que debe coexistir el periodista es la prisa, al margen, claro está, de otros que tienen que ver con los horarios, el salario o la precariedad laboral; en fin, todos los que cualquier hijo de vecino ha de soportar en un medio en el que prima la publicidad –de todo tipo- y los intereses empresariales.
De todos ellos, sin embargo, el que puede provocar más ansiedad, si uno quiere llevar a cabo su labor honestamente, es el mencionado en primer lugar; insistimos, la prisa, los plazos excesivamente breves, los empujones de la actualidad en las mesas de redacción y los espacios exiguos que dejan los diseños de maquetación. El resultado: falta de profundidad, noticias para el consumo –es decir, de usar y tirar-, errores ortográficos, ausencia de coherencia y rigor en la redacción de los textos, noticias no contrastadas suficientemente,…
La antología o recopilación, que ha confeccionado Juan José Téllez, magnífico periodista y poeta, bajo el título de Poemas a toda plana da la sensación de que adolece de algunos de los pecados achacables a la prisa periodística en un género, la poesía, que se lleva mal con las urgencias. Al igual que en algunas de las columnas de un diario redactadas a toda velocidad, en estos poemas seleccionados por Téllez falta alguna que otra tilde, los dedos al teclear han confundido vocales y consonantes, se han incluido quizás demasiadas letras de canciones que a duras penas encajan en una recopilación lírica y algunos de los textos seleccionados están cogidos por los pelos simplemente porque algún versos aparecía el campo semántico de lo periodístico, a pesar de que, no lo olvidemos, en Poemas a toda página, según reza el inicio de su introducción, el autor trata “de seleccionar textos íntimamente relacionados con los medios de comunicación”.
En cualquier caso, son todos estos pecados veniales, ya que el conjunto de poemas y autores que se dan cita en las páginas de Poemas a toda página resulta bastante digno y muy representativo de lo que pueden ser las páginas de un diario. Aparte de la estructura del libro, a la manera de las secciones del periódico o de un telediario, en sus titulares y en el cuerpo de sus textos predomina lo heterogéneo, es decir, la riqueza y variedad de la vida que se cuela en las páginas de cualquier cabecera o en los versos de los poemas. Y como en la vida y en los periódicos, hay buenos poetas y no tan buenos, buenos poemas y no tan buenos, incluso no los mejores poemas de los mejores poetas seleccionados, quizá atribuible a las limitaciones de las intenciones primeras de esta recopilación.
Pero, como señala Téllez en la introducción a estos Poemas a toda plana, este conglomerado más o menos amorfo de autores y textos “busca constituirse, obviamente, en un canto a la libertad de prensa” que se desliza entre “el juego y el capricho”. Así que no hace falta añadir nada más, puesto que en este sentido se puede afirmar que el objetivo está suficientemente conseguido.
Sólo una cosa más: soberbio prólogo el que ha escrito Luis García Montero para estos Poemas a toda plana. Y una idea fundamental del poeta que gusta de leer y colaborar en prensa: “lo mejor que pueden hacer los medios de comunicación por la poesía es defender la dignidad del periodismo”. Sin prisas, por supuesto.

