24 agosto 2009

Delicatessen Zweig (y II)

Viaje al pasado.

Stefan Zweig.

Acantilado, 2009

ISBN: 978-84-96834-99-6

91 pág.

9 €

Traducción: Roberto Bravo de la Varga.

Joaquín Blanes

Hay tantas formas de enfrentarse al amor como a un acantilado. Según la manera de enfrentarnos a él variará el desenlace. No es lo mismo acercarse a un acantilado para admirar su esplendor que abordarlo para lanzarse por él hacia el abismo insondable –o tal vez tangible de unas rocas–.

Viaje al pasado es uno de esos múltiples acercamientos que tiene Stefan Zweig de aproximarse al amor, al universo sentimental y pasional de algunos de sus personajes. En la línea de la célebre e imprescindible Carta de una desconocida (altamente recomendable la versión cinematográfica que hizo Max Ophüls en 1948). El modelo confesional –bien epistolar bien declaratorio–, el amor diletante e inalcanzable y la intensa reflexión conviven en la obra del austriaco y respiran profundamente en este relato que narra el reencuentro entre dos individuos que alguna vez se amaron fogosamente y todavía creen guardar ese mismo sentimiento a pesar del tiempo y de los inconvenientes.
Podría decirse que tiene cierta afinidad con Carta de una desconocida cuando se habla de un amor surgido entre dos clases sociales a priori distantes, que no pueden convivir de forma natural, como dos líquidos inmiscibles; pero también tiene mucho que ver con la fulgurante Novela de ajedrez, por ese elemento externo que provoca la tragedia en los personajes y que, como sabemos, en Zweig ese componente consiste en la brutalidad de la guerra, en la inconsciencia del nazismo, en el destrozo físico y emocional que producen en el ser humano los desastres de la guerra.
“Su marido había muerto justo al principio de la guerra, casi no se atrevía a lamentarlo, porque así se había ahorrado ver su empresa amenazada, la ocupación de su ciudad y la miseria de su pueblo ebrio de victoria antes de tiempo” (53).
Viaje al pasado comienza con una crítica sobre el determinismo social capaz de generar en una persona un prejuicio que alimenta el orgullo más bobalicón y que, en realidad, atenta contra los propios intereses, para después centrarse en el drama de la separación y el reencuentro siempre postergado, hasta regresar al momento del reencuentro en el que los personajes parecen no reconocerse después de tanto tiempo.
Zweig es un maestro de la trama, tiene la virtud de justificar todo lo que sucede en sus relatos, en demostrar que el texto avanza hacia un final consistente y determinado y aunque el lector pueda percibir hacia dónde camina la historia, sin embargo, no deja de tener momentos sorprendentes, inesperados, así como frases de un lirismo y una ternura capaces de estremecer.

Es evidente que Zweig fue un hombre de una sensibilidad prodigiosa, de una escritura virtuosa y prolífica y de una pulcritud espiritual que uno no tiene más remedio que suscribir las palabras de André Maurois:
“Muchos hombres de buen corazón deberían reflexionar sobre la responsabilidad de todos nosotros y sobre la vergüenza existente, en una civilización, que ha creado un mundo donde Stefan Zweig no ha podido vivir”.

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