19 octubre 2009

En busca de los clásicos


El inspector.

Nikolai Gogol

Alianza Editorial, 2009

ISBN: 978-84-206-8254-9

264 páginas

8€

Traducción: José Laín Entralgo




Joaquín Blanes

Es natural que una obra se convierta en clásica cuando mantiene su vigencia por encima del tiempo, cuando se puede decir que está de rabiosa actualidad (mostrenca frase periodística que traigo aquí para que vean su efecto demoledor). Es cierto que una obra clásica ha de ser inmortal porque posee una lectura profunda que nos hace reflexionar, hayan pasado tres años, cinco lustros, una década o incluso un puñado de siglos. También es cierto que no es muy complicado crear una obra que perdure a lo largo del tiempo si se plantea en ella alguna de las constantes del ser humano: el poder, el honor, el amor por encima de los prejuicios, la duda metafísica, etc. Pero un clásico debe tener, además, una cuidada escritura y una aceptación generalizada por parte de la crítica o del público, porque el público también genera clásicos y si no que se lo digan a Georgie Dann y su barbacoa.

El inspector es una obra dramática de Gogol (Mogol para el corrector de Word) y Gogol es un clásico después de su prolífica obra y su ingenio peculiar para ironizar sobre la sociedad burguesa del momento (de su momento y del nuestro).
La historia cuenta la visita de un inspector a una pequeña localidad donde, hasta el momento de la llegada de dicho inspector, los tres poderes del estado municipal han hecho lo que les ha venido en gana, disfrutando de una grata impunidad que se verá coartada con la llegada del inspector, del que sospechan que viene a pedir cuentas de una mala gestión. Es curioso como la sola noticia provoca la inquietud en los mandatarios que comienzan a acusarse unos a otros porque saben que todos han actuado de manera indecorosa con los bienes públicos. Mucho antes de la presencia física del inspector, el temor se adueña de ellos, mostrando al público su evidente culpabilidad.

En el teatro hay, en esencia, dos formas de plantear la situación: de una manera seria que arrastre a los personajes a la tragedia o de un modo caricaturesco que ironice la situación. Gogol opta por la diversión, que es la mejor manera de entretener al espectador para que la galleta que le vas a dar no le duela demasiado. Además, los temas políticos casan muy bien con el tratamiento sarcástico, porque no hablamos de cuestiones individuales sino de cuestiones colectivas que están, por desgracia, en el pan nuestro de cada día.

¿Y dónde reside el elemento clásico, lo universal de la obra? ¿Qué permite la permanencia de esta obra a través de los tiempos? Es suficiente con recuperar aquí una parte de la conversación entre dos protagonistas.

Ammós Fiódorovich
¿Qué entiende usted por pecadillos, Antón Antónovich? Hay pecadillos y pecadillos. Yo no me retraigo en decir que acepto presentes, pero ¿De qué presentes se trata? De galgos jóvenes. Eso es completamente distinto.

Corregidor
Tanto da que sean galgos como otra cosa. Todo es cohecho.

Ammós Fiódorovich

No, Antón Ivánovich. Por ejemplo, si alguien le regala a usted un abrigo de pieles de quinientos rublos, o un chal para su esposa…

Corregidor
¿Y qué importa que usted no acepte más que galgos jóvenes?

Nada más leer este fragmento en seguida vienen a la mente acontecimientos muy concretos, de candente actualidad (por continuar con el estilo periodístico), que ruborizan la conciencia ciudadana, porque no es de recibo que tengamos que mantener políticos, asesores y consejeros como parásitos (Scardias, Capillarias, Tremátodos o Coccidios), para poder disfrutar de una democracia. Es un estigma que, por desgracia, en nuestros días, en lugar de ser la excepción comienza a ser la regla.

Otro parlamento sobre la gestión política, el de un comerciante quejándose a Jlestakov, el supuesto inspector, del corrupto Corregidor:

“Nunca se vio un Corregidor como él. Nos hace objeto de tales atropellos, que nadie podría describirlos. Las cargas nos abruman. Nos ha llevado al borde de la ruina. No obra conforme es debido. Le agarra a uno de las barbas y le cubre de insultos. ¡Pongo a Dios por testigo de que lo que digo es cierto! Si es que no le guardásemos la consideración debida… Nosotros nos portamos siempre como corresponde. No nos negamos a regalarle un corte de tela para un vestido de su mujer o de su hija. Pero a él todo le parece poco, como lo oye.”

Cuando decimos supuesto inspector, significa que esa suposición es la clave de la obra. El malentendido de tomar a un joven amigo de las juergas y el desatino por el serio inspector que viene para ponerlos en su sitio. Desde luego que intentar agasajar a un joven licencioso da siempre buen resultado y lleva a los personajes a situaciones muy divertidas.

El inspector es una pieza que podría perfectamente ponerse en escena hoy en día y funcionaría con la misma eficacia con la que funcionó en su época. Aunque Gogol no pensara lo mismo.


Completan el libro unos textos del propio Gogol con motivo de la representación, para él fallida, de El inspector, en los que analiza y propone, con una serie de “Advertencias a los que quieran representar como es debido El inspector”, la manera correcta de poner en escena su obra. Con una advertencia inicial muy precisa que lanza como una amenaza: “Hay que evitar, sobre todo, el caer en la caricatura”. Esto genera un conflicto esencial entre autor y director de escena. La virtud del teatro reside, precisamente, en la multiplicidad de interpretaciones que se pueden hacer de un texto dramático, que no deja de ser una herramienta para poner en escena. Si el autor quiere que se represente la obra tal y como él establece, entonces tendrá que ser el autor el que asuma la dirección. De otro modo, tendrá que permitir que sea el director el que imagine y confeccione la puesta en escena. Habrá ocasiones en que el universo creado a partir de su texto le guste y otras veces no, pero en el terreno de la representación, el autor deja de serlo para convertirse en espectador y ahí, claramente, es una cuestión de gusto.

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