19 enero 2010

Escribir duele

Estancos del Chiado

Fernando Clemot

Paralelo Sur Ediciones, 2009
ISBN: 978- 84- 612- 8548- 8

196 páginas
10€



Rafael Suárez Plácido

Hace unos meses, un amigo me decía que el hecho de haber sido finalista en una de las ediciones del Premio Setenil, al mejor libro de relatos publicado en España, le aseguraba la posibilidad de, pese a aún no ser demasiado conocido como narrador, ser tenido en cuenta por casi cualquier editorial o revista especializada en el género. Y debe ser cierto si echamos un vistazo a la nómina de libros finalistas de estos seis años. La alternancia de autores consagrados con otros casi noveles, y el hecho de que alguno de estos haya recibido el galardón, parece garantía de pulcritud e imparcialidad de los jurados que han ido fallándolo. Este año, pese a que se presentaban libros como: Tanta gente sola, de Juan Bonilla, o Con tal de no morir, de Vicente Molina Foix, el premio ha sido para el barcelonés Fernando Clemot y su libro Estancos del Chiado, editado por Paralelo Sur Ediciones.
El libro se compone de once relatos que el autor ha ido escribiendo a lo largo de varios años y que, por motivos editoriales, ha dividido en tres partes: Mitologías, El jardín de la memoria y Ocasos. La serie primera, Mitologías, nos ofrece momentos rescatados de vidas de personajes célebres. Tengo la sensación muy cercana de que Clemot recoge estos momentos y trata de hacerlos suyos. Siempre hay un personaje que podría ser el alter ego del autor. Así es, muy especialmente, en el relato que abre el cuento: “El príncipe del Vómero”, donde el narrador es un periodista que al final de su vida asiste al entierro de un conocido con quien compartía un secreto que, de alguna manera, dio sentido a sus vidas. El secreto hace referencia a las últimas horas de vida del actor napolitano Totó y se convierte en un homenaje al actor que llenó las salas de la Italia de la posguerra. Si alguien piensa que es un tema que no le interesa se sorprenderá muchísimo al comprobar que es una historia que nos puede poner los pelos de punta. Una historia con muchas historias. Totó y las mujeres: la desgraciada vida de Liliana Castagnolo, junto a quien Totó deseaba pasar todo el tiempo tras su muerte, o el amor otoñal con Franca Faldini. Totó y sus amigos: Cassie, su representante y confidente. Totó y el público que lo veneraba. Pero muy especialmente Totó y Nápoles. Una de las últimas frases que dijo antes de morir fue: “Llevadme a Nápoles”. A partir de ahí, Clemot crea la trama: los paisajes de la ciudad que un ciego y moribundo Totó evoca de la mano del joven narrador que vive de esta manera el momento más pleno de su vida: “Me sobrepuse como pude a un arrebato de emoción que empezaba a dominarme y traté de recordar. Mi tono ahora era más vivo, inflamado como el Príncipe en una de sus largas improvisaciones frente a las cámaras.” Al final de la descripción se unen el amor a Liliana y el que sentía por la ciudad: “-¿Y el cementerio del Pianto? ¿Se ve también desde aquí? (…) Sonrió con amargura el moribundo y entendí que susurraba que pronto estaría allí con Liliana.”
No tengo claro cuándo se cierra un texto: si cuando se publica por primera vez, o si cuando se edita en libro. Espero que este relato tenga más oportunidades, porque el único problema que le encuentro es el final y el final en un relato es muy importante. Después de unas páginas emocionantes y antológicas, el final es torpe, y lo es porque busca crear a toda costa la sorpresa. Este es el problema de algunos de estos relatos, de algunos –además- de los mejores relatos. En este caso, hay que decirlo, las últimas siete líneas sobran.
Algo parecido encuentro en “Cazadores de ganado.” Tras unas páginas brillantes sobre la guerra y el oficio militar, que tienen mucho de la Historia universal de la infamia, de Borges: “La guerra es una suerte suprema que mide en la balanza a los hombres y yo sentía que estaba muy lejos del fiel que me pudiera medir. En los campos de Bélgica y de Francia se dirimían los destinos de aquella guerra.” Decía que tras estas páginas hermosas y contundentes encontramos un cambio de voz final que resuelve de modo artificial y poco claro la trama.
El relato central del libro está en la segunda parte y es el que le da título. “Estancos del Chiado” es una maravillosa crónica del tiempo pasado en Lisboa. Los personajes ya no son célebres, sino vecinos del barrio en cuya intrahistoria bucea Clemot para tratar de comprenderse a sí mismo: “Y hablo de ellos, de Horst y su novio, de los estanqueros, la mayoría gente sin peso en mi vida, porque son los únicos que conocí en Lisboa.” La soledad y la búsqueda son el germen de ésta y de casi todas las historias de Clemot. La única manera de rescatar estos momentos que pueden ayudarnos a entender nuestras vidas es por medio del lenguaje. El lenguaje duele. Escribir duele. El lenguaje bien trabajado perdona la mentira y convierte la vida en arte y el arte en vida. El libro de Clemot es una colección de vidas ajenas que siempre apunta hacia uno mismo.
Y la soledad de los personajes de esta segunda parte se convierte en entrada al ocaso en la tercera, de la que rescato otro de los mejores relatos del libro: “Terrazas de verano”. Aquí el narrador es un hombre mayor que se resiste a la vejez. Leyendo a Pavese y deseando parecerse a Henry Miller, en la terraza de algún bar, evoca momentos de juventud sin terminar de desligarse de ellos. Una joven, hermosa para él porque es joven, le ofrece un retrato y se sienta con él para hacérselo. Cuando lo acaba y se lo da, su propia imagen reflejada le hace volver al presente, que es el que es cierto. La joven se marcha y él se queda pensando en ella: “Se movía con un descaro que me ofendía; no volvió la vista atrás, pensé que los saqueadores tampoco vuelven la vista hacia la ciudad incendiada.”
Escribir, ya lo sabemos, duele, porque escribir es hablar con uno mismo, y uno puede tratar de engañar a los demás, pero nunca puede engañarse a sí mismo. Algunos de estos relatos nacen de ese dolor que supone buscar su sitio en el mundo. Clemot está en el camino de convertirse en un buen narrador. Hay que seguirlo atentamente.

18 enero 2010

Finalistas en los Premios de la Revista de Letras

Estado Crítico es finalista en los premios que concede la Revista de Letras.
Lo que comenzó como un divertimento parece tomar cuerpo y cierta notoriedad, incluyendo críticas positivas y negativas. En cualquier caso, estar entre los finalistas nos hace pensar que, de alguna manera, vamos por buen camino.




Podéis votar en el siguiente enlace: http://www.revistadeletras.net/votaciones/

Esa cosa extraña, un libro de cuentos

De mecánica y alquimia

Juan Jacinto Muñoz Rengel

Salto de Página, 2009

ISBN 978-84-936354-9-7

156 páginas.

15.95€






Luis Manuel Ruiz

Un arraigado malentendido, especialmente común en nuestros días, confunde el relato con la anécdota: impulsados por el ejemplo de cierto ruso y de ciertos norteamericanos, manadas de autores que se definen a sí mismos como cuentistas colman estanterías de libros y revistas con conversaciones de bar, reproches sentimentales, conflictos en el matrimonio y autoayuda. Afortunadamente de cuando en cuando, como volcanes submarinos, suben a la superficie antologías de cuentos de verdad: es decir, de historias, de personajes, de cuidados mecanismos de relojería (el tópico es antiguo, pero servicial) donde ninguna pieza ha sido colocada al buen tuntún. La recopilación de Juan Jacinto Muñoz Rengel se titula De mecánica y alquimia, y tampoco ese encabezamiento ha sido confiado al azar. Al mencionar la venerable ciencia de la mecánica está aludiendo, directa o indirectamente, a esas virtudes del ingeniero y el artesano que son precisas para enroscar tornillos, fijar duelas y apretar los remaches, partes integrantes de todo reloj, autómata o relato bien construido; la no menos secular disciplina de la alquimia nos retrotrae a pucheros, brujas y ancianos con gorros en forma de cono sobre las blancas melenas: un aviso de que lo que vamos a encontrar tras la primera página tiene menos que ver con al realidad que con sus bordes más oscuros, ambiguos, literarios, fantásticos.
Muñoz Rengel rescata en su obra el sabor de los antiguos libros de cuentos: de los que se dicen junto a la hoguera, de los que pueblan las bibliotecas que huelen a bosque. En primer lugar, y de modo aparente, se trata de una selección de once narraciones con los denominadores comunes de la imaginación libresca (abundan las referencias a títulos existentes o no, como el impagable Kitab al-Harraqat o Libro de los instrumentos incendiarios), de la imaginería gótica (demonios y maldiciones en ciudades centroeuropeas), del enigma que un detective ha de ayudar a solventar (viva dicho detective en el Toledo del siglo X o el Londres del XIX), de la perplejidad metafísica. Todos esos rasgos, a los que habría que añadir la presencia agradable y continua de autómatas, bibliotecas, alienígenas, gólems, magos y filósofos, apuntan ya en la dirección de cierta tradición en la que Muñoz Rengel se integra entre los meritorios primeros puestos: la de Lovecraft, la de Borges, la de Perucho y Olgoso, la que hace de la literatura un juego arcano cuyas reglas maestras invitan a la inquietud y la aventura y a una violación continua de las fronteras de nuestro modo de pensar el mundo, así como de la tradición (literaria, filosófica, cultural) que nos ha hecho comprenderlo como tal.
Pero aparte de florilegio de narraciones, la mecánica y la alquimia de Rengel ofrecen un producto de otro orden. Sin abundar en un detalle de arquitectura (o de mecánica, valga el pleonasmo) cuya explicación el propio autor reserva para las páginas finales, digamos que el orden o la disposición interna de cada relato, que pueden leerse aislados y de por sí, no es aleatoria. Así, el escritor malagueño no se ha contentado con redactar cuentos, lo cual está al alcance de cualquier alumno de taller, sino algo mucho más exigente y extraño, un libro de cuentos: un todo orgánico, recorrido por una intención común, que marca una dirección y un camino. Qué camino es ese ha de descubrirlo el lector en cuanto se interne en la obra: un paseo por un museo de maravillas, atrocidades y atisbos que sólo puede despertar su gratitud.

15 enero 2010

¿Dónde está el lector?

El violinista de Mauthausen

Andrés Pérez Domínguez

Algaida, 2009

ISBN: 978-84-9877-278-4

480 páginas.

20 euros.

XLI Premio de Novela Ateneo de Sevilla.


Carolina León

El arranque es éste: una pareja de enamorados, en el París de 1940, es separada cuando la Gestapo detiene al hombre, español huido de la Guerra Civil y enamorado de Anna, medio francesa y medio alemana. Él se interna por imposición en un viaje sin futuro, hacia el campo de concentración de Mauthausen, y ella decide aceptar la oferta de un oficial del servicio secreto norteamericano para colaborar con ellos como espía, con la promesa de que la ayudarán a encontrar a su prometido y sacarlo del cautiverio.

Si no hubiésemos visto y leído cientos de películas e historias sobre los desastres causados por las guerras, en general, y la barbarie nazi en particular, quizá de ahí se podía esperar un relato de carga sentimental y zambullida dolorosa en las reacciones del ser humano ante situaciones de presión, pérdida de la dignidad, derrumbe del mundo... Pero no es el caso.

El caso es que ya hemos visto demasiadas historias del mismo árbol geneálogico y, aunque sea en cierto modo novedoso incluir la peripecia de un español exiliado, capturado como enemigo del franquismo y, por extensión, del III Reich, no se está aportando nada. Porque, a estas alturas, podemos admitir que alguien venga a leernos la cartilla sobre la Inglaterra victoriana e incluso sobre el Imperio Romano. Pero leyéndola con ojos nuevos.

A todo esto, Rubén Castro, el republicano, no es más que uno de los cuatro monigotes con que se dibuja la trama, así que al final el punto de vista tampoco es demasiado arriesgado. Cuatro nombres. Cuatro historias. Un amor y desencuentros (cuando ya no hay más desencuentros que narrar desde que existe Casablanca). Un narrador que salta de una voz a otra y es más listo que ninguno de sus personajes. Pero sobre todo es más listo que el lector.

¿Cuál lector? Cuando uno lee del orden de tres o cuatro novelas al mes, ya no se deja engatusar. Pero pienso sinceramente que Pérez Domínguez no habría podido convencerme ni cuando era una adolescente sentimentaloide y enamoradiza y apasionada de la vida. ¿A qué tipo de lector persigue esta novela?

Nos da por pensar que la novela habrá contado con el juicio (de quienes la premiaron) de que es comercial centrarse en la bondad del alma humana o en los sentimientos, o haber dado por supuesto que todo lo "nazi" vende, o que se habla de "campo de exterminio" y corremos a soltar veinte euros.

Me gustaría poder decir que disfruté en algún párrafo. Es un libro lento, detenido en infinidad de detalles minúsculos, superfluos, de contexto cotidiano que, si no fuera lo que es, podríamos apuntar con el dedo a la novela como un arriesgado ejercicio post-postmodernista. Vénganse conmigo al capítulo noveno, cerca de la página 150. El español capturado por los alemanes está siendo llevado no sabe dónde en un tren, junto con cientos de otros presos, en apestosas condiciones.

Ustedes han leído esa frase y ya saben de lo que estoy hablando. El autor va a necesitar trece páginas para darnos a entender que allí dentro del vagón se están perdiendo las más elementales garantías para la compostura de las personas. Una "mezcla de sudor, de ventosidades y de orines y de excrementos, porque algunos de sus compañeros no han podido evitar vaciarse el vientre o la vejiga encima" inaugura el repertorio. Pero es luego el propio protagonista el que "se ha meado encima" (página 154) y se lo "ha hecho encima" (misma página) y además "su amigo se ha dado cuenta de que se ha meado encima" (misma página) y así podemos continuar hasta que concluya el episodio.

Admitimos que se pueden echar mano de muchísimas excrecencias del vocabulario para explicar situaciones tan horribles como aquéllas. Lo que no admitimos es que el lector sea tomado por retrasado. Porque la reiteración de la misma idea, ni siquiera abundada, sino expresada con las mismas palabras, una y otra vez, es una técnica habitual para hacer engordar página, tras página, tras página, tras página, tras página. Y acabo de añadir dos renglones más a esta crítica.

Que Anna "se siente como un puta", que Franz Müller "está obsesionado con una fotografía" o que Castro "ya está muerto". Si ésas son las ideas-tronco del argumento, el autor ha de defenderlas con el lenguaje, no con la machaconería de un eslogan publicitario. Pero el pelo, a nosotros que lo leemos, nos lo están tomando de más formas. Una voz narradora omnisciente hasta resultar petarda: que sabe en todo momento todo lo que están pensando los personajes y las motivaciones ocultas detrás de cada pequeño gesto, y no deja de recordarnos que "él" o "ella" todavía "no sabe" lo que le va a pasar, que se encontrará en esta o aquella situación, que tendrá que decidir entre no sé cuáles cosas...

El resultado es que el lector sabe tanto, tanto, tanto de los personajes como el narrador, pero sin embargo sabe tantas veces las mismas cuatro o cinco ideas, que no pudimos conmovernos ni un poquito. Pena por Castro, por Anna y los demás, que casi se podían haber hecho amigos míos. Así, llegué al final de estas 490 páginas -que, sin reiteraciones y con más carga semántica, podrían haber sido 120- sin saber dónde demonios está el lector ideal de esta novela.

14 enero 2010

Oscuro Marx

El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. Ensayos sobre el fetichismo de la mercancia

Anselm Jappe, Robert Kurtz y Claus Peter Ortlieb

Pepitas de Calabaza editorial, 2009

ISBN: 9788493720544
224 págs.
11 €
Traducción: Luis Andrés Bredlow y Emma Izaola




Nuestra vida es el asesinato por el trabajo; durante sesenta años estamos colgados y debatiéndonos en la cuerda, pero no la cortamos.
Georg Büchner
Jabo H. Pizarroso

El capital es trabajo muerto. El dinero es trabajo muerto con el que compramos mercancias. Cuando usted compra algo lo compra con su trabajo muerto hecho billetes. Pero, ¿Qué ocurre cuando se agota el trabajo muerto?, ...que se hipoteca el posible trabajo no hecho ni vendido, en base al trabajo continuo, a una esclavitud de por vida. ¿Y si el trabajo presente no fuera ya rentable? ¿No son los EREs una constatación manifiesta de la nula rentabilidad del trabajo productivo hoy por hoy en cualquier parte del mundo? ¿Se agotó el crédito del trabajador esclavizado? ¿Alguien sabe qué es lo que hay que hacer con tanto stock que de alguna forma ahora es trabajo cadáver? El mercado calla porque no tiene respuestas para eso. Siempre dio respuestas hasta hoy, hasta hace poco. Ahora permanece mudo como un dios abatido. ¡Allá os las veáis, esclavos!, es lo último que ha dicho. Pero los esclavos hemos empezado a pensar.

Cuando las candenas de producción y el trabajo no son rentables para el capital, el dinero busca los mercados especulativos financieros en base a una economía no real, donde el futuro, por primera vez, ya no salva a nadie, porque está todo el pescado vendido, el nuestro, el de los asiáticos, el de los latinoamericanos y hasta el de nuestros nietos.

Pepitas de Calabaza editorial ha reunido en este libro una serie de ensayos de Anselm Jappe, Robert Kurtz y Claus Peter Ortlieb, cuyo eje fundamental viene subrayado por el subtítulo del libro, "ensayos sobre el fetichismo de la mercancia". Los tres autores del libro formaron parte desde los años ochenta en tiempos previos a la hecatombe trágico-especular del 11S, de la revista alemana Krisis, escindida años después y recuperada en una nueva revista llamada Exit en la que de la terna que aparece en este libro solamente colabora Robert Kurtz. Hay pocos libros publicados en España por estos autores que detallen aspectos de la filosofía que se gestó en esa primera revista. Virus publicó en el año 2002 ;Manifiesto contra el trabajo, un texto riguroso, de una crítica radical y fría acerca de la sociedad occidental del hombre blanco en la que vivimos ,cuyo eje sagrado es el trabajo, sanctasantorum de la metamorfosis del absolutismo, el protestantismo y la Revolución Francesa burguesa.

El libro que reseñamos contiene una serie de artículos que nos acercan a las teoría de la crítica del valor que desarrolló este grupo de filósofos. Los pies de impulso de estas nuevas reflexiones filosóficas parten de una relectura crítica marxista. Se apoyan en muchas ocasiones en conceptos acuñados por el filósofo alemán que mejor explicó el sistema en el que vivimos, que revisitados a la luz de los acontecimientos cobran una dimensión filosófica de plena vigencia.

El corpus marxista enclavado en la dicotomía paradójica de valor de uso, valor de cambio, en el concepto de mercancia y sobre todo en el del fetichismo de la mercancía sirve de base y paradigma a estos autores para crear un nuevo discurso teórico que desentraña y explica la sociedad capitalista de mercado que en la actualidad está tocando fondo. El último apartado del primer capítulo de EL CAPITAL, El fetichismo de la mercancia, es de alguna manera la raiz nuclear de muchos de estos textos. Los productores, utilizando terminología marxista, ya no controlan las mercancias que elaboran. Estás controlan absolutamente a los productores y desarrollan todo un sistema abigarrado de influencias, telaraña de intereses, y pérdida de libertad humana. El referente de las mercancías es el mercado y el tanto vendes tanto eres o tanto valen tus productos tanto existes, marca las relaciones sociales más que ninguna otra cosa.

Eluden al Marx iluminado, al Marx que también crítico Albert Camus, el filósofo que leído de una determinada manera por la reformulación obrerista del siglo XIX se convirtió en el cuajo de un credo ciego que al igual que el cristianismo o cualquier otra religión pospone las soluciones del presente a la espera de un futuro de bienes en la tierra o en el cielo. Dictadura proletaria y sociedad sin explotadores ni explotados como paradigma naif es algo que estos filósofos revisan desde el primer momento. Y no solo eso, el concepto de lucha de clases también ha encontrado un hueso duro de roer en los discursos de estos autores, sobre todo en el aparataje argumentativo sorprendente que despliega en este libro y sobre todo en el Manifiesto contra el trabajo Robert Kurtz.

Por mucho que lo intento no conseguiría en estos momentos y a estas horas intempestivas meterle diente a una explicación plausible y exacta de este apartado, por lo que os transcribo una contundente afirmación que en este libro tiene su desarrollo lógico, "La lucha de clases no ha sido otra cosa que el motor del desarrollo capitalista y jamás podrá conducir a su superación.", y un párrafo del El Manifiesto contra el trabajo,

El clásico movimiento de los trabajadores, que vivió su ascenso sólo mucho tiempo después de la declinación de las antiguas revueltas sociales, ya no luchó contra la exigencia del trabajo, sino que desarrolló una verdadera hiperidentificación con lo aparentemente inevitable. Sólo aspiraba a «derechos» y a mejoras internas de la sociedad del trabajo, cuyas coerciones tenía ya ampliamente interiorizadas. En vez de criticar radicalmente la transformación de energía en dinero como fin en sí mismo irracional, él mismo asumió «el punto de vista del trabajo» y comprendió la valorización como un hecho positivo y neutro.

Lucha de clases como conflicto de interesas, trabajo y capital, dos caras de la misma moneda y responsables ambos de la actual hecatombe que no ha hecho nada más que empezar. Ante un cambio histórico sin precedentes como el que estamos viviendo y en el que estamos sumergidos, libros como este abren sendas en torno a una de los críticas filosóficas más actuales y mejor formuladas para entener crisis y sistema de mercado. No apto para mentes domesticadas. Ya sea por los ángeles marxistas como por los ángeles de san pedro o cualesquiera otros.

13 enero 2010

Volver a pasar por el corazón

Pedro Páramo

Juan Rulfo

Editorial Cátedra, 2009.

ISBN: 978-84-376-2595-9

151 páginas

12,50 Euros










Javier Mije

Qué privilegio, qué fortuna, qué oportunidad, no haber leído aún Pedro Páramo. Pero para algo se reeditan los libros, para algo reinciden los trenes en sus recorridos sempiternos, aunque se descascarillen y llenen de humedad las estaciones y el corazón. He sentido que volvía a leer por primera vez este libro que había leído antes al menos en un par de ocasiones. De pocas obras puede afirmarse algo semejante. Si escribir es sobre todo reescribir –sin ir más lejos Rulfo rasgó unas 150 páginas de su única novela antes de darla a la imprenta-, la literatura, cito a Cyril Connolly, citado por Muñoz Molina este mismo sábado en el suplemento de libros de El País, “es algo que ha de ser leído al menos dos veces”. El raro prodigio que se cumple con los clásicos es que cada ejercicio de relectura arroja un nuevo hallazgo, un matiz, un sabor inédito, y si la obra es grande de verdad, la promesa de que renovará la emoción que una vez nos suscitó. Releer como recordar, etimológicamente, volver a pasar por el corazón. No soy tan imprudente ni tan necio para intentar aproximar una luz (interpretativa) que no haya incidido ya previamente sobre Pedro Páramo. Sí creo que la literatura se asemeja en algo a la vida. No estoy pensando en el tradicional sentido aristotélico de mímesis, de imitación, sino en aquellas conocidas palabras de Chéjov que suelen emplearse para anatematizar la rigidez de las estructuras literarias: “es hora de que los escritores acepten que nada se comprende”. Esto es, la vida y la literatura son misteriosas. ¿A dónde quiero llegar por este camino? A la constatación, renovada a partir de esta nueva incursión en la infértil región Comala de que, pese a la voluntad de la crítica y la teoría literaria, las sólidas obras de arte tendrán siempre algo de agua entre las manos, de escurridizo pez volador, algo, en definitiva, inefable.
¿Cómo explicar la grandeza de Pedro Páramo? ¿Radica acaso en sus imágenes prodigiosas, en la extrañeza de sus filosos y ásperos diálogos, en su estudiada ambigüedad, en la mera sonoridad de las palabras y el malabarismo combinatorio con que Rulfo las sitúa una al lado de otra para hacerlas arder ante nuestros ojos, es lo depurado y elusivo del texto lo que suscita el misterio, sus saltos cronológicos, sus interpolaciones y ensoñaciones, o, en lo que concierne al argumento, la naturalidad con que ha dinamitado los límites entre el reino de los vivos y el de los muertos? No lo sé. Sí me atrevería a afirmar que Rulfo es, pese a la aparente dificultad de su novela –estupenda, por otra parte, para recordar que ni las nuevas tecnologías, ni los mensajes de móvil, ni el zapping, ni el chat ni la Nocilla han traído al arte narrativo eso que se ha dado en llamar “lo fragmentario”-, uno de los escritores más corteses que conozco con sus lectores. ¿Por qué? Por su compromiso con el lenguaje. Por su veneración a la forma bien hecha, eso que hace ya un par de milenios se consideraba requisito imprescindible de todo artefacto literario. Es la mera combinación artística de palabras la que en primer lugar nos seduce al adentrarnos en esta novela y dispone liviana y grata lo que Umberto Eco denominaba la espera semiótica, esto es, el tiempo que tarda un signo en completarse, en el caso de Pedro Páramo, las páginas que tenemos que recorrer antes de averiguar qué cosa terrible está ocurriendo en Comala.
No quisiera terminar esta reseña sin ponderar los méritos de esta renovada edición de Cátedra. Un objeto bello y bien hecho. Un prólogo nuevo, pertinente, medido, erudito, que como hace José Carlos González Boixo yo también recomendaría leer en último lugar. Un texto que después de muchos avatares –muy interesantes de seguir de la mano del prologuista-, y bajo el amparo de la Fundación Juan Rulfo, se da por definitivo (o casi). Varios apéndices –que se prefieren a las habitualmente engorrosas notas a pie de página espigadas aquí con cuenta gotas- que recorren aspectos como el registro y análisis de las variantes halladas en otras ediciones, el comentario de algunos fragmentos de la obra y, por último, una entrevista a Juan Rulfo. En definitiva, un estuche perfecto para volver a disfrutar de este canto a la desolación, a la derrota de todas las ilusiones, a la fragilidad de los sueños y lo empecinado del olvido. Que nada tiene remedio ya lo sabíamos, que la vida es frágil y el amor efímero lo habíamos comprobado, pero qué íntimo y emocionante resulta que un escritor extraordinario nos lo susurre de esta forma al oído.

12 enero 2010

El talento de los periféricos

Amor de Artur

Xosé Luis Méndez Ferrín

Impedimenta, 2009

ISBN: 9788493711092

176 páginas

17.90 €

Traducción de Moncha Fuentes y Xavier R. Baixeras



Manolo Haro

El nombre de Xosé Luis Méndez Ferrín (Ourense, 1938) es probable que resulte desconocido para la mayoría de los lectores en español, a no ser que se hayan aventurado a leerlo en su lengua original o hayan dado con uno de los pocos volúmenes traducidos que hasta hace poco llenaban este vacío, como es el caso de Fría Hortensia y otros relatos (Alianza, 1999), que recorría la producción cuentística del autor hasta la fecha. La editorial Impedimenta viene a paliar ahora, con una edición intachable en su cuidadosa factura y delicada presentación, la escasísima presencia del orensano en castellano con Amor de Artur, un conjunto de relatos publicados en 1982 que no han perdido un ápice de brillantez con el paso de los años. De hecho, el crítico Constantino Bértolo en las palabras preliminares a la obra reprocha que el mercado editorial español de los ochenta, autocomplaciente y ombliguista, se embarrara llenando las mesas de novedades con “narraciones psudopolicíacas, evanescente memorialismo sentimentaloide, cursi neocostumbrismo más existencialero que existencial y profusas profundidades horizontales sobre la vida interior de unos personajes o narradores que descubren la dulce comodidad del escepticismo político […]”, postergando así la traducción de autores que proponían con su obra un campo feracísimo de imágenes y talento literario.
Pero, ¿qué lugar ocupa en el canon gallego Méndez Ferrín?, ¿por qué un autor que sigue en activo, que ostenta una calidad literaria y originalidad superiores a otros escritores en su lengua (sí traducidos), que ha sido premio de la Crítica Española en dos ocasiones (Con pólvora y magnolias, 1976; Arraianos, 1991) es casi un literato secreto para los lectores en español? Ferrín es el eslabón de plata que cierra una cadena que viene a unir el renacer de la cultura gallega con el Rexurdimento de Rosalía, Curros Enríquez o Pondal en el XIX, las reivindicaciones galleguistas del Grupo Nós en los años 20, traspasadas por una vertiente cultista y universal, las aportaciones de autores comprometidos como Blanco Amor o Celso Emilio Ferreiro y la literatura de estirpe fantástica de Cunqueiro. La hornada de escritores que le seguirán y que han corrido mejor suerte a partir de los noventa en lo que respecta a traducciones y presencia en Madrid, son o epígonos ferrinianos o buscadores de otros caminos, aunque estos últimos hayan de reconocer que en sus bolsillos lleven algún que otro vilano de la flor Méndez Ferrín.
En cuanto al motivo de por qué un narrador de tal potencia verbal y creativa no comparezca en la listas de escritores traducidos, podríamos afirma que tal vez ello se deba, como afirma el propio Bértolo, a la congénita falta de interés por las literaturas periféricas, algo que se ha venido paliando en los últimos años con algunos de los nuevos y jóvenes autores, tomados como la cuota justa de periféricos para verter al castellano, pero que ha dejado por el camino a otros mayores que no lo lograron a su debido tiempo por la circunstancias que fueran.
El libro que tenemos entre manos constituye una de las piezas más preciosas de la producción ferriniana, además de ser una sutilísima muestra del territorio autorreferencial y trasunto estilizado de Galicia, Tagen Ata, en el que se imbrincarán los cinco relatos que componen el volumen. “Amor de Artur”, cuento que le da nombre a la colección, retoma la materia de Bretaña presentando los infieles amores de Ginebra con el caballero Lanzarote. “Familia de Agrimensores” narra la última peripecia vital de la anciana Mamnek Kleines y su asistente Sabina, sustituida al final del relato por un extraño ser llegado hasta Orense desde una Tagen Ara remota a través de una fisura entre ambos mundos. En “Calidad y Dureza”, los saltos en el tiempo y en el espacio entre diferentes planos de realidad nos hacen asistir al amor de Els Bri y su materia de estudio, el poeta Seida Sokoara. El juego de espejos con la exégeta deseante y el poeta deseado hará que se conviertan a su vez en la amada deseada y el amado deseante. El narrador logra un efecto maravilloso al dinamitar con una prosa hipnótica el cronotopo que separa a los dos personajes. “La extinción de los contactos” relata el pasado de Bobby Anraa, cantante yonqui fracasado, cuya memoria, para bien o para mal, le ayuda recuperar los picos suministrados por Arabella. Y, por último, “Fría Hortensia”, quizás el mejor cuento junto a “Calidad y dureza”, en el que juego entre planos de realidad se hace igual de complejo que en el anterior. El narrador recuerda las épicas leyendas que en sus vacaciones en Vilanova escuchaba contar a Fría Hortensia junto al amor adolescente e imposible con su prima Maribel.
El estilo de Méndez Ferrín viene atravesado por el juego continuo entre lo simbólico y lo real, además de por una equilibrada imbricación entre la poesía y la narrativa que muestra bien a las claras un gran dominio en los registros que maneja. En cuanto a sus influencias, hemos de hacer notar que el autor parte de un vivero extenso de referentes a los que homenajea, reinterpretando con suma personalidad (como ya hiciera Cunqueiro a su modo y con ciertos referentes) a escritores como Homero, Kafka, Tolkien o Borges. De estos dos últimos toma el gusto por lo libresco y por la creación de espacios autorreferenciales, así como por la creación de lenguas (la lengua azerrata de Tagen Ata), autores y obras literarias que sólo toman cuerpo en estos relatos.
Ojalá que esta reincorporación del nombre de Méndez Ferrín a los autores gallegos traducidos anime la llegada de sus títulos más sobresalientes a las librerías españolas, pues no todo en Galicia son Rivas, Susos ni hierbas moras. Por último, no quiero dejar de mencionar la sobresaliente traducción de Moncha Fuentes, a la sazón esposa del escritor, y de Xavier R. Baixeras, quienes han logrado que la portentosa voz del narrador suene sin interferencias en los largos y espaciosos pasillos de la lengua de acogida.

11 enero 2010

Trampantojo libanés

Beirut I love you

Zena El Khalil

Siruela, 2009

ISBN: 978-84-9841-331-1

Pág. 220

Precio: 16,90 €

Traducción del inglés: Clara Ministral


Ilya U. Topper

"Me estaba depilando el chichi cuando la bomba estalló delante de la oficina de mi madre". Una frase como otra cualquiera de Beirut I love you. No me pidan aclarar si este libro es una novela, un ensayo o una autobiografía, si está bien escrito o una imitación chorra de Sexo en Nueva York, si se trata de literatura libanesa o no: su autora, la pintora Zena Khalil, nació en Londres (1976), se crió en Nigeria, vivió en Nueva York, escribe en inglés y, según confiesa, ni siquiera domina bien el árabe. En otras palabras: una libanesa típica (sin ironía: hay muchos más libaneses en la diáspora, desde Paraguay a Sierra Leona, que en Líbano), estudiante, soltera, divorciada, cuya madre siempre se maquilla como Sophia Loren.

Narración en primera persona. Nombres que, según se infiere de los agradecimientos, deben ser auténticos. Pero ¿cuánto es verdad, cuánto invento? No pregunten, hagan como si se lo creyeran todo, ya hablen los vivos, ya los muertos. No se asusten con el arranque, donde parece que se nos ofrece una saga familiar, siguiendo la espantosa manía de las últimas décadas, de Isabel Allende a Oriana Fallaci: es un mero trampantojo, como comprobarán con deleite. Por si alguien de ustedes tuviera ínfulas antropológicas: sí, los drusos, una comunidad religiosa difundida en Líbano, Siria y Jordania, creen firmemente en la reencarnación.

Aunque no tengan ínfulas, aprenderán mucho sobre Líbano. Sin querer. Sin poder evitarlo. Porque no es lo mismo escribir un poema de amor a París o Nueva York que a esta ciudad, donde aún resuenan los ecos de las guerras (ese temor a conducir por los túneles de Beirut porque es donde se dejaban tirados los cadáveres durante la guerra civil). Para comprenderlas no es imprescindible tener a mano El hombre mojado de Olga Rodríguez (aunque ese libro nunca viene mal): a Zena le bastan dos o tres frases para dibujar sus coordenadas, desde la de 1975, cuando la religión era un pretexto para dividir Beirut, hasta hoy, cuando quienes colocan las bombas esconden las manos y tienen un sólo cometido: seguir dividiendo Beirut. Digo mal: con este libro ustedes no comprenderán las guerras de Líbano sino que aprenderán por fin a no comprenderlas.

Como casi todos los creadores libaneses de la década, desde el cineasta Jean Chamoun hasta el escritor Jad el Hage, Zena Khalil le dedica un silencio elocuente a la religión: no sabremos a qué secta pertenece ella (sí, en Oriente Próximo, a todas las confesiones, subconfesiones y ramificaciones de subconfesiones se les conoce con este acertado término), y está bien así: tras haber permitido y alentado tantas guerras, lo mejor que uno puede hacer con una religión es callársela.

He hablado mucho de la guerra en esta reseña; dejaré que ustedes descubran la parte del sexo, la amistad, las complicidades, las risas, el alcohol, el dolor, la lírica, las notas del laúd bajo los ataques aéreos, todo ese inmenso collage hecho de recortes cotidianos, de instantáneas borrosas, de figuras hiperrealistas, ese único largo poema de amor a Beirut. De amor y de ese odio que nace del amor porque Beirut tan poco nos corresponde.

He dicho nos: reconozco que estoy tan enamorado de Beirut como la autora. Debo advertirlo, por si a alguno de ustedes el libro le parece efectivamente una imitación chorra de Sexo en Nueva York (no: afortunadamente, Zena les lleva bastante ventaja a las reprimidas protas de la serie amrikana). Tal vez leer Beirut I love you sin haber soñado antes con Beirut sea como leer a Bécquer sin estar enamorado.

O quizás aprendan ustedes a enamorarse. Según consta en internet, hay vuelos Madrid-Beirut por 200 euros. Sólo ida.

08 enero 2010

Caravaggio, luces y sombras

El color del sol

Andrea Camilleri

Salamandra, 2009.

ISBN. 978-84-9838-251-8

125 pág.

12,50 euros.

Trad. María Antonia Menini Pagès.




Alejandro Luque

Los expertos tienen constancia de que Caravaggio vivió una temporada en Sicilia y firmó en esta isla varias de sus obras maestras. Andrea Camilleri (Porto Empedocle, 1925), conocido por el gran público como autor de la saga policíaca del comisario Montalbano, se desvía de su línea habitual recreando tales hechos en El color del sol, el último de sus libros publicados en España. El germen de esta narración, conviene advertirlo, es una invitación de la conservadora del museo Kunst Palast de Düsseldorf para que Camilleri escribiera un relato sobre Caravaggio a propósito de una gran exposición dedicada al pintor. El siciliano envió las quince cuartillas solicitadas, pero a esas alturas su imaginación ya se había desbordado hasta el largo centenar de páginas que recoge este volumen.

Tarea de encargo pues, el relato arranca con el recurso del manuscrito encontrado, aunque tratándose de Camilleri siempre cabe esperar algo más que narraciones de plantilla. En efecto, el autor se pone a sí mismo como personaje que se desplaza a Siracusa para asistir a una representación teatral. Allí recibirá un extraño mensaje que le llevará hasta una finca rural, donde un no menos misterioso anfitrión le ofrece consultar un documento único: unos supuestos diarios de Caravaggio, a los que Camilleri accede tan sólo por unas horas, con la posibilidad de hacer anotaciones selectivas, antes de ser devuelto a la ciudad con el mayor secretismo.

Así pues, el lector dispondrá de una serie de fragmentos en los que podrá ir siguiendo de manera intermitente la peripecia de Caravaggio desde Nápoles a Malta, donde ingresó como pintor general de los Caballeros de la Orden. De allí fue expulsado por conducta inmoral, aunque los historiadores no se ponen de acuerdo si fue por su proclividad a las riñas —gran pendenciero debió de ser Caravaggio— o por alguna grave indisciplina. Lo cierto es que su exilio en Sicilia, que se prolongó durante nueve meses, da pie a Camilleri para mezclar datos fidedignos y licencias fabulosas, encierros y mundanzas, amistades, amoríos y disputas, agudas observaciones sobre la pintura barroca y sobre la libertad del creador, supersticiones como aquel colirio que facultaba al artista para mirar sin peligro al sol —fundación mítica del tenebrismo italiano— y personajes reales que le sirvieron de modelo.

Todo ello, convenientemente ilustrado con buenas reproducciones a color, hacen del libro de Camilleri una lectura muy amena, a ratos absorbente. El itinerario que dibuja por Agrigento, Licata, Siracusa, Mesina y Palermo remite además a la larga tradición del relato de viajes en Sicilia, que va de los diarios de Goethe al Carrusel de Lawrence Durrell, pasando por el formidable Retablo de Vincenzo Consolo.

No obstante, de la lectura se desprende una serie de flecos que llevan a pensar que Camilleri podría haber obtenido un resultado más redondo. El hecho de que un escritor famoso como él se deje arrastrar por un anzuelo tan endeble como el de un simple mensaje deslizado en su bolsillo se antoja bastante inverosímil: la “deformación profesional” que invoca la publicidad de la editorial no es del todo convincente.

Por otro lado, ¿para qué le revela su anfitrión el original de los diarios, si sólo permite al escritor garrapatear a toda prisa algunos pasajes? ¿No habría podido permitirle fotografiar estas páginas, o prestarle una transcripción, si realmente quería divulgar su contenido? No es fácil sacudirse la sospecha de que este sistema alivia a Camilleri de redactar una novela en condiciones, de cabo a rabo, confiando en que el planteamiento esquemático sea suficiente.Claro que podemos imaginar al viejo escritor defendiéndose de estas suspicacias con un encogimiento de hombros y una sonrisa astuta: ¿Acaso —diría tal vez— no es la novela fragmentaria lo que se lleva en estos tiempos?

[Publicado en La Tormenta en un Vaso]